Lía miraba el árbol anonadada. Siempre le habían gustado los abetos pero nunca se había parado tan cerca de uno. Estaba feliz porque finalmente su padre se había decidido a sembrar uno en el jardín. El árbol extendía sus brazos como queriendo abrazar el mundo y ella sentía que a su lado siempre podría estar a salvo, y soñaba con que crecerían juntos y serían amigos para siempre.
Una tarde cuando Lía regresó del colegio el árbol había sido talado. Junto al hogar del salón se hallaba un trozo de él, su verde copa enterrada en un cajón de madera y llena de adornos y luces. Su padre la recibió con una gran sonrisa y le dijo. ‘Este año tendremos el mejor árbol de navidad del lugar, hijita’. Lía salió corriendo y se encerró en su habitación.
Durante días su padre intentó comprender qué le ocurría; ella no sabía cómo expresarlo. Finalmente le dijo que no le gustaba cómo se veía con las luces, que lo prefería en el jardín, con sus ramas llenas de pajaritos. Su padre le dijo que los abetos se compraban para ser talados en navidad y armar el árbol pero Lía que era una niña muy inteligente le respondió que le daba igual lo que él y el mundo pensara que ella sabía que los abetos eran criaturas maravillosas y que no era justo que se las considerara meros objetos navideños.
La tristeza de la niña se calmó cuando unos meses más tarde comprobó que el tronco talado tenía nuevos y verdes brotes. Durante un largo tiempo estuvo mimándolo y ocupándose de que las hormigas no lo convirtieran en su sustento para el invierno. Llegó nuevamente la navidad y el abeto estaba rebosante de vida. Esta vez Lía se movió más deprisa que su padre y llevó los adornos y las luces al jardín. Cuando su padre vio lo que su hija había hecho: un precioso árbol vivo y navideño, se sintió orgulloso de ella y le prometió que nunca más talaría el abeto.
A partir de ese año, el árbol fue el gran protagonista de las navidades familiares; en torno a él bailaban y cantaban todos los humanos, uniéndose al coro de pajaritos y lombrices que vivían en su enorme copa.