¿Pero qué es la cultura imperante, nuestra sociedad? Pues eso. No hay más realidad que la inmanente, el mundo está cerrado sobre sí mismo, no hay trascendencia y cada uno se va encerrando en su propio microcosmos en creciente individualismo. La sexualidad -por englobar a la persona entera tiene una gran potencia simbólica, en el sentido más fuerte de esta palabra- ha perdido de tal modo la trascendencia, que ya no es que no esté presente Dios, es que ya ni se ve al otro en tanto que alguien ni a uno mismo. Incluso cuando está presente alguien, las imágenes en películas y vallas publicitarias lo que trasmiten es una masturbación a dos.
El mundo clausurado en su inmanencia, es decir, secularizado, en un materialista arresto domiciliario, solamente cuenta con lo que tiene al alcance de la mano para darse la felicidad o, al menos, para anestesiarse y no sentir el ahogo del vacío de Dios que, en el fondo, siente. El placer es, a la par, sucedáneo de felicidad y analgésico. No todos tienen al alcance de la mano el placer del éxito o el poder, de la dominación o la posesión, pero todos tienen la posibilidad del idolatrado placer venéreo, aunque sea convirtiendo en cosa al otro o a uno mismo, aunque sea instrumentalizando.
Y, en esta situación, el hombre está solo, muy solo. Está sin el Tú divino, sin el divino diálogo. El hombre sin esa palabra totalmente otra, que lo habla como a alguien, está solo y los hombres, sin Padre y Creador común, cada vez más distanciados. Sin el gran Amor, el amor va quedando reducido a lo instintivo y los ojos cada vez más tristes e inexpresivos. Tras la máscara (prósopon, persona) va desapareciendo el rostro del quién que la llevaba más allá del qué. Como en los cuadros de Modigliani, sólo queda oscura oquedad ocular. La máscara sin alguien ya no es máscara, es solamente una cosa.
Y el dios Estado nos va dedicando a todos a la prostitución sagrada, aunque solamente sea vía impuestos. Qué trasgresor resulta mirar a alguien a los ojos, mirarle a él.