Cuando tenía 13 años mis vaqueros parecían haber sido fabricados en un telar clandestino de La Pasionaria por la abundancia en la pernera de hoces y martillos pintados con un BIC naranja escribe fino. En la camisa de los domingos no me atrevía a reflejar la ideología porque sabía que mi madre, aunque de izquierdas, habría puesto ciertos reparos a que la simbología comunista cohabitara con la manga a la sisa. En los pantalones, sin embargo, permitía el grafiti, por lo que, a los dos meses de estrenarlos, los Lois parecían el cuerpo de Beckham.
Los llevaba puestos el día en que un jipi de la segunda época, la de los setenta, acampó en el parque de mi pueblo. Era un veinteañero rubio y flaco que adoraba el césped y la charla. Los adolescentes le dábamos comida y conversación hasta que un día interpretó con su flauta una pieza que había compuesto, dijo, para un amigo suyo preso político en Cuba. Recuerdo dos cosas: que sonaba bien y que ninguno de los chicos dábamos crédito a la causa originaria de la melodía. Por dos cosas: la Habana era para nosotros el paradigma de la libertad y Fidel, en consecuencia, el contrapunto de Franco.
Ahora que el dictador ha muerto es posible que aquel jipi, tal vez reconvertido en docente, o en ingeniero jefe, permanezca en la canción protesta. No lo imagino de brindis porque sabe que con el fallecimiento de Fidel no acaba el problema de las damas de blanco. Por eso no entiendo el alborozo de los cubanos de Miami. Puesto que el régimen se mantiene, es como si los aficionados merengues se alegraran del traspaso de Xavi sin tener en cuenta que Iniesta sigue en activo.