Aunque solo fuese par darle una patada en los cojones a este mundo inhóspito, salvaje, asesino y descorazonado, hoy me he levantando con ganas de haber nacido síndrome de down.
Sé que es solo un calentón. Lo de la patada, digo. Pero el sentimiento y la certeza de que el hombre es el peor enemigo para el niño, es firme. Civilizados, nos decimos. Que hemos alcanzado el mayor punto de desarrollo, nos vanagloriamos. Que tenemos Internet, smartphones, que salvamos ballenas y protegemos osos polares. Todo esto es caca, niños del mundo. Hoy espcialmente, niños franceses. Es una pantalla, una dosis de dormidina bien condimentada. Es decir, que sí, que está muy bien, que haya que ser amante de los animales, pero sin caer en ser animal. Fiera. Depredador.
Alguno dirá que estoy siendo agresivo. Sí, lo estoy siendo. Hay veces que la verdad es agresiva no por ella misma, sino por lo falaz de la mentira que la acosa. Como dicen en la película Criadas y señoras: "Dios dice que hay que amar a nuestros enemigos. No es fácil, pero podemos empezar contando la verdad". Pues yo hoy os amo diciendo esta verdad: censurar es una practica fascista. Matar bebés por su discapacidades es eugenesia; control de calidad humana.
No juzgo a las madres y sus parejas o maridos que reciben la noticia de que algo no va bien en el embarazo. Pero ni entiendo ni acepto al Estado que censura un anuncio que demuestra que ser síndrome de down es tan humano y digno como no serlo. Que puede ser tan alegre, o más, o menos, que no serlo. Estas alimañas que van repartiendo el carné de felicidad, son víctimas de su propia discapacidad. Sí, discapacitados para la humanidad. Discapacitados para el amor. ¿Y estos pretenden hacernos creer que van a coger a los refugiados? ¡Pero si no sois capaces de acoger a un niño! ¡Si censuráis —sí, esa práctica fascista, nazi, comunista— un puto anuncio que lo único que transmite es esperanza y alegría! Mierdas, eso es lo que sois. Unos mierdas a los que os queda tan solo el tiempo que tardéis en destruidos a vosotros mismos.
Lo censuran porque "puede herir los sentimientos de las mujeres que hayan decidido interrumpir su embarazo con riesgo de síndrome de down". Qué hijos de puta. Qué diabólico. Qué desgraciados. Se apoyan en las heridas de algunas mujeres, para censurar la alegría de otras tantas madres. Os jode que sean felices y que tengan más huevos que vosotros.
En el año 1997, trabajé en El Mundo. Compartí mesa con Francisco Justicia, entonces director adjunto de Pedro Jota. Él fue el que me termino de meter en vena esto del periodismo. En octubre de ese año, publicó una carta que iba dirigida a su hijo Diego. Prefiero dejaros con Paco Justicia y su carta, que tiene ya casi 20 años. Porque yo voy a seguir escribiendo exabruptos. Para terminar, un abrazo a Paloma, Quique, Javi y Guille. Para vosotros y vuestros padres. Gracias a todos porque hoy sois la patada en los cojones a este mundo que yo no puedo dar.
De Paco Justicia, octubre de 1997.
Querido Diego:
Fueron sólo unos instantes, los más amargos de mi vida, pero sólo unos segundos. Desde entonces nunca te he negado. Sin embargo, aquel día mi falta de coraje impidió que, cuando te cogí en brazos, te cubriera de besos.
Ocurrió en la fría madrugada del 13 de febrero de 1986. A las seis y veinte de la mañana. Por fin habías venido al mundo, con llanto y rabia, porque abandonaste el cómodo refugio que durante nueve meses te había mimado, acunado, alimentado, hablado, dormido.
Cuando te vi por primera vez y me di cuenta de que tenías «ojos de chinito» -nunca se borrará de mí la imagen de la monja que te mecía-, se me vino el mundo encima. Fui un cobarde que se atragantó de miedo ante ti y ante la vida. No tuve valor para besarte. Sólo te abracé y lloré.
Es probable que nunca seas capaz de entender qué pasó, pero, Diego, mi Diego, mi Kue, mi Ronaldinho, mi Robertinho Carlos, nunca me lo perdonaré.
Tampoco sabrás cuántas noches he pasado en vela pidiéndote perdón en el silencio, en la soledad de ese silencio interior que grita y aventa el alma, imaginando mil formas nuevas de darte cuanto estuviera en mi mano en el mismo instante en que cada mañana, a las siete, matemáticamente puntual, llegabas a nuestra cama con tu lengua de estropajo para espetarnos: «¿Qué pasa aquí? Ya es la hora».
Fueron sólo unos minutos, pero nunca sabrás cuánto he deseado borrarlos, que no hubieran pasado, que tuviera una segunda oportunidad para redimirlos. Inmediatamente aprendí a quererte. Con locura. Con pasión, como te quiso tu madre cuando supo antes que nadie, la primera, que serías parte nuestra. Como luego hizo María cuando entendió que alguien vendría a entrometerse entre ella y nosotros.
Cuando comprendí que tu sonrisa no tenía doblez, que tu llanto era de verdad, que le hacías un mohín a la vida y un guiño a mi corazón, no dudé más.
Tampoco te acordarás, pero otra noche te arranqué dormido de la cuna -y tú sonriendo y yo llorando-, te juré que siempre serías feliz, que nada ni nadie, mientras yo tenga un hálito de vida, podrá impedir que seas feliz.
Me has dado tanto, me has enseñado tanto, soy tan afortunado teniéndote a mi lado que por nada de este mundo ni del otro cambiaría un solo instante de los que he pasado contigo a lo largo de tus 11 añazos.
Esta mañana, como cada día desde hace tanto y como cada día haré durante el resto de mi vida, he pensado qué podría hacer por ti, y lo mejor que se me ha ocurrido es escribirte, con motivo de estas jornadas tan especiales, sólo para pedirte perdón ante todos, sólo para decirte, sin cansarme jamás de este juego eterno de palabras a menudo tan vanamente pronunciadas, que no te negaré más, que no te traicionaré más, que te quiero, hijo.