Cuando tenía 14 años fui becario del andamio, peón de albañil, un par de semanas de agosto. Lo pasé fatal. Durante 10 horas al día andaba entre ladrillos, cemento, yeso y tejas. Además, recogía escombros y limpiaba palustres. Como mi cuerpo no era serrano ni mi mente maravillosa, el esfuerzo me fatigaba y la idea de andar entre vigas mientras mis amigos disfrutaban del agua me torturaba. Tanto que hasta sentía cierta envidia de un perro que dormitaba a la sombra mientras yo me deslomaba, de un gato que sesteaba debajo de un Seat 124 y de una cría de vencejo que hacía salto base. A pesar de eso, no creo que mi envidia fuera un reflejo darwiniano.
Darwin es el Freud del mono. Lo detractores del catolicismo lo sacan a pasear para ningunear a Dios al interpretar torticeramente el sueño de la razón. En un programa de radio un afamado naturalista explica que el hombre no es más es un animal cuyo único objetivo es interpretar el cosmos. La evolución, pues, desemboca en la física. Según esta teoría el hombre mira a las estrellas, no para emocionarse, sino para explicarse, de modo que el amor, el pelo revuelto y la taquicardia son pequeñeces en comparación con el agujero negro, el año luz y las ondas gravitacionales.
Ningún hombre sensato, empero, pide matrimonio a una estrella fugaz. Tal vez porque la relaciona con el divorcio exprés o tal vez porque, a diferencia del naturalista, entiende que es razonable emocionarse cuando mira al cielo. Contra este modelo de hombre combate el naturalista radiofónico, que propone al oyente inadvertido, para que le entienda, un esfuerzo de imaginación, lo que resulta comprensible, puesto que la imaginación, al ser la anarquía del pensamiento, no requiere base científica. A pesar de eso, hay gente que comulga con su barbaridad. Gente dispuesta a lapidar a quien opine lo contrario. No seré yo el que me ponga enfrente de ella. Y no por miedo. Si nunca discuto con un burro es porque rebuzna mejor que yo.