Hay dos profesiones que, sin hacer menos a las otras, son más delicadas en su ejercicio por estar directamente relacionadas con las cosas que tienen mayor significado en la vida de las personas: la salud (médicos) y la libertad (abogados). En los dos gremios, es frecuente escuchar un reproche como el que sigue: “si sale bien es gracias a Dios, nunca a uno, pero si resulta mal, es culpa nuestra”. ¿Qué podemos decir, al respecto, los que creemos en Jesús? Sin duda, nos toca pronunciarnos; especialmente, si además somos médicos o abogados. Para empezar, hay que aclarar que Dios, como causa de todo lo que existe, dio independencia a las personas y a las cosas para funcionar. En otras palabras, el universo cuenta con un diseño automático, de manera que no podemos atribuirle a su voluntad fenómenos naturales como un tornado o terremoto. Concepción Cabrera de Armida (18621937), laica y mística mexicana, en una ocasión, haciendo su oración, le preguntó a Dios, al estilo de Job, ¿por qué había permitido que su hija enfermara de apendicitis en un viaje que estaban haciendo pudiendo evitarlo o, cuando menos, esperar a que estuvieran de regreso en la Ciudad de México? Y Jesús, desde ese diálogo que solamente los místicos alcanzan a vislumbrar, le dijo que él prefería seguir el orden natural de las cosas. Entonces, ¿acaso somos seguidores del deísmo (Dios existe, pero no interviene)? No, para nada, pues además sería una herejía. Dios por supuesto que interviene. Lo hizo en su propio hijo cuando se encarnó en María y comenzó a participar en la historia de la humanidad, perteneciendo a una familia y cultura concreta, pero él lo hace, por decirlo de alguna manera, en el último momento que podría marcar la diferencia entre impulsar o bloquear su plan, porque ha pensado en nosotros y busca lo mejor. Es decir, interviene pero sin salirse del plano natural, de la realidad, porque de otra forma se confundiría fácilmente con la magia o pseudo espiritualidades.
Con todo, no hemos aclarado aún el reproche de varios médicos y abogados: “si sale bien es gracias a Dios, nunca a uno, pero si resulta mal, es culpa nuestra”. Para poner en orden el asunto, hay que considerar tres enfoques que, en suma, nos ayudan a entender: naturaleza, responsabilidad y acción de Dios. El primero, habla de un diseño en funcionamiento que bien puede ser el sistema solar o nuestro cuerpo. Está activado, trabajando, pero en un estado de libertad, de relación. Algo así como un caos que guarda cierto orden, aunque desde el punto de vista lingüístico, suene contradictorio. La naturaleza puede tener algún accidente y no es imputable a Dios, pues él sentó las bases para que aquello se moviera y evolucionara por sí solo. Cuando es algo externo, a favor o en contra, no es responsabilidad del profesionista. Por ejemplo, en el caso de un abogado, la destrucción de una prueba por caso fortuito (incendio no provocado, inundación, etc.). ¿Fue Dios? Tampoco. Se dio en ese plano natural de libertad en movimiento. El segundo aspecto a considerar es el de la responsabilidad. Aquí si entran las acciones (positivas o negativas) y, por supuesto, las omisiones del profesionista. Por más que Dios quiera que una persona se cure, el médico de ninguna manera podrá, so pretexto de tener fe, dejar a un lado los procedimientos quirúrgicos o medidas de higiene del quirófano. De hacerlo, caería en la negligencia que es un delito. De modo que, al atender un caso, el éxito o fracaso, guarda una relación con la responsabilidad del experto, aunque nunca entendida en términos absolutos cuando la situación se sale de lo humanamente posible. El tercer punto, tiene que ver con la acción de Dios. ¿Interviene? Por supuesto. ¿En qué casos? Cuando su plan (en el que entramos todos) se ve afectado en esencia. ¿Entonces es culpable de los que se mueren a media operación? Dios puede permitir o tolerar hechos que, por las limitaciones humanas, incluyan sufrimientos, pero los santos agradecen incluso las crisis, no por disfrutar del dolor propio o ajeno, sino porque ven más allá de ese momento. Por ejemplo, no se agradece la enfermedad en sí misma, pero si une a la familia, entonces se valora la consecuencia: pudieron verse y encontrarse. Dios no causó la ida al hospital (fue el desgaste), la apendicitis, pero sí aprovechó la oportunidad de sacar algo positivo de lo negativo.
Entonces, ¿hay que agradecerle a Dios solo los buenos momentos? Aunque pueda resultar difícil, el cristianismo dice –específicamente, el rito de la Misa- “que en verdad es justo y necesario, es nuestro deber darte gracias siempre y en todo lugar…” (cf. Pref. PE II). ¿Esto incluye las crisis? Exactamente. ¿La razón? De momento, duelen, desconciertan, pero luego, sabiéndolas encauzar, con la ayuda de Jesús, cuyo consuelo es real y no algo que el ser humano se inventa, fortalece y sienta las bases de la verdadera felicidad, aquella que se puede comenzar a disfrutar desde ahora aunque llegue a su plenitud en la vida eterna.
El agradecimiento a los profesionistas, debe darse, pero ellos –abogados, médicos o lo que sean- también deben tener la humildad de reconocer su logro con apertura a Dios o, por lo menos, al equipo de personas que seguramente los ayudaron. Y si sale mal, pero no hay negligencia, agradecerles sus atenciones de igual forma. Hay médicos que, no obstante el estado terminal de sus pacientes, tienen detalles de atención a sus familiares. Al final, el que está desahuciado morirá, pero ese doctor, aunque no lo evitó, estuvo disponible, buscó los cuidados paliativos y, por ende, hay que agradecer su preocupación más allá del contrato de prestación de servicios profesionales.
En conclusión, Dios dejó a la creación en libertad y sus intervenciones, dentro de la realidad, siempre buscan lo mejor, aunque impliquen un intermedio de dolor. La cruz de Jesús, nunca es fin, sino medio. Su finalidad, eso sí, es que seamos felices. Y por eso dio paso a la eternidad en la que el dolor ya no tendrá ninguna influencia sobre nosotros. Por lo demás, valorar a Dios y al profesionista, pero entendiendo los tres criterios antes expuestos: naturaleza, responsabilidad y acción de Dios.
Con todo, no hemos aclarado aún el reproche de varios médicos y abogados: “si sale bien es gracias a Dios, nunca a uno, pero si resulta mal, es culpa nuestra”. Para poner en orden el asunto, hay que considerar tres enfoques que, en suma, nos ayudan a entender: naturaleza, responsabilidad y acción de Dios. El primero, habla de un diseño en funcionamiento que bien puede ser el sistema solar o nuestro cuerpo. Está activado, trabajando, pero en un estado de libertad, de relación. Algo así como un caos que guarda cierto orden, aunque desde el punto de vista lingüístico, suene contradictorio. La naturaleza puede tener algún accidente y no es imputable a Dios, pues él sentó las bases para que aquello se moviera y evolucionara por sí solo. Cuando es algo externo, a favor o en contra, no es responsabilidad del profesionista. Por ejemplo, en el caso de un abogado, la destrucción de una prueba por caso fortuito (incendio no provocado, inundación, etc.). ¿Fue Dios? Tampoco. Se dio en ese plano natural de libertad en movimiento. El segundo aspecto a considerar es el de la responsabilidad. Aquí si entran las acciones (positivas o negativas) y, por supuesto, las omisiones del profesionista. Por más que Dios quiera que una persona se cure, el médico de ninguna manera podrá, so pretexto de tener fe, dejar a un lado los procedimientos quirúrgicos o medidas de higiene del quirófano. De hacerlo, caería en la negligencia que es un delito. De modo que, al atender un caso, el éxito o fracaso, guarda una relación con la responsabilidad del experto, aunque nunca entendida en términos absolutos cuando la situación se sale de lo humanamente posible. El tercer punto, tiene que ver con la acción de Dios. ¿Interviene? Por supuesto. ¿En qué casos? Cuando su plan (en el que entramos todos) se ve afectado en esencia. ¿Entonces es culpable de los que se mueren a media operación? Dios puede permitir o tolerar hechos que, por las limitaciones humanas, incluyan sufrimientos, pero los santos agradecen incluso las crisis, no por disfrutar del dolor propio o ajeno, sino porque ven más allá de ese momento. Por ejemplo, no se agradece la enfermedad en sí misma, pero si une a la familia, entonces se valora la consecuencia: pudieron verse y encontrarse. Dios no causó la ida al hospital (fue el desgaste), la apendicitis, pero sí aprovechó la oportunidad de sacar algo positivo de lo negativo.
Entonces, ¿hay que agradecerle a Dios solo los buenos momentos? Aunque pueda resultar difícil, el cristianismo dice –específicamente, el rito de la Misa- “que en verdad es justo y necesario, es nuestro deber darte gracias siempre y en todo lugar…” (cf. Pref. PE II). ¿Esto incluye las crisis? Exactamente. ¿La razón? De momento, duelen, desconciertan, pero luego, sabiéndolas encauzar, con la ayuda de Jesús, cuyo consuelo es real y no algo que el ser humano se inventa, fortalece y sienta las bases de la verdadera felicidad, aquella que se puede comenzar a disfrutar desde ahora aunque llegue a su plenitud en la vida eterna.
El agradecimiento a los profesionistas, debe darse, pero ellos –abogados, médicos o lo que sean- también deben tener la humildad de reconocer su logro con apertura a Dios o, por lo menos, al equipo de personas que seguramente los ayudaron. Y si sale mal, pero no hay negligencia, agradecerles sus atenciones de igual forma. Hay médicos que, no obstante el estado terminal de sus pacientes, tienen detalles de atención a sus familiares. Al final, el que está desahuciado morirá, pero ese doctor, aunque no lo evitó, estuvo disponible, buscó los cuidados paliativos y, por ende, hay que agradecer su preocupación más allá del contrato de prestación de servicios profesionales.
En conclusión, Dios dejó a la creación en libertad y sus intervenciones, dentro de la realidad, siempre buscan lo mejor, aunque impliquen un intermedio de dolor. La cruz de Jesús, nunca es fin, sino medio. Su finalidad, eso sí, es que seamos felices. Y por eso dio paso a la eternidad en la que el dolor ya no tendrá ninguna influencia sobre nosotros. Por lo demás, valorar a Dios y al profesionista, pero entendiendo los tres criterios antes expuestos: naturaleza, responsabilidad y acción de Dios.