El Papa, en su exhortación La alegría del amor, advierte de que los novios de ahora están más pendientes del menú de la boda que del banquete celestial. En una época tan descristianizada es lógico que el viaje a Punta Cana tenga más relevancia que la travesía del desierto, pero hace bien Francisco en alertar sobre la banalización de un sacramento en el que la liga de la novia ha cobrado más importancia que el sí quiero. Lo que viene a ser como si en la extremaunción el óleo sagrado, en lugar de para ungir al enfermo, fuera utilizado para el sofrito del almuerzo.
La discusión sobre el precio del cubierto no mata el amor, pero distrae de lo esencial, que es constituir una familia según el modelo de la de Nazaret, cuyo viaje a Egipto no está relacionado con la luna de miel, salvo que haya quien crea que San José la pospuso para acabar antes un mueble bar para el padrino de las bodas de Caná. Lo cierto es que la organización del ágape resta tiempo a los contrayentes para disfrutar de los preparativos del corazón. En la etapa prenupcial suele ser más urgente decidir si hay que poner o no marisco de entrante que mirarse a los ojos.
Luego, claro, viene lo que viene. La apuesta creciente por el régimen de separación de bienes en el contrato matrimonial aclara que los recién casados intuyen desde el principio que, en el ámbito de la vida en común, la eternidad es una bengala que tiende a infinito, pero se apaga en la primera intersección. Los matrimonios se convierten así en uniones temporales de empresas que se disuelven en cuanto llegan las duras, de modo que los cónyuges prometen cuidarse en la salud, pero no en la biopsia, en la riqueza, pero no en la renta mínima. Es decir, no se toman tampoco en serio la Eucaristía. Deben de creer que la Última Cena es la despedida de soltero de Jesús.