«Vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Vi también la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajada del cielo de parte de Dios, ataviada como una novia que se engalana para su esposo. Y oí una fuerte voz procedente del trono que decía: -Ésta es la morada de Dios con los hombres: Habitará con ellos y ellos serán su pueblo, y Dios, habitando realmente en medio de ellos, será su Dios. Y enjugará toda lágrima de sus ojos; y no habrá ya muerte, ni llanto, ni lamento, ni dolor, porque todo lo anterior ya pasó» (Ap 21, 1-4).
No será un progreso evolutivo
Hasta el Adviento, el Apocalipsis está presente en estos días finales del tiempo ordinario en la liturgia de la Palabra. Siempre nos sorprende con su teología de la historia: la visión panorámica y penetrante de un águila que mueve el Espíritu a modo de pluma para alimentar la esperanza. Porque el final de tantas luchas vislumbra los nuevos cielos y la nueva tierra, todo misterioso para la imaginación pero alimento cierto para la fe.
La Escritura llama "cielos nuevos y tierra nueva" a esta renovación desconocida del cosmos que vendrá precedida de la transformación del mundo actual. Para el hombre, esta consumación será la realización final de la unidad del género humano querida por Dios al crear al hombre, y para el mundo será la recapitulación de todas las cosas en Cristo. Y el cosmos participará también de la glorificación de Cristo resucitado con una profunda transformación que pondrá de manifiesto la Providencia sabia y amorosa de Dios mediante sus leyes.
Por la fe sabemos que los nuevos cielos y la nueva tierra vendrán de Dios y no como resultado del progreso humano. La creación entera será perfectamente renovada en Cristo y sujeta a Él, después de la resurrección y del Juicio final: los cielos nuevos y la nueva tierra pregonarán la bondad, sabiduría y omnipotencia divinas. La visión apocalíptica destaca que esos nuevos cielos y la nueva tierra no serán el término de un proceso evolutivo y resultado del progreso humano. Porque los hombres no nos podemos hacer el Cielo, como más o menos confusamente buscan los sistemas materialistas y las ideologías contemporáneas.
Una espera responsable
A lo cual hay que añadir que, según el Concilio Vaticano II « la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios» (GS, 19).
La Iglesia enseña la realidad de las "postrimerías o novísimos" que acontecen al fin de la vida humana y de la historia. Y su conocimiento estimula más la vida del cristiano al cumplimiento de la personal vocación y la correspondencia a los dones recibidos de Dios. De ahí que se acoja la misericordia de Dios y la practique con todo hombre, pues a un hijo de Dios no le debe mover exclusivamente el temor de sentirse avergonzado en el juicio por ser reprobado al infierno; ante todo tiene que moverle el Amor.
«Hermanos: estoy convencido de que quien empezó en vosotros esta obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús» (Flp 1,6). El Cielo es un premio a nuestra lucha por ser santos en la tierra. Un premio eterno que no somos capaces de comprender, pero que entrevemos en la revelación que el mismo Dios nos ha hecho: «... Y verán su cara y tendrán el nombre de El sobre sus frentes (...). Y allí no habrá jamás noche, ni necesitarán luz de antorcha, ni luz de sol, pues el Señor Dios los alumbrará, y reinará por los siglos de los siglos» (Ap 22,4-5).