No me atrevería a discutir de política con Ramón Mercader, el asesino de Trotsky, en una ferretería, pero estoy dispuesto a debatir sobre la existencia de Dios con Stephen Hawking en Cabo Cañaveral. Tengo mis razones para una cosa y la otra: Mercader utilizó un piolet para darle el finiquito al revolucionario ruso y no me apetece que confunda mi cara con el Naranjo de Bulnes. Hawking utiliza la suficiencia para negar la huella de Dios en el origen del universo y me apetece preguntarle cómo explica la física la cena de Nochebuena, la misa del Gallo y el Nacimiento de Jesús, el Big Bang del catolicismo.
La física establece que fuerza es igual a peso por aceleración, de modo que es capaz de medir la magnitud del puñetazo que propinó a Rajoy el chico de Pontevedra, pero no los fundamentos de la agresión, de igual manera que la biología explica el alumbramiento de Cristo en un portal, pero no la felicidad de los pastores. La física, pues, mide la velocidad de la luz, pero se desentiende del problema de la pobreza energética. El católico, por el contrario, paga el recibo al que no puede costearse los plomos. Lo que evidencia que la física, sin el hombre, es el sistema domótico de una casa deshabitada.
Hawking, la domótica, ha ofrecido una conferencia en El Vaticano sobre el día uno del cosmos, en la que ha admitido que no tiene respuestas para todos los interrogantes porque la línea de salida se difumina cuando se acerca a ella desde 2016. Lo que no le impide considerar absurdo plantearse, dado que no puede utilizar el tiempo como referencia, qué había antes de la gran explosión. La paradoja de su conclusión es que percibe borroso el comienzo del universo, pero ve con claridad la antesala del comienzo. Su ceguera es comprensible. La duda de Hawking aclara que, desprovisto de fe, el hombre es un elefante sin sobrepeso que se encamina hacia un cementerio sin cruces.