Frente al tosco modo de matar del fundamentalista islámico el espía ruso utiliza el refinamiento. No es lo mismo poner un coche bomba de segunda mano a la entrada de un templo que verter esencia de polonio en el té de un disidente para convertir su sistema digestivo en una franquicia de Chernóbyl. El polonio mata con la lentitud con la que devora una araña por lo que, llegado el caso, si la víctima puede elegir tal vez prefiera acabar destrozada por la onda expansiva que carcomida por la radiactividad.
Rusia no siempre es culpable, pero a menudo lo parece. Y las apariencias, diga lo que diga la sabiduría popular, no suelen ser mentirosas: casi nunca engañan. Si en la joyería en la que ha entrado El Torete con el pretexto de comprar un anillo de pedida se produce un robo tiene cierta lógica que el juez le llame a declarar el primero. Lo mismo pasa con Rusia. Si se produce una escalada bélica en cualquier lugar del mundo raro es que no esté, detrás o delante, entre bambalinas o en primera línea de fuego, el país que mejor prepara el vodka y la guerra fría.
En nada ayuda a su presunta inocencia el deseo de Putin de anexionarse Ucrania y su anuncio de reforzar la capacidad nuclear del país para burlar el escudo antimisiles de la OTAN. Por fortuna, Estados Unidos, en lugar de apocarse, acepta el envite y dobla la apuesta. Trump aclara que también solicitará más inversión para fisiones. Sigue así la estela de Reegan, cuya estrategia armamentística causó la ruina de la Unión Soviética, que al empeñarse en mantener el ritmo del californiano, acabó como esos corredores que a fuerza de hacer la goma se desfondan antes de la meta. Más le vale a Hungría que la historia se repita. Y a mí, que soy checoslovaco de corazón.