Un joven ejecutivo tenía pasión por conducir los fines de semana su coche deportivo hasta el chalet que poseía en la montaña. Aunque la carretera tenía muchas curvas, su experiencia y el conocimiento de la misma le permitía conducir a gran velocidad.
Un día, al tomar una curva se encontró con un coche que parecía haber perdido el control, invadiendo su carril. Logró esquivarlo a la vez que oía cómo el conductor del otro coche le gritaba: “cerdo”. En ese momento, unió a su enfado la ira por el insulto y sacando la cabeza por la ventanilla le gritó: “cerdo tú”.
Tomó la siguiente curva, muy cerrada, y chocó con un gran cerdo muerto que estaba en la carretera con consecuencias trágicas.
El joven había interpretado como insulto lo que era una llamada de atención que podría haberle evitado el accidente.
Una vez más nos encontramos con una “jugada de la mente” que, en lugar de interpretar correctamente la realidad, la elabora a su manera. En artículos anteriores hemos dedicado algunas reflexiones a denunciar el peligro de las ideologías. Sin embargo, la amenaza de falsear la realidad proviene también de una actitud mental, personal y colectiva que se llama sospecha, inducida muchas veces por las propias ideologías.
En el ámbito filosófico la cultura de la sospecha proviene de Descartes, quien duda de los sentidos y hasta de la propia razón. La semilla de la sospecha fue creciendo a través de otros autores tales como Marx, Nietzsche, Freud etc. que fueron los padres de las ideologías.
La relación del hombre con la realidad y de los hombres entre sí ya no está basado en la admiración y alegría que provoca la confianza sino en el miedo a ser engañado o amenazado. Queda ya muy lejano el optimismo inicial: “Y vio Dios que era bueno”. Ahora la sospecha se ha convertido en la niebla de la razón y de las relaciones sociales.
La sospecha, en todos los ámbitos, impide la colaboración, la ilusión de compartir una tarea común que exige esfuerzo, sacrificio y generosidad. Dicho en modo positivo, la confianza produce encuentros mientras la sospecha genera encontronazos. Tal vez el ejemplo más elocuente y dramático sea la política actual basada en la sospecha, en el convencimiento de que el otro no es un adversario, sino un enemigo a batir; no importa tanto convencer, como vencer y que el otro no gobierne. De ahí que la política se haya convertido en una fuente de problemas y no en un modo de solucionarlos. Sin embargo, otro modo de hacer política es posible cuando se comparten proyectos ilusionantes de vida en común y respeto a las diferentes propuestas y personas.
Pero hoy quiero detenerme en las consecuencias que en nuestra vida tiene la cultura de la sospecha, referido al ámbito educativo. Para educar se necesita toda la tribu, como dice el adagio africano, pero esa tarea es imposible si los distintos sectores recelan mutuamente: los padres de los profesores, los profesores de los alumnos, los alumnos de ambos sectores y todos ellos a su vez sospechan de la administración que, recíprocamente, sospecha de padres y profesores hasta proclamar que los hijos no son de los padres.
Para educar bien, para una enseñanza de calidad, se necesita, algunos ingredientes intangibles de los cuales no suele hablarse: uno de ellos es la confianza; otro, el respeto.
Es necesario recuperar el clima de confianza y para ello es de justicia que los gobernantes respeten las competencias propias de padres y profesores y no usurpen sus funciones.
Para generar ese clima de confianza es clave el respeto a los derechos y responsabilidades de los padres, primeros garantes de la educación de sus hijos y no producir injerencias ni supresión de esos derechos.
No es más que el sano principio de subsidiariedad que consiste en la intervención complementaria y auxiliar de las estructuras sociales superiores a favor de las pequeñas o de los individuos. Este principio está asentado en la libertad y dignidad de la persona humana y las pequeñas comunidades tales como la familia.
El mismo principio exige la ayuda del Estado a esas comunidades ya sea porque fallen en sus obligaciones, por causas propias o ajenas, o bien porque dichas tareas solo puedan ser cubiertas por estructuras sociales más poderosas. En síntesis: la confianza en los padres por parte del Estado supone la no injerencia en aquello que las familias pueden hacer por sí mismas, y en la ayuda a las mismas con carácter subsidiario.
Por otro lado, la sospecha de esos mismos gobernantes respecto del profesorado ha provocado un intervencionismo sofocante que afecta a la libertad de cátedra (un término cada vez más en desuso). El colmo de ello se ha producido cuando además de injerir en el qué deben enseñar – hasta cierto punto lógico con el establecimiento del currículo-, también se ha atrevido a regular la metodología más adecuada. Si bien es cierto que la Administración debe velar por la calidad del profesorado regulando el acceso a la profesión y, en su caso, la evaluación del mismo a través de los mecanismos oportunos, una vez que certifica la idoneidad y cualificación de los mismos, debe confiar en esa profesionalidad.
Naturalmente, la administración también tiene el derecho al debido respeto pero de ello y que se acate la legalidad, pero de ello ya se encarga ella misma, si no por auctoritas, por la potestas que ejerce.
No menos importante es la confianza mutua entre profesores, padres y alumnos, asunto que abordaremos en otro artículo
En resumen, la confianza y no la sospecha es la base de la tarea educativa que debe ser ilusionante y compartida entre todos los agentes educativos.
JUAN A. GÓMEZ TRINIDAD