Quien practica la castidad no es aquel que no tiene relaciones sexuales, sino aquel que se encuentra interiormente mejor dispuesto para amar. En efecto, la castidad no se identifica con algo que uno hace, sino con algo que uno es. Se trata de una actitud —si se quiere— del corazón, que en la medida que es sostenida y renovada en el tiempo se hace hábito, y pasa a formar parte de quién soy. Esto hay que explicarlo.
Elegir el amor
Si uno no tiene el hábito del estudio, sentarse a estudiar se le hace difícil. Lo más fatigoso siempre es el inicio. Sin embargo, a medida que uno empieza y van pasando los días y las semanas, uno se va haciendo el hábito de estudiar. Que se me vaya haciendo el hábito implica que eso que hago lo puedo hacer cada vez mejor y con más facilidad, con más rapidez, y experimentando cierto gusto o placer. Lo interesante es que estas tres condiciones se empiezan a dar precisamente porque, de tanto repetir el acto, algo nuevo se ha generado en mi interior. Eso nuevo es el hábito, y es lo que hace que realizar el acto que le es propio —Ej. estudiar— se me haga más sencillo. Pero nótese que el hábito no es simplemente algo que hago, sino algo que forma parte de lo que soy. Soy estudioso, y por eso puedo estudiar con más facilidad.
Si el acto a partir del cual se forma el hábito del estudio es estudiar, el acto a partir del cual se forma el hábito de la castidad es elegir el amor. La castidad, antes que un "no", es un "sí". Ciertamente, practicar la castidad implica decirle "no" a muchas cosas, pero el decir "no" a todas esas cosas es consecuencia de un "sí" más grande. Y así, como quiero amar, hay cosas que no puedo hacer. Pero esa negativa no es producto de una prohibición externa, sino que brota de las exigencias mismas del amor.
La castidad implica elegir el amor. Igual que ocurre con el estudio, al repetir la elección del amor se va generando en mí una disposición estable que pasa a formar parte de lo que soy: soy casta, soy casto. Pero nótese que elegir el amor es mucho más amplio que no tener relaciones sexuales. Implica una manera de mirar, una manera de hablar, una manera de tocar; en suma, una manera de relacionarme y de tratar a la otra persona.
Una actitud totalizante
Elegir el amor supone buscar siempre el bien de la otra persona. Para quien es casto, la otra persona es siempre un sujeto de amor. Lo contrario, en cambio, supone buscar mi bien a costa de la otra persona, de modo tal que esa persona se convierta para mí en una cosa, en un objeto —por ejemplo— de placer. Ambas —amar y usar— son actitudes irreconciliables, y dan origen a hábitos contrarios que no pueden coexistir: o soy alguien que ama o soy alguien que usa.
La castidad es una actitud totalizante. En efecto, no puedo mirar pornografía o andar volteando a ver mujeres por la calle y luego pretender que a mi esposa, a mi novia o a mis amigas las voy a mirar con ojos de amor. Tampoco puedo salir de noche a bailar y tratar a mis parejas ocasionales como objetos pretendiendo que cuando aparezca esa persona con la que realmente quiera estar la voy a tratar diferente. Quiera o no, se va generando un hábito que me corrompe interiormente, y que hace difícil una búsqueda auténtica del bien de la otra persona. Me alejo interiormente del amor.
Si alguien me obliga a sentarme a estudiar todos los días durante un año, si nunca lo hice libremente, apenas desaparezca la obligación dejo de hacerlo. Esto porque me acostumbré a sentarme a estudiar, pero no se me generó el hábito. En efecto, para que surja el hábito tengo que querer hacer eso que hago. Y por eso para que se dé en mí la castidad tengo que estar convencido de que buscar el bien de la otra persona —amar— es bueno para mí y realmente lo quiero. Tengo que querer ser esa persona que ama y no que usa. Tengo que querer ser un buen amante en el sentido más auténtico del término. Tengo que querer ser aquél que interiormente se encuentra mejor dispuesto para amar. Sólo así se da realmente en uno la castidad.
Este artículo fue publicado originalmente en AmaFuerte.com.