En la foto, de izquierda a derecha: Vicente Rojo, Juan Modesto, Juan Negrín y Enrique Líster en un acto en Madrid.

11. EL COMANDANTE LÍSTER.
 
Fue ese hombre, Enrique Líster, uno de los personajillos del ejército rojo. Con el “Campesino”, Valentín González, se repartían los crímenes y la mala fama. Eran ambos odiados y temidos. Líster, creo haber dicho ya, era el jefe del 5º Regimiento de Milicias Comunistas y el amo de aquella CHECA. Fuimos recibidos por él, sobre las doce y media. Tenía sus oficinas en el pabellón de las clases. Era alto, rubio, relativamente joven, de ojos azules y abundante cabellera. Era sencillamente un tipo guapo.
 
Nos recibió, poniéndose de pie. Nos mandó sentar.
 
-Ya me perdonarán que les haya hecho esperar. Comprendo su inquietud. Teníamos que informarnos sobre ustedes. Hemos preguntado a Centros Oficiales y en la policía, sobre su personalidad y ello nos ha empleado tiempo. No hemos encontrado nada delictivo. Quedan pues en libertad.
 
Todo esto nos dijo, con buenas formas y muy corteses. Me extrañaron en él, palabras como las de “ya perdonarán” “ustedes”  “nada delictivo” y otras. Denotaban que era un hombre educado y culto. Quedamos impresionados y agradecidos. Enrique Líster, a diferencia de tantos que habíamos tratado, era o parecía humano, sensible, hasta cordial.
 
Le agradecí sus palabras y me atreví a pedir:
 
-¿Podría darnos, puesto que vamos libres, un salvo-conducto, que nos garantice? Si ustedes nos han respetado, dudo que lo hagan otros pues carecemos de documentación.
 
-Lo siento, no puedo hacerlo, y subrayó: Ustedes no son enemigos nuestros, pero tampoco amigos. Si quieren les puedo dar una pareja de hombres que los acompañen a su domicilio.
 
-Gracias, Señor, sabemos ir solos.
 
Aún con miedo hicimos una leve inclinación de respeto y sin darle la mano, salimos con prisa, pusimos los pies en polvorosa, enfilamos la calle, y nos hundimos en la boca del metro. Ya más tranquilos, confundidos en la masa de viajeros, rezamos agradecimos a Dios, que una vez más, nos tendía su mano protectora.
 
EN LA COMISARÍA.  Desayuno de café y leche con  pastas
 
Pasaron los meses. Para los rojos las cosas no iban bien. El cerco de los nacionales, cada vez más estrecho, agravaba la situación de la retaguardia. Escaseaban los alimentos, crecía la población civil en el descontento. Me defendí como pude, dando clases particulares en familias conocidas. Esto y la Misa me proporcionaban buenos ingresos. Lo malo, que el dinero apenas valía, y no había tampoco en qué emplearlo. Las tiendas, los comercios, ocultaban sus mejores géneros. Me costó un triunfo, hacerme un traje. Lo conseguí por recomendación. Creo ya dije, que la ayuda de mi tío Enrique Saiz me protegía  de manera visible. Como sucedió en el hecho que voy a referir.
 
Desde mi salida de la cárcel, ejercí mi ministerio sacerdotal, sin parar mientes en el peligro que entrañaba. Tenía mi capellanía repartida en distintas casas, según los días de la semana.  Hasta que…
 

Foto del Cuartel de las Brigadas Internacionales donde se muestra esta casa engalanada con banderas y los retratos de Azaña y Largo Caballero, en el nº 63 de la madrileña calle Velázquez.
 
Celebraba en una casa de lujo de la calle Velázquez. Asistían a la misa un buen número de personas previamente avisadas. Había dos ascensores: el montacargas y el corriente. Los porteros sospecharon de alguna reunión clandestina. Dieron el “chivatazo”. Andábamos con la misa mediada, cuando me avisaron que la policía y un camión de guardias guardaban las puertas y los ascensores. Estábamos como el ratón en la ratonera.
 
Interrumpí el Santo Sacrificio sumiendo las Especies. La gente intentó salir. Nos detuvieron, por reunión ilícita. Seríamos unos treinta. Ya en la Comisaría, el jefe, hombre mayor y bonachón, entre serio y amable inquirió:
 
-¿Qué hacían allí? ¡Dígame la verdad! ¿Saben ustedes que están prohibidas  estas reuniones? ¿Tramaban contra el régimen?
 
Una de las señoras, ni corta ni perezosa, habló por todos.
 
-Estábamos en Misa. Este señor, y me señaló, es el sacerdote.
 
-¡Vaya!, dije entre mí. Esta mujer quiere salvarse a mi costa.
 
-Sí, señor comisario, como los templos están cerrados y la ley permite el culto, solemos hacerlo en mi piso. No hacemos mal a nadie.
 
Me callé. Sonreía el hombre, sanote y gordo, con aire paternal…según eso siguió:
 
-Entonces no habrán desayunado.
 
-Pues, no, señor comisario. Y recalqué mucho lo de señor comisario.
 
-Bien, pues que no se repita, no sea que tropiecen con otro peor. Y llamó a un ordenanza diciéndole:
 
-Vaya al bar de enfrente y mande traer desayuno para los señores.
 
Ni lo creíamos. Nos despedimos como buenos amigos.
 
 
CARMEN, MERCHE, IGNACIA
Cuchifritín, ¿Cuento o realidad?

 
He dejado atrás a mi compañera de oposición y maestra, Carmen. Solía yo, frecuentar su amistad en su casa, donde pasaba buenos ratos, y donde me obsequiaban, con lo poco que había, ella y su padre, don Pedro Montalvo.
 
En frente vivía una familia de buena crianza. Él era vasco y cocinero de un gran hotel. Era hombre de corazón y de cuerpo: pesaba cerca de ciento veinte kilos. Ella, Ignacia mujer piadosa, si las hay y muy optimista. Tenían dos niños: Merche de siete años, y Javierín de cinco. Le llamábamos familiarmente Cuchifritín, el protagonista angelical de un cuento infantil.
 

 
Era un encanto por su cariño y por su inocencia. Estaba enfermo de un mal incurable. Lo sabían sus padres. Lloraban aparte para ocultarle las lágrimas. Me encariñé con él. Le llevaba lo que podía. Juguetes y golosinas.
 
Toda su ilusión eran los Reyes. Quería verlos. Creía en ellos como en Jesús, del que le hablábamos continuamente, como en sus padres, como en su hermanita, como en nosotros. Le gustaban los cuentos. Leía con bastante soltura.
 
Y quería comulgar. Dios ansiaba, estoy seguro, entrar en aquel corazoncito puro e inmaculado. ¿Donde iba a estar más a gusto? Decidimos darle la 1ª Comunión en la fiesta de Navidad. ¿Mejor ocasión? Carmen se encargó de prepararlo. Su mamá le hizo el trajecito. Merche su hermana le compró el libro y el rosario. Su padre se encargó de la tarta.
 
Y yo… fue una gran fiesta. Cuchifritín, muy débil, muy pálido, muy enfermo, apenas se tenía en pie. Se preparó la mejor habitación de la casa, toda llena de luz de bombillas de colores, de guirnaldas, de serpentinas, de toda clase de abalorios, con que se suele adornar la casa en los días Navideños.
 
Y en sitio de honor, el Nacimiento, con el Niño en su cunita, con la Virgen, con San José, con la mula y el buey, con los pastores, las ovejas, y los tiernos corderitos. Y la estrella que guiaba a los Magos, que venían de lejos. Y los arroyos de plata, y la noria del molino. Todo estaba allí, hasta el Palacio elegante de Herodes, con sus soldados que miraban con odio hacia el portal.
 
Todo lo veía Javierín,  y se le salía el alma por los ojos.
 
Cuánto pudimos gozar y llorar con aquel ángel que se moría deprisa, sin poderlo evitar.  Dije la misa de Nochebuena. Mejor, intenté decirla. El ambiente, la casa, la familia, que me recordaba la mía, tan lejana y tan cerca; aquellos padres incapaces de contener la emoción, la niña Merche, junto a su hermano, tomando y besando sus manitas blancas.
 
Carmen, don Pedro y sobre todo el Cuchifritín, casi extático, contemplándonos a todos con una sonrisa celestial, me vencieron y rompí  en sollozos. Tardé en serenarme. La voz del niño, candorosa y dulce, hizo rebosar la copa. El niño dijo:
 
-¿Por qué lloráis? ¿No veis qué contento estoy? Estáis conmigo los que yo más quiero. Y está Jesús en su cunita, con María y San José. No lloréis. Os quiero mucho, mucho, hasta el cielo.
 
Era un ángel. Nos tiraba besos a todos. No hubo plática. ¿Por qué? Cuchifritín había hablado mejor que todos juntos. Comulgó. Los ángeles debieron tener envidia. Si fueran capaces de comulgar, creo que no lo harían mejor que Cuchifritín.
 
Con toda mi fe de sacerdote le dije al niño, que ya tenía a Jesús en su corazón, que le pidiera que le curase, que pidiera por sus papás, por su hermanita, por Carmen, por don Pedro y por mí. Estoy seguro que lo hizo.

Y se nos murió, y digo nos, porque Cuchifritín era algo mío, en vísperas de Reyes.
 
No llegó a verlos  en la tierra, pero estoy  bien seguro de que salieron a recibirle, abriéndole, de par  en par las puertas del  Cielo.
 
Veréis cómo murió. Yo no lo vi, pero me lo contaron. Fue en vísperas de Reyes. Cuchifritín no era ambicioso. Se conformaba, fácilmente. Le queríamos tanto que le dijimos que pidiera muchas cosas. Como era bueno y obediente, los Reyes se lo traerían. Y pidió, que recuerde yo: un balón, un caballo, una pistola, un payaso de los que se mueven y muchos caramelos.
 
Todos contribuimos. No queríamos negarle el último capricho. Como su vida se acababa se lo  adelantaron los Reyes. El tres por la mañana, el niño tenía los juguetes, en su cama. Lo que Javierin gozó con ellos, solo Dios lo sabe. El día cuatro lo vi por última vez, cada vez más acabado. Me sonrió al verme,  y me los fue enseñando, uno a uno, mientras me hablaba con voz tenue, débil y casi imperceptible.
 
Abrazado a ellos, se durmió definitivamente. Blanquísimo, como una hostia, entregó su almita a Dios y se fue con los  ángeles. Era el cinco de enero del año 1938.
 
He adelantado el episodio encantador de Cuchifritín, por darme la satisfacción de revivirlo y extasiarme  en él. Tenía prisa de exponerlo, porque no se perdiera.