En mi primer camino de Santiago atravesar Navarra llevó implícito un riesgo equivalente al que me acarrearía ahora sugerirle la dieta de la alcachofa al presidente de Corea del Norte durante una cena íntima. Lo mejor que puedo decir es que los cuatro treintañeros que enfilamos la ruta desde Roncesvalles salimos vivos de allí. No fue tarea fácil: en el primer pueblo en el que paramos un conductor me aplastó adrede un reproductor de sonido. En el segundo, el panadero nos negó el pan y el hostelero la carne. En una tercera villa donde pernoctamos a la intemperie nos lanzaron agua de madrugada. Posiblemente, los mozos del pueblo. Riau, riau.
Cuando, ya en La Rioja, analizamos los sucesos del día coincidimos en que nos habían tomado por agentes de la ley. Tengo que aclarar que ni apadrinados por Tejero habríamos tenido pinta de guardias civiles. Sobre todo yo, que, a falta de subfusil, llevaba chándal, pendiente y el pelo tan largo que habría merecido contrato de hombre anuncio con L’Oreal. Con esa facha habría sido homenajeado en cualquier asamblea de Podemos, pero en Navarra no tuve siquiera la oportunidad de entrar a una herriko taberna. Mejor así, porque me libré tal vez de que me apaleara medio centenar de gudaris so pretexto de que prefiero el motor en V al de explosión.
El puñetazo es la táctica que utiliza el independentista radical cuando se le acaba, no la paciencia, sino el argumento. En lo que actúa como el defensa escoba que barre al delantero que le hace un par de caños. La impotencia del zaguero con Neymar explica la paliza propinada a dos agentes y a sus parejas en Alsasua, territorio más conocido ahora que Javier por los españoles, lo que es una pena, porque la cuna del santo ha hecho más por la comunidad que la de la autodeterminación. Las manzanas podridas no dejan ver el pomar, pero Navarra es una buena tierra, como lo es el País Vasco, si bien, hoy por hoy, de la unión de media docena de jóvenes norteños es menos probable que surja Mocedades que el Comando Madrid.