El gran reto del liderazgo católico, es que faltan exponentes o voceros equilibrados en su ser y quehacer. Por un lado, está la línea de espiritualizarlo todo, pensando en la vida que vendrá pero desvinculándose completamente del momento presente, de la realidad temporal, -ámbito en el que, dicho sea de paso, se construye el destino que cada uno tendrá en la eternidad- hasta llegar a una espiritualidad desencarnada, siendo que Jesús, por el contrario, decidió encarnarse, entrar en el dinamismo de la historia en una familia y contexto cultural concreto. Por otra parte, está también la línea del activismo, marcado por lecturas ideológicas que eliminan todo rasgo de piedad o acto de fe, cayendo en expresiones y/o proyectos vacíos, incluso demagogos. La división, de origen político, entre liberales y conservadores, ha hecho un daño significativo, pues genera la confusión de los católicos de a pie. En vez de eso, se impone la tarea de alcanzar el punto medio, entendiendo, como lo hacía Sto. Tomás de Aquino, al apostolado, a la acción, “como el desbordamiento de la contemplación” (sacramentos, oración, etcétera). Cuando dicha visión se aplica, entonces, surgen hombres y mujeres capaces de vivir coherentemente y tener algo valioso que decir a la sociedad de nuestro tiempo.
En los colegios y en las universidades de inspiración católica, es necesario formar en un todo marcado por una espiritualidad seria, madura y, al mismo tiempo, consciente de la realidad social que interpela (pobreza, enfermedad, refugiados, etcétera). Por “seria”, queremos decir enraizada más allá de las emociones, porque la fe, aunque incluye sentimientos, es ante todo una experiencia que, a veces, por su misma dinámica, implica momentos de dificultad, de crisis, en las que “el sentir” desparece por largas temporadas y se hace necesario construir bases sólidas más allá de una reflexión que, aunque sea terapéutica, no llega a lo esperado. En realidad, necesitamos egresados que puedan llevar a cabo una lectio divina y, al mismo tiempo, presentarse en un foro de negocios, para trasladar a dicho contexto lo que antes han meditado en la oración. De modo que no buscamos una piedad rebuscada, centrada en un moralismo extremo, pero tampoco una visión relativista de la doctrina. Los extremos de una y otra parte, hacen daño, porque funcionan como piezas desarticuladas sin ningún tipo de contrapeso real que lleve a una dirección.
Últimamente, las voces que surgen, van de una lectura extrema a otra, en lugar de saber conservar el fondo, cuidando la forma. Pero ¿y al tener que defender la verdad? Hacerlo, pero al estilo de Sto. Domingo de Guzmán. Cuando se dio cuenta de la herejía albigense, no la negó o disimuló, pero en vez de desenvainar la espada, propuso, mediante la predicación, bajo un formato asertivo, bien aterrizado y estudiado, una corrección basada en la lectura del Evangelio. Es decir, aclaró el error, sin violentar o generar más caos del que ya había. Claro, a veces, toca ser contra corriente y por mucha diplomacia que haya de por medio, surgen críticas e incomprensiones, pero lo importante es orientar, decir la verdad objetiva cuidando que sea comunicada de forma accesible, amable. Si en vez de eso, optamos por la línea ultraconservadora o progresista, la fe pasará a un segundo plano y, entonces, la crisis continuará. Hay que decir las cosas, valorar la tradición de la Iglesia, su magisterio, pero de forma que las personas se sientan atraídas por los ejemplos y recursos pedagógicos empleados. Por lo tanto, la clave es integrar las dos dimensiones clásicas de la fe: contemplación y acción.
En los colegios y en las universidades de inspiración católica, es necesario formar en un todo marcado por una espiritualidad seria, madura y, al mismo tiempo, consciente de la realidad social que interpela (pobreza, enfermedad, refugiados, etcétera). Por “seria”, queremos decir enraizada más allá de las emociones, porque la fe, aunque incluye sentimientos, es ante todo una experiencia que, a veces, por su misma dinámica, implica momentos de dificultad, de crisis, en las que “el sentir” desparece por largas temporadas y se hace necesario construir bases sólidas más allá de una reflexión que, aunque sea terapéutica, no llega a lo esperado. En realidad, necesitamos egresados que puedan llevar a cabo una lectio divina y, al mismo tiempo, presentarse en un foro de negocios, para trasladar a dicho contexto lo que antes han meditado en la oración. De modo que no buscamos una piedad rebuscada, centrada en un moralismo extremo, pero tampoco una visión relativista de la doctrina. Los extremos de una y otra parte, hacen daño, porque funcionan como piezas desarticuladas sin ningún tipo de contrapeso real que lleve a una dirección.
Últimamente, las voces que surgen, van de una lectura extrema a otra, en lugar de saber conservar el fondo, cuidando la forma. Pero ¿y al tener que defender la verdad? Hacerlo, pero al estilo de Sto. Domingo de Guzmán. Cuando se dio cuenta de la herejía albigense, no la negó o disimuló, pero en vez de desenvainar la espada, propuso, mediante la predicación, bajo un formato asertivo, bien aterrizado y estudiado, una corrección basada en la lectura del Evangelio. Es decir, aclaró el error, sin violentar o generar más caos del que ya había. Claro, a veces, toca ser contra corriente y por mucha diplomacia que haya de por medio, surgen críticas e incomprensiones, pero lo importante es orientar, decir la verdad objetiva cuidando que sea comunicada de forma accesible, amable. Si en vez de eso, optamos por la línea ultraconservadora o progresista, la fe pasará a un segundo plano y, entonces, la crisis continuará. Hay que decir las cosas, valorar la tradición de la Iglesia, su magisterio, pero de forma que las personas se sientan atraídas por los ejemplos y recursos pedagógicos empleados. Por lo tanto, la clave es integrar las dos dimensiones clásicas de la fe: contemplación y acción.