Números 6, 22-27; Gálatas 4, 4-7; Lucas 2, 16-21
«No temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador en la ciudad de David, el Mesías, el Señor»
«Dios me quiere con locura. Ama mi vida como es. Sin pensar en todo lo que podría llegar a ser. Me abraza como soy ahora y se conmueve. Quiero alegrarme de estar donde estoy, de ser como soy»
«No temáis, os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: hoy os ha nacido un salvador en la ciudad de David, el Mesías, el Señor»
«Dios me quiere con locura. Ama mi vida como es. Sin pensar en todo lo que podría llegar a ser. Me abraza como soy ahora y se conmueve. Quiero alegrarme de estar donde estoy, de ser como soy»
Tiene este tiempo de Navidad una pregunta que se clava en mi alma. ¿Es esto todo lo que puedo dar? ¿O puedo dar hasta que me duela? Miro el Belén. Miro a Jesús entre mis manos. Miro su rostro que me mira quieto. Su voz callada. Con ese silencio que me turba. Lo miro y temo quedarme vacío. Temo olvidarme de su paso. De su presencia. De su voz. Viene para quedarse conmigo. Y yo no me lo tomo en serio. Sigo de largo. O vuelvo a sentirme como ese hijo mayor que todo lo juzga. Una persona rezaba: «Sabes que no he sido tan generosa en mi entrega, que también allí me he buscado. Admiro y envidio a San Agustín, a San Francisco, a Santa María Magdalena, a San Pablo. No sólo por saberse tan amados y por su gran santidad, sino porque una vez rescatados nunca miraron atrás, siempre corrieron hacia delante. Una vida antes, otra después. Pero yo una vez salvada, vuelvo una y otra vez sobre lo mismo. Por eso siempre me identifico con el pecador. He descubierto un nuevo pecado, me he sentido como el hermano mayor. Además de por sentirme mal por eso, quería agradecerte, Jesús, porque me has hecho crecer, viéndome allí plantada. Me has salvado de nuevo. Sé que lo olvidaré, que volveré a caer. Pero al menos ahora te doy gracias». Me gustaría tener esa honestidad para mirar así mi vida. Es la tentación de sentirme como ese hermano mayor que juzga, que nunca está contento, que siempre espera más reconocimiento, más premios, más halagos. Como si la vida consistiera en un sinfín de aplausos. En una cascada de felicitaciones. Me da miedo ser el hermano mayor de esa parábola. Que espera algo que no sucede. Que busca la fiesta que nunca tiene lugar. Me da miedo buscarme cada día. Sentir que alguien me debe algo. Y que no son justas muchas de las cosas que me suceden. Decía el Papa Francisco: «¿Cómo puedo acogerme a Cristo si sólo pienso en mí mismo? ¿Cómo puedo disfrutar de la belleza de la Iglesia, si mi única preocupación es salvarme, protegerme y salir indemne de cada circunstancia? ¿Cómo puedo entusiasmarme con la aventura de la construcción del Reino de Dios si cada entusiasmo queda frenado por el miedo a perder alguna cosa mía?». Miedo a perder. Miedo a no recibir. El deseo de salir siempre bien parado. El anhelo de no sufrir nunca ningún daño. Navidad tiene mucho de indefensión, de soledad, de olvido. Tiene mucho de abandono, de despreocupación. Navidad es oscuridad y descuido. Y yo quiero ser cuidado, recordado, salvado. Y siento como ese hermano mayor tan olvidado que no soy tomado en serio. Pienso entonces que Jesús no nace para mí. Nace para otros. Para los que triunfan y destacan. Para los que progresan en la vida. Y necesito de nuevo la conversión. Para no pensar tanto en mí, en mi seguridad. Pienso en José indefenso en Belén. ¿Cómo iba a proteger a Dios? Pienso en ese tiempo difícil de huidas. Guardando en sus manos una vida indefensa. Pienso en María turbada, guardando todo en su corazón. Y la confianza de los dos puesta en el Dios de sus vidas. No tenían nada que temer. Dios guardaba sus pasos. Mientras que yo me protejo y huyo. Huyo de los enredos, del trabajo, de la vida. Huyo del peligro. De la incomprensión. Del desamor. Busco la seguridad y la protección. Donde no puedan hacerme daño. A veces mi cristianismo ha perdido fuerza. Se ha aguado con el paso del tiempo. Olvido esa navidad primera en la que Jesús tomó mi alma en sus manos para hacerla nueva, para hacerme niño. Y ya no recuerdo lo que puede hacer conmigo si le dejo hacer. Ya no creo en su protección. No me fío de sus palabras y promesas. Como si dudara de todo. Como si no creyera en la inocencia de un niño nacido entre pajas. Y recuerdo las palabras que leía: «Nuestro tránsito por la vida, con su sufrimiento y con la muerte, no es más que un camino de retorno a Dios. En lo más profundo de nuestra alma sentimos que no somos más que peregrinos. Algo dentro de nosotros nos dice que Dios mismo es nuestro hogar. Nos asegura que Dios nos espera como el padre espera al hijo pródigo»[1]. Estoy de paso. No necesito asegurarlo todo en esta vida tan frágil. No conozco mi último día, ni mi última Navidad sobre la tierra. Pero tengo que vivir sin miedo cada día, el que tengo delante. Sin juzgar a nadie. Dando con alegría lo que me han dado de forma gratuita. Abriendo mis manos sin miedo. Sosteniendo a muchos. Ahora llaman a estos días «fiestas de la empatía». Como si ya no tuvieran que ver con el nacimiento de un niño que es Dios. Y yo me empeño en darle poca importancia a lo más importante. Mi niño Dios que viene a sacarme de mi comodidad, de mi mundo, para hacerme alimento para otros, hogar para muchos. Tiene la Navidad mucho de empatía, es cierto. Pero es la empatía de ese Dios todopoderoso que se ha hecho pobre e impotente como yo. Se ha puesto en mi lugar, en mis zapatos. Ha sentido mis miedos, sufrido mis vacíos, amado mi vida, acariciado mis deseos. Jesús me hace empatía para otros. Sólo Él me hace capaz de un amor imposible que da la vida por otros sin miedo, sin buscarse. Así quiero vivir yo. Con esa generosidad imposible. Sin temer la pérdida, sin sufrir por los vacíos.
A veces le pido a Dios señales especiales. Le pido que me hable claro antes de tomar decisiones. Que me diga con palabras y gestos hacia dónde caminar. No me gustan los enigmas, las adivinanzas. Le pido señales evidentes para no confundirme. Tal vez lo quiero todo claro, diáfano. Porque no quiero errar el camino y tener que regresar y volver a empezar. O no estar en el lugar correcto, en el momento oportuno. No quiero perder nada de lo que puedo elegir: «Elegir supone renunciar a aquello que no se elige. La mayoría de las personas que no pueden decidirse vacilan, puesto que no desean renunciar a ninguna de las alternativas. Las decisiones generan sentimientos de pérdida y vacío. En cada elección aprendemos a vaciarnos»[2]. Por eso temo tomar la decisión equivocada. Temo perder lo que puedo elegir. No lo sé. No me gusta confundirme y le pido a Dios señales claras. Pienso en las señales de José para caminar con María. La voz de un ángel en sueños. Y tantos silencios llenos de oscuridad. Y algunas luces. Pienso en las señales de María. En la anunciación. En el encuentro con Isabel. En los pastores y los reyes detenidos en el establo. Señales confusas en medio de tantos silencios. ¿Cómo celebrarían María y José las otras navidades? Cuando Jesús iba creciendo sin grandes señales. En la oscuridad de Egipto. En la cotidianeidad de Nazaret. No había señales claras. Me cuesta pensar en la paz de sus almas caminando de la mano de Dios. Meditándolo todo en su corazón. Sin certezas absolutas. Y yo le exijo a Dios grandes señales. Quiero evidencias. Como si tuviera más derechos que José y María. Por eso me gustaría hacer mías las palabras de una persona que rezaba: «Naces de nuevo en Navidad. Llegas a mí. Llevo todo el mes mirando la estrella. Como un niño enamorado de la luna. La sigo por los caminos. Como quien busca señales especiales. Gracias por venir a verme sin hacer ruido. Gracias por quedarte despacio dormido entre mis manos. No quiero más señales. Más signos. No quiero más estrellas fugaces que atraviesen el cielo marcando un punto, una dirección, un lugar. No quiero nada especial para poder seguirte. Sólo mirarte hoy. Callado. Con el alma atenta, abierta, en paz». Sí. Quiero seguir a Jesús por los caminos sin grandes evidencias. Sin tenerlo todo claro. Jesús pasó haciendo el bien. Pero muchos no vieron en sus obras una señal del amor de Dios. «Dios está llegando, y los más desgraciados pueden experimentar ya su amor compasivo. Estas curaciones sorprendentes son signo humilde, pero real, de un mundo nuevo: el mundo que Dios quiere para todos»[3]. Nacía un mundo nuevo de sus manos. Ese mundo comenzó esa noche de Navidad. En el silencio. Sin la admiración del mundo. Sin señales evidentes. Y siguió en la vida de Jesús sin que tampoco los que estaban cerca supieran reconocerlo. Decía el P. Kentenich hablando de la providencia de Dios: «¿No ha guiado acaso la mano de Dios todo de tal manera que redundó en lo mejor para mí? ¿Sienten ustedes todo lo que se esconde en la entrega alegre a esta Providencia infinitamente bondadosa? Detrás de la Providencia divina se esconde, en la medida en que nos entregamos a ella, una fuente de alegría que mana en forma constante. Ya no hay nada que pueda hacernos temblar, que haga estremecerse a la naturaleza entera, si el fondo del alma está siempre cobijado en el hogar primordial, en el agrado de Dios, en el cuidado y la Providencia divinos»[4]. Las señales dejan de ser entonces tan importantes. Confío en el amor de Dios que va conmigo. No me deja. Dios no me suelta de su mano. Podré confundirme y hacer las cosas mal. Elegiré renunciando. Perderé. Ganaré. Me vaciaré. Tendré que volver a empezar de nuevo. Una nueva ruta. Podré errar en la interpretación de las señales. Todo eso es posible. Pero lo que no puedo perder nunca es la confianza plena en el amor de Dios. Él me quiere con locura. Ama mi vida como es. Sin pensar en todo lo que podría llegar a ser. Me abraza como soy ahora y se conmueve. Me gusta aprender a interpretar sus pequeños regalos diarios. Buscar a cada rato lo que creo que quiere que haga. Y alegrarme de estar donde estoy sin pensar que sería mejor que estuviera en otra parte. Es verdad que eso exige una madurez que a veces me falta. Mi mente errante viaja del presente al futuro con facilidad. Pensando en cómo será lo que viene. En cómo hubiera sido con otras elecciones. Busco señales. Exijo señales. No quiero probar a Dios. Sólo quiero que me muestra con signos sencillos que me ama. Que me lo demuestre para que no me olvide en medio de las cruces o la sequedad del camino. Es lo único que le pido. No grandes señales que marquen una ruta clara. Sí pequeños signos de su amor que me recuerdan su predilección por mí. Esa que tantas veces olvido. Y quiero luz para interpretar esos signos. Sin interpretar más allá de la cuenta.
Esa es la señal sencilla que tienen que buscar los pastores. Un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre: «En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho». Fueron y vieron. Dejaron sus rebaños. Se vaciaron. Se pusieron en camino. Como yo hoy. Voy y veo. Me han hablado de Él, como a los pastores. He buscado. Quizás ellos llevaban tiempo sin tocar a Dios. No lo sé. Cada uno de esos pastores tenía una historia detrás de luces y sombras, de caricias y dolor. Como todos. Llegaron todos. Quizás dudaron o tuvieron miedo. Tal vez se animaron entre ellos. Pienso que siempre es más lo que Dios me da que la que me promete. Siempre es más lo que me encuentro que lo que espero. Como los pastores. Ellos llegan a Belén. A esa cueva. Tocan a Dios. Pienso en la luz de esa cueva, quizás con fuego, cuando fuera todo era oscuro, en plena noche. María sería capaz de hacer hogar de ese lugar lúgubre. Llegan. Jesús no está solo. Dios se hace niño en una familia. María y José. Brilla una luz en esta noche santa. Están los tres. El niño es abrazado, cuidado, protegido. Por su padre y su madre. Dios necesitado de comida, de ternura, de abrazos, de calor. Se encuentran esos pastores a Dios en una familia. Al niño en brazos de su padre, de su madre. ¡Qué normal es Dios! ¡Qué cotidiano! Y a veces lo busco en sitios tan raros. Llega en una familia. Se pone en manos de una mujer y de un hombre, inexpertos, con el corazón lleno de anhelos y de amor, con un alma dócil. La señal que dijeron los ángeles es que se encontrarían a un niño. Esa es la señal del amor de Dios que es más grande cuando se hace pequeño e indefenso. Es el poder de Dios que vive indefenso. Pero no está solo. María y José lo guardan. Guardan el tesoro escondido hasta que llegan los pastores. Y los acogen a ellos y les dan calor. Les enseñarían a Jesús con inmensa ternura y alegría. María sería madre para cada uno de esos pastores. Me veo a mí mismo entre ellos. Asombrado. Algo oculto por la timidez. Los ojos de María me miran. Siempre hace eso conmigo. Me hace sentir en casa. Me dice que me espera. ¡Qué alegría para los pastores poder ser acogidos por José y María! Esa es la señal. El amor tan humano. En él descansan. Belén se hace hogar para ellos. Les cuentan a María y José lo que les han dicho los ángeles. José y María se alegrarían tanto. Ya no son sólo ellos. Ya no hay secretos. Dios ha nacido para todos. Y los primeros son los más sencillos. No los sabios, ni los ricos. Ese día la cueva de Belén estaría llena de voces y risas. Hablan atropelladamente. Como cuando éramos niños y llegábamos a casa a contarle a nuestra madre algo bonito que nos había pasado. María lo acoge todo con ternura. Me escucha. Me mira. Me muestra a Jesús. Me gustaría cogerlo en brazos. Ella me deja. Siempre deja paso a Jesús. Los pastores fueron sin saber lo que se iban a encontrar. Llegan y se sienten en casa. Con una madre. Con un padre. Con un niño que sólo puede recibir. Se calientan. Pienso en esa noche llena de relatos. Cada uno contaría. Llena de alabanzas. De alegría. De historias en torno al fuego, mientras Jesús duerme. Me rompe esquemas este Dios pequeño que cabe en mis brazos. Vulnerable. Dios niño que no sabe hablar, pero guarda en su corazón para mí toda la vida que necesito, toda la luz que necesito. Ante Él se rompe mi pobre sabiduría humana. Se rompen mis miedos. Él eligió lo más pequeño. Lo más sencillo. La sagrada familia hoy recibe visita. Son por primera vez anfitriones. Pueden acoger. Escuchar a los que nadie escucha. Dios en la tierra. Dios nace en la noche. Es un niño y es pobre. Ese es el amor de Dios que se hace impotente ante el mundo. Necesitado. Y saca de mi corazón la ternura escondida que llevo dentro. Se hace verdad la promesa de los ángeles: «Encontraréis». Encontraron a un niño. Encontraron a Dios. Dios sale al encuentro del hombre. El encuentro con Él caminando a mi lado es el sentido más profundo de mi vida. Esa es su promesa. Que irá conmigo. Los ángeles les dicen a los pastores que vayan, que se encuentren con Él, que lo toquen, que lo acojan. Dios me pide que me mueva, que salga de mí. Y me encuentre con Él en lo humano. Porque Él es más humano que yo tantas veces. A veces me quedo mirando al cielo y Dios está mi lado. Dios sale a mi encuentro cada día. Dios se encarnó para que pueda encontrarlo. Para que su encuentro me dé fuerzas y le dé sentido a mi vida. El misterio de Navidad no es que Dios existe. Tampoco sólo que se hace hombre. El misterio profundo que anuncian los ángeles es que es Dios-conmigo. La señal del amor de Dios es que puedo correr a encontrarme con Él. Eso me conmueve. Necesito su encuentro. Sentir su abrazo. Ver su rostro. Caminar a su lado por los caminos. Que me enseñe con sus manos a consolar y sostener. A cuidar y curar. A acariciar. Necesito su abrazo cada día. Tocarlo en mi vida cotidiana y a veces gris. Dios sale a mi encuentro. Esa es la buena nueva. Dios hace el camino más largo. Y lo hace primero. Llega a la tierra. Se despoja de todo para tocar mi tierra. Yo también tengo que correr a encontrarme con Él. Como los pastores. Se decían unos a otros: «Vamos». Se animaron, fueron juntos. Mirando este año pasado, pienso en los momentos en que me he encontrado con Jesús en mi día. Le doy gracias. Miro hacia atrás. ¡Cuántas fotos en este año en las que aparece Dios oculto, encarnado! ¡Cuántos momentos alegres y también difíciles! ¿Dónde lo he encontrado a Él? ¿Cuáles han sido mis momentos de encuentro con Dios? San Bernardo decía que no sirve de nada seguir a Jesús si no lo alcanzo. ¿Me ha alcanzado Dios este año? ¿En qué momentos, en qué personas me he encontrado con Él en medio de mi vida? El amor de Dios sale cada día a mi encuentro y me espera.
Me gusta la bendición de Dios al comenzar el año: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré». Bendecir es hablar bien de alguien. Es decir algo bello y hacer presente a Dios con palabras en su vida. Decir que Dios me bendice es decir que habla bien de mí. Pronuncia mi nombre con fuerza. Dice en alto cuánto valgo. María y José dicen el nombre de su hijo: Jesús. Lo llaman por su nombre. Lo bendicen. Es lo que hace Dios conmigo. Y me recuerda que soy hijo de rey. Y que me quiere por encima de mis obras. Me quiere en mi debilidad, en mi miseria. Y me lo grita al oído para que no me olvide. Lo dice en lo hondo de mi alma como en un susurro. Para que lo oiga. Aunque muchas veces no lo oigo. Y sigo mendigando cariño por tantas partes. Porque me olvido de su amor y no noto su mano sosteniéndome. Porque no oigo su voz bendiciéndome y oigo más las voces de desprecio y exigencia de los hombres. Quiero volver a oír su voz bendiciéndome en el alma. Recordándome cuánto valgo. Haciéndome sentir como su hijo elegido, predilecto, ese hijo amado al que espera cada mañana en la puerta, con el corazón anhelante. No me quiero olvidar de su bendición. Me desea el bien, quiere mi bien. No busca mi sufrimiento. No pretende que aprenda a base de pruebas duras. No se recrea en mi dolor y en mis lágrimas. No. Dios me bendice y quiere mi bien. Quiere que dé fruto, que florezca, que crezca y me alce en medio de las sombras. Quiere mi luz, no mi noche. Quiere mi risa, no mi llanto. Le alegran mis alegrías y se conmueve con mis torpezas y olvidos. Le duele mi dolor, mi amargura, mi tristeza. Porque no es eso lo que ha soñado para mí. Y yo me olvido del sueño que hay en su alma. Olvido su bendición, su deseo de paz para mi vida. Olvido su mano sosteniendo mi cansancio. Olvido su sonrisa al salir y al volver a casa. Y me hago una imagen de Dios distinta en el alma. Una imagen de un Dios juez al que sólo le contentan mis éxitos y logros. Un Dios que sólo está feliz cuando cumplo mis deberes de forma perfecta. Y no fallo. Y no caigo. Es verdad que le apenan mis esclavitudes. Como el amado que experimenta la falta de amor. Decía el P. Kentenich: «Cuando dos personas se aman realmente, sufren mucho las ocasionales heridas que puedan infligirse. Pensemos en la delicada relación de dos novios; o bien, en esa persona por la cual sentimos un amor muy grande. Sólo el pensamiento de que quizás la hayamos hecho sufrir nos duele tanto, que nos impulsa a restablecer enseguida el hermoso lazo que nos unía. Algo así sucede en nuestra relación con Dios»[5]. Dios se aflige cuando yo no amo al hombre en su verdad. Cuando mi vida no está llena de amor. Y por eso quiero acércame a Él en seguida después de haberme alejado. Porque no lo veo como juez, sino como ese padre que me ama con locura y me espera siempre. Desea abrazarme, encontrarme. Dios quiere mi bien. Quiere que yo haga el bien. Y no lo hago cuando mis palabras no son bendiciones sobre los que me rodean. Cuando mi amargura engendra ira y odio. Cuando mis palabras crean heridas profundas en los que amo. Cuando no acojo como me acoge Él. Cuando no sirvo como me sirve Él. Dios quiere que yo sea su bendición para muchos. Quiere que mis gestos y palabras sean signos de su amor. Y cuando no sucede, le duelen mi ingratitud, mi desprecio, mi rabia. Y yo quiero restablecer en seguida ese lazo de amor. Quiero revivir de nuevo su mano bendiciendo mi vida. Para poder yo bendecir a tantos. Porque sé que si no bendigo puede que acabe maldiciendo. Sé que siempre ejerceré influencia en los que me rodean. «Todo hombre ejerce cierta influencia en las personas que Dios pone en su vida. Como cristiano, se espera de él que influya en ellas positivamente. También puede influir en ellas negativamente. Hoy influirá sobre ellas de una u otra manera. Al menos en pequeña medida, también él rozará sus vidas y Dios le hará responsable del bien o el mal que obre en ese roce»[6]. Mis manos rozarán la vida de los otros. Con ellas podré bendecir o maldecir. Con ellas podré hacer el bien o el mal. Podré abrir la puerta que abre el corazón de Dios. O cerrarla de golpe. Con mis palabras, con mis gestos, con mis manos. Con mi alegría o mi tristeza. Con mi acogida o mi desprecio. Quiero acoger la bendición de Dios para poder dar paz con mis palabras. Para poder acoger y sostener al que sufre. Para poder sanar a los heridos desde mi herida. Y poder mostrar esa imagen de Dios Padre misericordioso. Para poder amar como Jesús me ama. Quiero ser bendición en medio de un mundo donde falta el amor de Dios. Un mundo que no me bendice con la bendición de Dios. La bendición del éxito dura poco y no deja nada. Sólo vacío.
Tengo todo un año por delante para crecer, para ser más santo, para ser más de Dios. Y eso me llena de esperanza. Puedo lograr mucho más de lo que hoy sueño. Puedo cambiar mi vida. A veces me propongo adelgazar, hacer más deporte, dejar de fumar, llevar una vida más sana. Comienzo el año con buenos propósitos. A veces duran poco porque me desanimo en seguida y dejo de creer en el cambio. Dejo de pensar que es posible. Siempre puedo hacer mucho más de lo que hago. Puedo ser mejor persona, más humano, más misericordioso, más niño. Todo depende de mi actitud interior ante la vida, de mi fe. Sé que no tengo que hacerlo todo bien para ser fiel a Dios. Él no lo pretende. Pero quiero hacerlo todo con amor, con misericordia. Y dejar de lado esa mentalidad negativa que no me deja crecer. Travis Bradberry habla de una actitud tóxica ante la vida. Me hace daño pensar que «mi destino está escrito». Y explica: «Muchas personas sucumben a la idea irracional de que están destinadas a triunfar o a fracasar. Tu destino está en tus manos, y responsabilizar de tus éxitos o de tus errores a fuerzas que escapan a tu control es escurrir el bulto. En algunas ocasiones, la vida te dará malas cartas, pero, en otras, te dará ases. La disposición para darlo todo en cada mano es la que determina el triunfo o el fracaso». No estoy condenado al fracaso. Muchas veces mi actitud ante la vida condiciona lo que sucede. Lo que creo es lo que acabo creando con mis gestos. Si no creo en la victoria es difícil que pueda ganar, porque no creo en mí, ni en mis posibilidades. Si, por el contrario, creo con todo el corazón en la victoria, seguro que puedo llegar más lejos y puedo alcanzar la cima de la montaña. Puede ser, tal vez, que no triunfe al final. Pero seguro que llegaré más alto que si pienso que no puedo lograr lo que sueño. Me gusta esa mirada positiva al pensar en este año en blanco que se me regala. Es posible el cambio. Puedo crecer. Puedo mejorar. Dios me da un nuevo año. Un año bendecido. Él me bendice al comenzar el año para que no deje de luchar. Doce meses por delante de bendición. Doce meses por hacer, por escribir. Pueden cambiar mucho las cosas en doce meses. Puedo cambiar mi mentalidad para enfrentar la vida, mi forma de vivir. Puedo fracasar o triunfar. Y tal vez no es eso lo más importante. Lo que importa es mi lucha, mi esfuerzo, mi entrega. Un año nuevo son un sinfín de posibilidades que me da Dios para crecer, para amar más. Decía Viktor Frankl: «La transitoriedad de nuestra existencia en modo alguno la vuelve carente de sentido; por el contrario, espolea nuestra responsabilidad si comprendemos que las posibilidades son esencialmente transitorias. Es decir, de las múltiples posibilidades presentes en cada instante, es el hombre quien condena a algunas a no ser y rescata a otras para el ser»[7]. Tengo muchas posibilidades por delante. Son pasajeras. De mí depende que se hagan vida. Aprovecharlas o dejarlas pasar. Me gusta estrenar el año con actitud positiva. Puedo cambiar las cosas. Puedo ser mejor. Puedo elegir bien. De mí depende. Quiero sembrar semillas de eternidad que den fruto en otros corazones. Tal vez lejos de mí. Tal vez dentro de mucho. Siembro para la eternidad. Quiero hacer fecunda mi vida para otros. El fracaso es dejar pasar la vida sin hacer nada. El verdadero éxito de mi vida, fracase o triunfe en el intento, es darlo todo por amor.
Hoy la Iglesia se une en oración con María para rezar por la paz. El Papa Francisco me recuerda que lo que nos une a todas las religiones es ser hijos de Dios. El amor es la parte esencial del camino. Muchas veces lo olvido en esa lucha enfermiza por acentuar siempre lo que me separa y distingue de los demás. Me quedo en la diferencia. ¿Es posible unirme con otros que piensan de forma diferente? ¿Es posible construir un mundo más unido desde el amor, desde el perdón, desde la misericordia? Sin duda es posible. Puedo hacerlo posible. Puedo ser un pacificador que no pretende imponer supunto de vista. Puedo lograrlo cuando no quiero imponer mis ideas, ni exigirle a los demás que vean la vida como yo. Decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «No vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no queremos destruir. No queremos vencer el odio con más odio, vencer la violencia con más violencia, vencer el terror con más terror. Y nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se llama comunión, se llama familia. Celebremos el venir de culturas diferentes y nos unimos para rezar. Que nuestra mejor palabra sea unirnos en oración. Puede que os juzguen como unos soñadores, porque creéis en una nueva humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y resentimiento». Dios espera que yo construya la paz con mis manos. María lo hace posible en mí. Quiere que pacifique, que una, que cuide y respete al que es diferente. Quiere que siembre amor en lugar de odio. Pero a veces me falta la paz. Quiero la paz de Jesús ante la cruz. Ese abandono. Esa confianza. Miro a María al comenzar el año. Necesito su paz: «Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Miro a María que me mira meditándolo todo en su corazón. María lo guarda todo como lo más valioso. Guarda su vida. Las palabras oídas. Los gestos de amor. Lo guarda todo en su alma, en lo más hondo. Guarda palabras. Guarda sus sentimientos. Guarda a cada uno de los pastores que llegan. Guarda al ángel, a Jesús en sus brazos. Busca en ellos la mano misericordiosa de Dios. Me conmueve ver a María meditándolo todo en su corazón. La miro a Ella en Belén. Abrazada a su hijo. La miro. Quiero ser como Ella. Asemejarme a Ella. Me dice el P. Kentenich: «Quien medite sobre Ella sentirá que dentro de sí se enciende el anhelo de totalidad, de plenitud, de naturaleza intacta, de superación de todas las cosas enfermas de nuestra pobre y débil naturaleza»[8]. Mirar a María me eleva por encima de mis límites, me hace soñar. Comienzo el año con Ella, soñando, meditándolo todo en mi corazón. Quiero ser más suyo. Más de Dios. Más niño, más puro. Debía ser algo muy propio de María guardar, acoger. Lo que se guarda en el corazón dura para siempre. Nunca muere. Y además, en momentos de cruz y oscuridad puedo sostenerme sobre lo que guardé. En la oscuridad busco la luz guardada en el pozo del alma. Esos momentos en los que viví la alegría. María guarda lo mío. Mis palabras. Mi historia. Es testigo de mi llegada al portal, de mi asombro. Ella acoge lo mío como lo más valioso. Ella guarda dentro de su corazón mi vida pobre. No tengo mucho que darle. Más bien nada. Ella se alegra. Tiene ese don. Ante Ella todos somos importantes. Pienso en las veces en las que me he sentido guardado por Ella. Pienso en este año. A veces vivo las cosas muy rápido y no me detengo a meditarlas. Quiero guardar todo muy dentro. En lo hondo de mi pozo. No quiero quedarme en la superficie de lo que va pasando. No quiero pasar de una cosa importante a otra cosa también importante. De un sentimiento a otro. ¿Qué palabras guardo de este año? Si tuviera que pensar tres o cinco palabras. ¿Cuáles son mis palabras del año pasado? ¿Qué sentimientos guardo? ¿Qué luces guardo? ¿Qué momentos se han guardado para siempre en mi alma como un tesoro? Quiero ahora volver a ellos. Meditarlos. Dar gracias. Muchas cosas pasan, otras se quedan dentro. Forman parte de mi camino al cielo. De mi historia sagrada. Miro a María y le entrego lo que he vivido este año. Mis mejores imágenes. Mis más valiosos recuerdos. Es un pozo lleno de luz, y algunas sombras. De encuentros y abrazos. De ternura y silencios. De Dios caminando a mi lado. Llenándome de luz. Miro conmovido a María. Ella se fija en mi vida, en mis días pasados. Los abraza todos. Los sostiene. Los buenos y los malos. Mis logros y mis fracasos. Mis méritos y mis pecados. Todo lo abraza con alegría. Todo es valioso para Ella porque es mío, porque está en mí, porque soy yo mismo.
A veces le pido a Dios señales especiales. Le pido que me hable claro antes de tomar decisiones. Que me diga con palabras y gestos hacia dónde caminar. No me gustan los enigmas, las adivinanzas. Le pido señales evidentes para no confundirme. Tal vez lo quiero todo claro, diáfano. Porque no quiero errar el camino y tener que regresar y volver a empezar. O no estar en el lugar correcto, en el momento oportuno. No quiero perder nada de lo que puedo elegir: «Elegir supone renunciar a aquello que no se elige. La mayoría de las personas que no pueden decidirse vacilan, puesto que no desean renunciar a ninguna de las alternativas. Las decisiones generan sentimientos de pérdida y vacío. En cada elección aprendemos a vaciarnos»[2]. Por eso temo tomar la decisión equivocada. Temo perder lo que puedo elegir. No lo sé. No me gusta confundirme y le pido a Dios señales claras. Pienso en las señales de José para caminar con María. La voz de un ángel en sueños. Y tantos silencios llenos de oscuridad. Y algunas luces. Pienso en las señales de María. En la anunciación. En el encuentro con Isabel. En los pastores y los reyes detenidos en el establo. Señales confusas en medio de tantos silencios. ¿Cómo celebrarían María y José las otras navidades? Cuando Jesús iba creciendo sin grandes señales. En la oscuridad de Egipto. En la cotidianeidad de Nazaret. No había señales claras. Me cuesta pensar en la paz de sus almas caminando de la mano de Dios. Meditándolo todo en su corazón. Sin certezas absolutas. Y yo le exijo a Dios grandes señales. Quiero evidencias. Como si tuviera más derechos que José y María. Por eso me gustaría hacer mías las palabras de una persona que rezaba: «Naces de nuevo en Navidad. Llegas a mí. Llevo todo el mes mirando la estrella. Como un niño enamorado de la luna. La sigo por los caminos. Como quien busca señales especiales. Gracias por venir a verme sin hacer ruido. Gracias por quedarte despacio dormido entre mis manos. No quiero más señales. Más signos. No quiero más estrellas fugaces que atraviesen el cielo marcando un punto, una dirección, un lugar. No quiero nada especial para poder seguirte. Sólo mirarte hoy. Callado. Con el alma atenta, abierta, en paz». Sí. Quiero seguir a Jesús por los caminos sin grandes evidencias. Sin tenerlo todo claro. Jesús pasó haciendo el bien. Pero muchos no vieron en sus obras una señal del amor de Dios. «Dios está llegando, y los más desgraciados pueden experimentar ya su amor compasivo. Estas curaciones sorprendentes son signo humilde, pero real, de un mundo nuevo: el mundo que Dios quiere para todos»[3]. Nacía un mundo nuevo de sus manos. Ese mundo comenzó esa noche de Navidad. En el silencio. Sin la admiración del mundo. Sin señales evidentes. Y siguió en la vida de Jesús sin que tampoco los que estaban cerca supieran reconocerlo. Decía el P. Kentenich hablando de la providencia de Dios: «¿No ha guiado acaso la mano de Dios todo de tal manera que redundó en lo mejor para mí? ¿Sienten ustedes todo lo que se esconde en la entrega alegre a esta Providencia infinitamente bondadosa? Detrás de la Providencia divina se esconde, en la medida en que nos entregamos a ella, una fuente de alegría que mana en forma constante. Ya no hay nada que pueda hacernos temblar, que haga estremecerse a la naturaleza entera, si el fondo del alma está siempre cobijado en el hogar primordial, en el agrado de Dios, en el cuidado y la Providencia divinos»[4]. Las señales dejan de ser entonces tan importantes. Confío en el amor de Dios que va conmigo. No me deja. Dios no me suelta de su mano. Podré confundirme y hacer las cosas mal. Elegiré renunciando. Perderé. Ganaré. Me vaciaré. Tendré que volver a empezar de nuevo. Una nueva ruta. Podré errar en la interpretación de las señales. Todo eso es posible. Pero lo que no puedo perder nunca es la confianza plena en el amor de Dios. Él me quiere con locura. Ama mi vida como es. Sin pensar en todo lo que podría llegar a ser. Me abraza como soy ahora y se conmueve. Me gusta aprender a interpretar sus pequeños regalos diarios. Buscar a cada rato lo que creo que quiere que haga. Y alegrarme de estar donde estoy sin pensar que sería mejor que estuviera en otra parte. Es verdad que eso exige una madurez que a veces me falta. Mi mente errante viaja del presente al futuro con facilidad. Pensando en cómo será lo que viene. En cómo hubiera sido con otras elecciones. Busco señales. Exijo señales. No quiero probar a Dios. Sólo quiero que me muestra con signos sencillos que me ama. Que me lo demuestre para que no me olvide en medio de las cruces o la sequedad del camino. Es lo único que le pido. No grandes señales que marquen una ruta clara. Sí pequeños signos de su amor que me recuerdan su predilección por mí. Esa que tantas veces olvido. Y quiero luz para interpretar esos signos. Sin interpretar más allá de la cuenta.
Esa es la señal sencilla que tienen que buscar los pastores. Un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre: «En aquel tiempo, los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel niño. Los pastores se volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo como les habían dicho». Fueron y vieron. Dejaron sus rebaños. Se vaciaron. Se pusieron en camino. Como yo hoy. Voy y veo. Me han hablado de Él, como a los pastores. He buscado. Quizás ellos llevaban tiempo sin tocar a Dios. No lo sé. Cada uno de esos pastores tenía una historia detrás de luces y sombras, de caricias y dolor. Como todos. Llegaron todos. Quizás dudaron o tuvieron miedo. Tal vez se animaron entre ellos. Pienso que siempre es más lo que Dios me da que la que me promete. Siempre es más lo que me encuentro que lo que espero. Como los pastores. Ellos llegan a Belén. A esa cueva. Tocan a Dios. Pienso en la luz de esa cueva, quizás con fuego, cuando fuera todo era oscuro, en plena noche. María sería capaz de hacer hogar de ese lugar lúgubre. Llegan. Jesús no está solo. Dios se hace niño en una familia. María y José. Brilla una luz en esta noche santa. Están los tres. El niño es abrazado, cuidado, protegido. Por su padre y su madre. Dios necesitado de comida, de ternura, de abrazos, de calor. Se encuentran esos pastores a Dios en una familia. Al niño en brazos de su padre, de su madre. ¡Qué normal es Dios! ¡Qué cotidiano! Y a veces lo busco en sitios tan raros. Llega en una familia. Se pone en manos de una mujer y de un hombre, inexpertos, con el corazón lleno de anhelos y de amor, con un alma dócil. La señal que dijeron los ángeles es que se encontrarían a un niño. Esa es la señal del amor de Dios que es más grande cuando se hace pequeño e indefenso. Es el poder de Dios que vive indefenso. Pero no está solo. María y José lo guardan. Guardan el tesoro escondido hasta que llegan los pastores. Y los acogen a ellos y les dan calor. Les enseñarían a Jesús con inmensa ternura y alegría. María sería madre para cada uno de esos pastores. Me veo a mí mismo entre ellos. Asombrado. Algo oculto por la timidez. Los ojos de María me miran. Siempre hace eso conmigo. Me hace sentir en casa. Me dice que me espera. ¡Qué alegría para los pastores poder ser acogidos por José y María! Esa es la señal. El amor tan humano. En él descansan. Belén se hace hogar para ellos. Les cuentan a María y José lo que les han dicho los ángeles. José y María se alegrarían tanto. Ya no son sólo ellos. Ya no hay secretos. Dios ha nacido para todos. Y los primeros son los más sencillos. No los sabios, ni los ricos. Ese día la cueva de Belén estaría llena de voces y risas. Hablan atropelladamente. Como cuando éramos niños y llegábamos a casa a contarle a nuestra madre algo bonito que nos había pasado. María lo acoge todo con ternura. Me escucha. Me mira. Me muestra a Jesús. Me gustaría cogerlo en brazos. Ella me deja. Siempre deja paso a Jesús. Los pastores fueron sin saber lo que se iban a encontrar. Llegan y se sienten en casa. Con una madre. Con un padre. Con un niño que sólo puede recibir. Se calientan. Pienso en esa noche llena de relatos. Cada uno contaría. Llena de alabanzas. De alegría. De historias en torno al fuego, mientras Jesús duerme. Me rompe esquemas este Dios pequeño que cabe en mis brazos. Vulnerable. Dios niño que no sabe hablar, pero guarda en su corazón para mí toda la vida que necesito, toda la luz que necesito. Ante Él se rompe mi pobre sabiduría humana. Se rompen mis miedos. Él eligió lo más pequeño. Lo más sencillo. La sagrada familia hoy recibe visita. Son por primera vez anfitriones. Pueden acoger. Escuchar a los que nadie escucha. Dios en la tierra. Dios nace en la noche. Es un niño y es pobre. Ese es el amor de Dios que se hace impotente ante el mundo. Necesitado. Y saca de mi corazón la ternura escondida que llevo dentro. Se hace verdad la promesa de los ángeles: «Encontraréis». Encontraron a un niño. Encontraron a Dios. Dios sale al encuentro del hombre. El encuentro con Él caminando a mi lado es el sentido más profundo de mi vida. Esa es su promesa. Que irá conmigo. Los ángeles les dicen a los pastores que vayan, que se encuentren con Él, que lo toquen, que lo acojan. Dios me pide que me mueva, que salga de mí. Y me encuentre con Él en lo humano. Porque Él es más humano que yo tantas veces. A veces me quedo mirando al cielo y Dios está mi lado. Dios sale a mi encuentro cada día. Dios se encarnó para que pueda encontrarlo. Para que su encuentro me dé fuerzas y le dé sentido a mi vida. El misterio de Navidad no es que Dios existe. Tampoco sólo que se hace hombre. El misterio profundo que anuncian los ángeles es que es Dios-conmigo. La señal del amor de Dios es que puedo correr a encontrarme con Él. Eso me conmueve. Necesito su encuentro. Sentir su abrazo. Ver su rostro. Caminar a su lado por los caminos. Que me enseñe con sus manos a consolar y sostener. A cuidar y curar. A acariciar. Necesito su abrazo cada día. Tocarlo en mi vida cotidiana y a veces gris. Dios sale a mi encuentro. Esa es la buena nueva. Dios hace el camino más largo. Y lo hace primero. Llega a la tierra. Se despoja de todo para tocar mi tierra. Yo también tengo que correr a encontrarme con Él. Como los pastores. Se decían unos a otros: «Vamos». Se animaron, fueron juntos. Mirando este año pasado, pienso en los momentos en que me he encontrado con Jesús en mi día. Le doy gracias. Miro hacia atrás. ¡Cuántas fotos en este año en las que aparece Dios oculto, encarnado! ¡Cuántos momentos alegres y también difíciles! ¿Dónde lo he encontrado a Él? ¿Cuáles han sido mis momentos de encuentro con Dios? San Bernardo decía que no sirve de nada seguir a Jesús si no lo alcanzo. ¿Me ha alcanzado Dios este año? ¿En qué momentos, en qué personas me he encontrado con Él en medio de mi vida? El amor de Dios sale cada día a mi encuentro y me espera.
Me gusta la bendición de Dios al comenzar el año: «El Señor te bendiga y te proteja, ilumine su rostro sobre ti y te conceda su favor. El Señor se fije en ti y te conceda la paz. Así invocarán mi nombre sobre los israelitas, y Yo los bendeciré». Bendecir es hablar bien de alguien. Es decir algo bello y hacer presente a Dios con palabras en su vida. Decir que Dios me bendice es decir que habla bien de mí. Pronuncia mi nombre con fuerza. Dice en alto cuánto valgo. María y José dicen el nombre de su hijo: Jesús. Lo llaman por su nombre. Lo bendicen. Es lo que hace Dios conmigo. Y me recuerda que soy hijo de rey. Y que me quiere por encima de mis obras. Me quiere en mi debilidad, en mi miseria. Y me lo grita al oído para que no me olvide. Lo dice en lo hondo de mi alma como en un susurro. Para que lo oiga. Aunque muchas veces no lo oigo. Y sigo mendigando cariño por tantas partes. Porque me olvido de su amor y no noto su mano sosteniéndome. Porque no oigo su voz bendiciéndome y oigo más las voces de desprecio y exigencia de los hombres. Quiero volver a oír su voz bendiciéndome en el alma. Recordándome cuánto valgo. Haciéndome sentir como su hijo elegido, predilecto, ese hijo amado al que espera cada mañana en la puerta, con el corazón anhelante. No me quiero olvidar de su bendición. Me desea el bien, quiere mi bien. No busca mi sufrimiento. No pretende que aprenda a base de pruebas duras. No se recrea en mi dolor y en mis lágrimas. No. Dios me bendice y quiere mi bien. Quiere que dé fruto, que florezca, que crezca y me alce en medio de las sombras. Quiere mi luz, no mi noche. Quiere mi risa, no mi llanto. Le alegran mis alegrías y se conmueve con mis torpezas y olvidos. Le duele mi dolor, mi amargura, mi tristeza. Porque no es eso lo que ha soñado para mí. Y yo me olvido del sueño que hay en su alma. Olvido su bendición, su deseo de paz para mi vida. Olvido su mano sosteniendo mi cansancio. Olvido su sonrisa al salir y al volver a casa. Y me hago una imagen de Dios distinta en el alma. Una imagen de un Dios juez al que sólo le contentan mis éxitos y logros. Un Dios que sólo está feliz cuando cumplo mis deberes de forma perfecta. Y no fallo. Y no caigo. Es verdad que le apenan mis esclavitudes. Como el amado que experimenta la falta de amor. Decía el P. Kentenich: «Cuando dos personas se aman realmente, sufren mucho las ocasionales heridas que puedan infligirse. Pensemos en la delicada relación de dos novios; o bien, en esa persona por la cual sentimos un amor muy grande. Sólo el pensamiento de que quizás la hayamos hecho sufrir nos duele tanto, que nos impulsa a restablecer enseguida el hermoso lazo que nos unía. Algo así sucede en nuestra relación con Dios»[5]. Dios se aflige cuando yo no amo al hombre en su verdad. Cuando mi vida no está llena de amor. Y por eso quiero acércame a Él en seguida después de haberme alejado. Porque no lo veo como juez, sino como ese padre que me ama con locura y me espera siempre. Desea abrazarme, encontrarme. Dios quiere mi bien. Quiere que yo haga el bien. Y no lo hago cuando mis palabras no son bendiciones sobre los que me rodean. Cuando mi amargura engendra ira y odio. Cuando mis palabras crean heridas profundas en los que amo. Cuando no acojo como me acoge Él. Cuando no sirvo como me sirve Él. Dios quiere que yo sea su bendición para muchos. Quiere que mis gestos y palabras sean signos de su amor. Y cuando no sucede, le duelen mi ingratitud, mi desprecio, mi rabia. Y yo quiero restablecer en seguida ese lazo de amor. Quiero revivir de nuevo su mano bendiciendo mi vida. Para poder yo bendecir a tantos. Porque sé que si no bendigo puede que acabe maldiciendo. Sé que siempre ejerceré influencia en los que me rodean. «Todo hombre ejerce cierta influencia en las personas que Dios pone en su vida. Como cristiano, se espera de él que influya en ellas positivamente. También puede influir en ellas negativamente. Hoy influirá sobre ellas de una u otra manera. Al menos en pequeña medida, también él rozará sus vidas y Dios le hará responsable del bien o el mal que obre en ese roce»[6]. Mis manos rozarán la vida de los otros. Con ellas podré bendecir o maldecir. Con ellas podré hacer el bien o el mal. Podré abrir la puerta que abre el corazón de Dios. O cerrarla de golpe. Con mis palabras, con mis gestos, con mis manos. Con mi alegría o mi tristeza. Con mi acogida o mi desprecio. Quiero acoger la bendición de Dios para poder dar paz con mis palabras. Para poder acoger y sostener al que sufre. Para poder sanar a los heridos desde mi herida. Y poder mostrar esa imagen de Dios Padre misericordioso. Para poder amar como Jesús me ama. Quiero ser bendición en medio de un mundo donde falta el amor de Dios. Un mundo que no me bendice con la bendición de Dios. La bendición del éxito dura poco y no deja nada. Sólo vacío.
Tengo todo un año por delante para crecer, para ser más santo, para ser más de Dios. Y eso me llena de esperanza. Puedo lograr mucho más de lo que hoy sueño. Puedo cambiar mi vida. A veces me propongo adelgazar, hacer más deporte, dejar de fumar, llevar una vida más sana. Comienzo el año con buenos propósitos. A veces duran poco porque me desanimo en seguida y dejo de creer en el cambio. Dejo de pensar que es posible. Siempre puedo hacer mucho más de lo que hago. Puedo ser mejor persona, más humano, más misericordioso, más niño. Todo depende de mi actitud interior ante la vida, de mi fe. Sé que no tengo que hacerlo todo bien para ser fiel a Dios. Él no lo pretende. Pero quiero hacerlo todo con amor, con misericordia. Y dejar de lado esa mentalidad negativa que no me deja crecer. Travis Bradberry habla de una actitud tóxica ante la vida. Me hace daño pensar que «mi destino está escrito». Y explica: «Muchas personas sucumben a la idea irracional de que están destinadas a triunfar o a fracasar. Tu destino está en tus manos, y responsabilizar de tus éxitos o de tus errores a fuerzas que escapan a tu control es escurrir el bulto. En algunas ocasiones, la vida te dará malas cartas, pero, en otras, te dará ases. La disposición para darlo todo en cada mano es la que determina el triunfo o el fracaso». No estoy condenado al fracaso. Muchas veces mi actitud ante la vida condiciona lo que sucede. Lo que creo es lo que acabo creando con mis gestos. Si no creo en la victoria es difícil que pueda ganar, porque no creo en mí, ni en mis posibilidades. Si, por el contrario, creo con todo el corazón en la victoria, seguro que puedo llegar más lejos y puedo alcanzar la cima de la montaña. Puede ser, tal vez, que no triunfe al final. Pero seguro que llegaré más alto que si pienso que no puedo lograr lo que sueño. Me gusta esa mirada positiva al pensar en este año en blanco que se me regala. Es posible el cambio. Puedo crecer. Puedo mejorar. Dios me da un nuevo año. Un año bendecido. Él me bendice al comenzar el año para que no deje de luchar. Doce meses por delante de bendición. Doce meses por hacer, por escribir. Pueden cambiar mucho las cosas en doce meses. Puedo cambiar mi mentalidad para enfrentar la vida, mi forma de vivir. Puedo fracasar o triunfar. Y tal vez no es eso lo más importante. Lo que importa es mi lucha, mi esfuerzo, mi entrega. Un año nuevo son un sinfín de posibilidades que me da Dios para crecer, para amar más. Decía Viktor Frankl: «La transitoriedad de nuestra existencia en modo alguno la vuelve carente de sentido; por el contrario, espolea nuestra responsabilidad si comprendemos que las posibilidades son esencialmente transitorias. Es decir, de las múltiples posibilidades presentes en cada instante, es el hombre quien condena a algunas a no ser y rescata a otras para el ser»[7]. Tengo muchas posibilidades por delante. Son pasajeras. De mí depende que se hagan vida. Aprovecharlas o dejarlas pasar. Me gusta estrenar el año con actitud positiva. Puedo cambiar las cosas. Puedo ser mejor. Puedo elegir bien. De mí depende. Quiero sembrar semillas de eternidad que den fruto en otros corazones. Tal vez lejos de mí. Tal vez dentro de mucho. Siembro para la eternidad. Quiero hacer fecunda mi vida para otros. El fracaso es dejar pasar la vida sin hacer nada. El verdadero éxito de mi vida, fracase o triunfe en el intento, es darlo todo por amor.
Hoy la Iglesia se une en oración con María para rezar por la paz. El Papa Francisco me recuerda que lo que nos une a todas las religiones es ser hijos de Dios. El amor es la parte esencial del camino. Muchas veces lo olvido en esa lucha enfermiza por acentuar siempre lo que me separa y distingue de los demás. Me quedo en la diferencia. ¿Es posible unirme con otros que piensan de forma diferente? ¿Es posible construir un mundo más unido desde el amor, desde el perdón, desde la misericordia? Sin duda es posible. Puedo hacerlo posible. Puedo ser un pacificador que no pretende imponer supunto de vista. Puedo lograrlo cuando no quiero imponer mis ideas, ni exigirle a los demás que vean la vida como yo. Decía el Papa Francisco a los jóvenes en Cracovia: «No vamos a gritar ahora contra nadie, no vamos a pelear, no queremos destruir. No queremos vencer el odio con más odio, vencer la violencia con más violencia, vencer el terror con más terror. Y nuestra respuesta a este mundo en guerra tiene un nombre: se llama fraternidad, se llama hermandad, se llama comunión, se llama familia. Celebremos el venir de culturas diferentes y nos unimos para rezar. Que nuestra mejor palabra sea unirnos en oración. Puede que os juzguen como unos soñadores, porque creéis en una nueva humanidad, que no acepta el odio entre los pueblos, ni ve las fronteras de los países como una barrera y custodia las propias tradiciones sin egoísmo y resentimiento». Dios espera que yo construya la paz con mis manos. María lo hace posible en mí. Quiere que pacifique, que una, que cuide y respete al que es diferente. Quiere que siembre amor en lugar de odio. Pero a veces me falta la paz. Quiero la paz de Jesús ante la cruz. Ese abandono. Esa confianza. Miro a María al comenzar el año. Necesito su paz: «Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Miro a María que me mira meditándolo todo en su corazón. María lo guarda todo como lo más valioso. Guarda su vida. Las palabras oídas. Los gestos de amor. Lo guarda todo en su alma, en lo más hondo. Guarda palabras. Guarda sus sentimientos. Guarda a cada uno de los pastores que llegan. Guarda al ángel, a Jesús en sus brazos. Busca en ellos la mano misericordiosa de Dios. Me conmueve ver a María meditándolo todo en su corazón. La miro a Ella en Belén. Abrazada a su hijo. La miro. Quiero ser como Ella. Asemejarme a Ella. Me dice el P. Kentenich: «Quien medite sobre Ella sentirá que dentro de sí se enciende el anhelo de totalidad, de plenitud, de naturaleza intacta, de superación de todas las cosas enfermas de nuestra pobre y débil naturaleza»[8]. Mirar a María me eleva por encima de mis límites, me hace soñar. Comienzo el año con Ella, soñando, meditándolo todo en mi corazón. Quiero ser más suyo. Más de Dios. Más niño, más puro. Debía ser algo muy propio de María guardar, acoger. Lo que se guarda en el corazón dura para siempre. Nunca muere. Y además, en momentos de cruz y oscuridad puedo sostenerme sobre lo que guardé. En la oscuridad busco la luz guardada en el pozo del alma. Esos momentos en los que viví la alegría. María guarda lo mío. Mis palabras. Mi historia. Es testigo de mi llegada al portal, de mi asombro. Ella acoge lo mío como lo más valioso. Ella guarda dentro de su corazón mi vida pobre. No tengo mucho que darle. Más bien nada. Ella se alegra. Tiene ese don. Ante Ella todos somos importantes. Pienso en las veces en las que me he sentido guardado por Ella. Pienso en este año. A veces vivo las cosas muy rápido y no me detengo a meditarlas. Quiero guardar todo muy dentro. En lo hondo de mi pozo. No quiero quedarme en la superficie de lo que va pasando. No quiero pasar de una cosa importante a otra cosa también importante. De un sentimiento a otro. ¿Qué palabras guardo de este año? Si tuviera que pensar tres o cinco palabras. ¿Cuáles son mis palabras del año pasado? ¿Qué sentimientos guardo? ¿Qué luces guardo? ¿Qué momentos se han guardado para siempre en mi alma como un tesoro? Quiero ahora volver a ellos. Meditarlos. Dar gracias. Muchas cosas pasan, otras se quedan dentro. Forman parte de mi camino al cielo. De mi historia sagrada. Miro a María y le entrego lo que he vivido este año. Mis mejores imágenes. Mis más valiosos recuerdos. Es un pozo lleno de luz, y algunas sombras. De encuentros y abrazos. De ternura y silencios. De Dios caminando a mi lado. Llenándome de luz. Miro conmovido a María. Ella se fija en mi vida, en mis días pasados. Los abraza todos. Los sostiene. Los buenos y los malos. Mis logros y mis fracasos. Mis méritos y mis pecados. Todo lo abraza con alegría. Todo es valioso para Ella porque es mío, porque está en mí, porque soy yo mismo.
[1] Francisco Jalics, El camino de la contemplación
[2] Francisco Jalics, El camino de la contemplación
[3] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[4] J. Kentenich, Las fuentes de la alegría sacerdotal
[5] J. Kentenich, Envía tu Espíritu
[6] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[7] Viktor Frankl, El hombre en busca de sentido
[8] J. Kentenich, Kentenich Reader III