“Había una mujer que padecía flujos de sangre desde hacía muchos años. Muchos médicos la habían sometido a toda clase de tratamientos y se había gastado en eso toda su fortuna; pero, en vez de mejorar, se había puesto peor. Oyó hablar de Jesús y, acercándose por detrás, entre la gente, le tocó el manto… Inmediatamente se secó la fuente de sus hemorragias.” (Mc 5, 25-30)
Cada vez hay más personas que acuden a magos y adivinos para buscar recetas de felicidad. Cada vez hay más depresiones y suicidios, fruto en muchos casos de decepciones y de frustraciones. Cada vez hay más matrimonios rotos, más ancianos solos, más abortos. Y, sin embargo, teóricamente, cada vez tendríamos que ser más felices pues el nivel de vida mejora y la prosperidad está arraigada en muchas familias.
El problema está precisamente en que la gente busca la felicidad donde no puede encontrarla. Muchos hacen como la mujer enferma de que habla el Evangelio, que en la búsqueda de la salud, de la felicidad, ha gastado todo su dinero, toda su energía, toda su vida, y en lugar de mejorar ha empeorado. Durante un tiempo, quizá a esa mujer, lo mismo a que a tantos otros, le fue bien. Pero luego volvieron los problemas, incluso aumentados, y de nuevo se ilusionaron con otra cosa material en la que soñaron que podían encontrar la felicidad que buscaban. Y así una y otra vez, mientras va pasando la vida, que es el tesoro que se va gastando y que no tiene forma de ser renovado.
En cambio, aquellos que han apostado por Cristo y que han hecho de Él la fuente de su felicidad la han encontrado y lo han hecho al margen de las situaciones cambiantes de la vida e incluso de los sufrimientos que nunca faltan. Demos gracias a Dios por haberle encontrado y aferrémonos a su manto, sin separarnos de Él, porque sólo Él nos puede curar, consolar, fortalecer y llenar de esperanza.