Echemos un vistazo a la historia: Pelagio fue un monje británico que vivió a caballo entre los siglos IV y V. Escandalizado por el mal ejemplo de algunos cristianos, se dedicó a la mortificación y la ascesis. Hasta ahí las buenas intenciones, que fueron reconocidas incluso por el propio san Agustín. Sin embargo, Pelagio fue más allá, afirmando que la voluntad humana era suficiente para conseguir la virtud. Es decir, que la gracia de Dios estaba muy bien, pero había que ganársela: no era más que la guinda del pastel elaborado única y exclusivamente con los ingredientes de nuestro esfuerzo y sacrificio.
¿No les suena bastante actual esta historia? ¿No se repite demasiado desde algunos púlpitos las fórmulas «hay que» y «tenemos que»? ¡Pero si la gracia de Dios es gratuita! ¡Dios no nos la da a cambio de nuestras buenas obras! La iniciativa la lleva Él. ¿Hizo algún mérito san Pablo para merecer la gracia de la conversión?
Por eso se ve a muchos católicos desanimados, simplemente cumplidores, que llevan su fe a rastras como si fuera un pesado saco de piedras. Y la fe, si no libera, es una fe de muertos, no de vivos.
Álex Navajas