2 Samuel 5, 1-3; Colosenses 1, 12-20; Lucas 23, 35-43
«Si eres Tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo»
«¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad»
«Si eres Tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo»
«¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad»
Me conmueve pensar en Jesús hecho carne entre mis manos. En la nada misma del pan que se parte. Ese pan vulnerable, frágil, indefenso. Me impresiona la impunidad ante la violencia. Ante la injusticia. Ante el escándalo. Esa impunidad ante la que me siento frágil y débil. Sé que Él mismo quiso hacerse impotente. Y se abandonó en mis manos humanas. Me confió lo más grande, lo más sagrado. Conociendo mi impotencia. Sabiendo de mi debilidad. Me impresionan las palabras de Jorge Luis Borges en labios de Dios: «Yo quise jugar con mis hijos. Estuve entre ellos con asombro y ternura. Conocí la memoria, esa moneda que no es nunca la misma. Conocí la esperanza y el temor, esos dos rostros del incierto futuro. Conocí la vigilia, el sueño, los sueños, la ignorancia, la carne, los torpes laberintos de la razón, la amistad de los hombres, la misteriosa devoción de los perros. Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz. Bebí la copa hasta las heces. Vi por mis ojos lo que nunca había visto: la noche y sus estrellas. Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero, el sabor de la miel y de la manzana, el agua en la garganta de la sed, el peso de un metal en la palma, la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba, el olor de la lluvia en Galilea, el alto grito de los pájaros. Conocí también la amargura». Me conmueve ese Dios todopoderoso, inalcanzable, imperturbable, hecho carne, hecho rostro, hecho muerte. Tembloroso ante la vida. Frágil e indefenso. Nació para morir. Nació para entregar la vida. Y luego decidió quedarse para que yo lo contemplara en un trozo de pan indefenso, en esa presencia sagrada que se me confía, para que yo no tema. Y por eso me impresiona tanto tenerlo entre mis manos. Adorarlo de lejos. Porque es el juego torpe de los niños que quieren retener lo que no abarcan. Y alcanzar lo que no logran asir con sus pequeñas manos. Así me siento yo tantas veces. Tan pequeño e indefenso. Tan torpe y frágil. Y busco. Y me llegan las palabras de una canción que reflejan el deseo de retener lo imposible, de abrazar lo que encuentro: «Dios mío déjame escucharte, entre tantos ruidos que turban mi alma. Déjame seguirte, cuando no te vea, cuando ya no espere, cuando no confíe. Déjame abrazarme a tu alma serena y seguir tus pasos, por dónde Tú quieras. Déjame quererte, aunque ya no pueda, amarte despacio cuando no te vea. Déjame abrazarme con toda mi alma, y soñar tus sueños, sentir tu presencia». Quiero seguir los pasos de Jesús cuando no lo veo. Sólo quedan sus misteriosas huellas. Ese Jesús que se hizo pie, mano y aliento. Ese Jesús que se hizo abrazo, mirada y palabra. Y conmovió las entrañas de mi vida vacía en su ausencia. Y por eso me da miedo perderlo. Sentir que lo llevan lejos sin que pueda seguirlo. Dejar de verlo. La custodia vacía. Siento que está presente y ausente tantas veces. Lo siento tan vivo en el corazón roto de ese hombre que me suplica misericordia en el último día del año de la misericordia. Queriendo cambiar su vida. Comenzar un nuevo trazo. Empezar una nueva historia. Y en él, roto en su pasado, roto en sus heridas, está Jesús vivo. Como esa custodia vacía y rota que me habla de su ausencia y su presencia misteriosa. Sus pies cansados llenos de polvo en Galilea. Sus pies cansados en tantos que pierden las esperanza, y no lo ven, y no lo encuentran. En tantas vidas rotas. Vidas robadas. Heridas. Violentadas. Y ante ellas, como ante mi custodia vacía, me detengo yo herido. Con mi alma que anhela abrazar su presencia ausente. Escuchar sus palabras calladas entre ruidos inmensos. Retener su voz misteriosa entre gritos que duelen. Y abrazarlo despacio para retenerlo. Para que no lo lleven por caminos esquivos. Para que no lo escondan lejos de mi mirada. ¿Dónde lo ocultan tantas veces en medio de este mundo? Cuando yo mismo también lo oculto cuando no sé hablar bien de su presencia, cuando no lo señalo con mis ojos turbados, cuando mis gestos torpes no revelan su amor, cuando no lo cuido y no lo protejo. Hoy yo pregunto como aquellas mujeres buscando su cuerpo muerto al pie de la cruz hendida. Como tantos hoy que no creen que exista, entre tanto mal que hay en el mundo. Veo su cuerpo muerto entre dos ladrones. Lo veo muerto y lo busco. Porque sé que está vivo. Escondido, robado, presente entre mis manos. Herido en tantas manos que buscaron esa custodia dorada que escondía su presencia. No lo buscan a Él hoy tantas manos. No anhelan su presencia en silencios sagrados. Porque no lo conocen. Porque no han probado su agua. No han escuchado su voz. No han recibido su abrazo. Y me conmueve la herida hoy de tantos hombres. La herida de pobreza, de rechazo, de desprecio, de soledad y abandono. La herida que provocaron decisiones erradas. La herida de una vida rota en desencuentros y desamores. Me duele ese dolor tan humano. Lloro por dentro. Y busco el consuelo de ese pan sagrado que sostiene mi esperanza. Contemplo. Miro. Espero. Sueño.
Jesús se fue en una custodia robada. No se quedó en el sagrario. Se fue en las manos de un hombre al que conocía. Porque Jesús conoce a todos. Un hombre que quizás a Jesús no lo conocía. Se fue tal vez escondido en su pecho. No lo sé. Tampoco sé dónde lo dejó con el paso de las horas. No sé bien dónde está Jesús ahora. Imagino que la custodia estará vacía. Sin Jesús. Y Jesús perdido por las calles de mi ciudad. En medio de los hombres. De los pobres. No sé bien si el que se llevó su cuerpo ha cambiado de vida. Si era el buen ladrón o aquel no tan bueno. No sé si inició Jesús en su pecho un cambio de vida, de mirada, de intenciones. Tal vez nunca lo sepa. Sí sé que de repente me dejó con su ausencia un hueco muy grande en el alma. Echo la culpa al ladrón de mi tristeza. Pero yo mismo no cuidé su presencia como quisiera. Siento la propia culpa. No lo hago. Le olvido. El mismo hueco que me ha dejado el robo me lo dejan tantas veces mi propia desidia, mi olvido, mi descuido, mis exigencias, mis negaciones, mi pereza. Me siento como un mal ladrón no arrepentido. Junto a Jesús. A pocos metros. Y le exijo que vuelva. Que se baje de su cruz y me baje a mí de la mía. Y me rebelo contra ese hombre sin alma que robó su cuerpo. Y me importa de golpe más ese robo que el que yo permito cada día al notarle ausente de mi propio pecho. Cuando no lo llevo conmigo. Cuando no le rezo. Cuando no le contemplo esperándome en la custodia llena de su presencia. Y miro mis preocupaciones, lo que a mí me interesa. Mis planes y mis sueños. Y no le llevo dentro. El otro día leyeron unas palabras en las que Jesús me habla a mí: «Yo estoy en la Eucaristía y en mi Cuerpo Místico: en los hermanos que se reúnen a rezar. A veces podéis descuidar a los hermanos y dejarlos solos y otros los pueden robar y llevar por otros caminos. Os entristece el robo de mi cuerpo eucarístico y no tanto cuando un hermano se pierde o está solo. No quiero hermanos solos y perdidos en mi Cuerpo. Mi Cuerpo no puede desmembrarse». Tal vez en ese gesto burdo de un hombre que lo roba veo que yo mismo evito tantas veces llevarlo en mi pecho. Ir por las calles de mi misma ciudad llevando su presencia. Preocupándome por el que está herido, por el que está solo, por el que nada tiene. Un cuerpo desmembrado. Quiero unir. Porque a veces no parece turbarme escuchar de tantos Cristos rotos, heridos y solos. No me conmueve tanto su dolor como saber que su custodia está vacía. Y mi alma hoy quiere ser custodia. Lo tengo claro. Primero vacía. De tantos miedos y cadenas. De tanto mundo y placeres. De tanta comodidad y desidia. Quiero primero vaciar mi custodia. No es de oro mi custodia. Ni de plata valiosa. Nadie la robaría. Pero es mía. Soy yo. En mi pobreza. Barro y madera. Es mi fragilidad. Dios quiere refugiarse en mi custodia vacía. Quiere que vaya yo por las calles llevando su cuerpo. Soy custodia cada vez que comulgo. Me vuelvo custodia cada vez que me dejo amar por su presencia. Y me lleno de Él, de su Espíritu. Mi custodia vacía. Dejo de estar vacío para estar más lleno que nunca. De esperanza, de vida, de alegría, de sueños. Soy custodia llena de su amor encarnado. No quiero que nadie esté solo. Como ese cuerpo de Jesús abandonado en algún lugar. No sé dónde lo han puesto. Pero sí sé dónde grita Jesús lleno de abandono. En tantos que me gritan a mí cuando no escucho. Y recuerdo las palabras del Papa Francisco: «Los tesoros de la Iglesia no son sus catedrales, sino los pobres. Con su presencia nos ayudan a sintonizarnos en la longitud de onda de Dios, a mirar lo que Él mira: Él no se queda en las apariencias. ¿Qué tiene valor en la vida, cuáles son las riquezas que no pasan? Está claro que son dos: el Señor y el prójimo. ¡Estas dos riquezas no pasan! Estos son los bienes más grandes que hay que amar». Jesús y el prójimo. Jesús oculto en el prójimo. Me emociona pensar en tantas custodias dónde Él está. Ahí no lo adoro. A veces lo desprecio. Porque su apariencia no es dorada y no me interesa. En ese pobre al que no conozco. En aquel al que conozco y es pobre de amor y necesita que yo esté. Y me olvido. ¡Tantas veces olvido a Jesús en los que me necesitan! No adoro. Y a lo mejor vengo a adorarlo en una custodia de oro. Pero no pierdo el tiempo con el que no es admirable. Con el que está herido. Con el que ha sido rechazado y olvidado. Me gustaría ser capaz de arrodillarme al reconocerle en tantos que me rodean hoy. Buscando algo de amor. Mendigando cariño. Tal vez no suplican. No piden. Sólo esperan. Y yo paso de largo con prisa buscando una custodia dorada. Y no me detengo a pensar dónde está Jesús presente en medio de tantos ruidos. Y me pregunto si a lo mejor sólo pretendo que me admiren a mí. Que hablen bien de mí. Que me busquen a mí. Y mi custodia está llena de orgullo, de vanidad, de prepotencia. Como si yo no necesitara nada. Tan seguro de mí mismo. Quiero adorar a Jesús. Para llenarme de su presencia. Para colmar mi vacío. Quiero adorarlo en su custodia en el santuario. Adorarlo en su custodia en los que están junto a mí. Adorarlo en los más pobres donde tantas veces me cuesta verle. Quiero otra mirada para descubrir su cuerpo herido, perdido, escondido. Bajo la apariencia vulgar de mi carne enferma. Sí. Ahí donde no me resulta fácil descubrir la fragancia del incienso, las luces cálidas que desvelan los misterios. Allí donde los cantos no me hablan de su amor, ni me evocan un lugar sagrado en el que poder postrarme en mi indigencia. Sí. Allí está Jesús oculto. Quiero desvelarlo. Quiero descubrirlo. Quiero yo mismo cargarlo en mi pecho herido.
Hoy algunos le piden a Jesús cuando muere en la cruz que se salve si es rey: «En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: - A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el Elegido. Se burlaban de Él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: - Si eres Tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Incluso uno de los ladrones le pide lo mismo: - Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: - ¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Le piden que demuestre su poder. Hacen muecas, se burlan, le exigen. Yo muchas veces hago lo mismo. A Jesús le pido que me salve. Le hago muecas. Me burlo de su poder ausente. Es como si sólo creyera en un Dios todopoderoso. Un Dios que me va a salvar porque no puede dejarme morir. Y yo no tolero que no haga nada por salvarme. Suplico, oro, grito. Quiero que se salve, que me salve. Creo en ese poder de Dios en mi vida. Él lo puede todo. Lo he oído tantas veces. Y es que yo creo en el poder. Busco el poder. Me atraen las personas poderosas. Los que tienen mucho dinero e influencias. Los que han logrado mucho en la vida y detentan cargos importantes. Me siento cerca de ellos, hablo con ellos, me gusta parecer importante a su lado. Admiro a aquellos que han llegado lejos en la vida y son admirados por muchos. Quiero estar cerca. Oír su voz. Escuchar sus palabras. Sus consejos. Me acerco a los poderosos. A los famosos. Me siento algo pequeño a su lado. Como si mi vida no mereciera la pena y no fuera tan importante. Como si el poder engordara mi tamaño. Es curioso. La fama importa. Tiene su peso en oro. Una persona decía: «A medida que fui creciendo, ese modelo de agrado, de complacencia, lo extendía al ámbito personal, académico, deportivo. Quería ganar en todo, triunfar en todo. Así que poco a poco me convertí en un perfeccionista, esclavo de los buenos resultados». Quiero triunfar en todo. Quiero ganar hasta en los juegos poco importantes. Busco la fama y el éxito que me dan poder. Me hacen poderoso para cambiar la realidad, para influir en los demás. Justifico ese poder que es tan necesario. Es esa influencia sobre mi entorno lo que acaba teniendo peso en mi alma. El poder influir, el poder dominar, el poder cambiar la realidad. Hay muchas relaciones de amor en las que no hay amor, sino egoísmo. Hay una lucha por el poder. Hay un deseo enfermizo por querer dominar al otro. Por querer someterlo a su voluntad. El ansia de poder es algo enfermizo. Renunciar a tener poder me parece demasiado doloroso. Es perder la plataforma desde la que domino la vida. Es pasar a ser uno más entre muchos, sin ninguna influencia en este mundo. Me parece que los cargos son una posibilidad para influir en el mundo. Busco un cargo, una responsabilidad, una plataforma de poder. Me convenzo a mí mismo y digo que es por servir más. Pero detrás hay una búsqueda enfermiza del poder. La información es poder, el ser consultado es poder, el decidir es poder. Me gusta el poder. Da igual el ámbito en el que soy poderoso. Puede ser en la pequeña parcela de mi vida. Eso basta. Ahí decido yo. Nadie más decide. El poder a la hora de tomar mis propias decisiones. Sin que otros las tomen por mí. Sin que me fuercen a nada. Es el poder de la autonomía, cuando puedo gobernar mi vida y no dependo de nadie. A todos nos gusta ese poder mínimo. El poder ser autónomo. En realidad es un bien en sí mismo cuando no lo llevo a un extremo. Decía el P. Kentenich: «Debemos procurar también que cada uno tenga suficiente claridad acerca de sí mismo como para poder guiarse normalmente a sí mismo»[1]. Conocerme para gobernarme. Es el poder al que no puedo renunciar. Decidir yo y no influido por otros, determinado por otros, forzado por otros. Es verdad que con los años o la enfermedad puedo perder incluso ese poder básico de ser autónomo. La impotencia me desconcierta. Todos tenemos poder. El poder sobre la propia vida. El poder sobre otros. Me da miedo en ocasiones usar mal mi poder. Hablar más de la cuenta. No guardar el sigilo. Pretender que los demás actúen como yo quiero abusando de mi poder. El poder es algo peligroso. No lo tiene uno por sí mismo. El poder lo tengo si alguien me lo da. Hay personas libres frente a los poderosos. Siempre las admiro. Jesús se mostró así en su muerte en cruz. No se doblegó ante el poder humano de los romanos que podían impedir su muerte. No se doblegó ante el poder de los fariseos que buscaban su muerte. Fue libre hasta el final. Guardó silencio ante las preguntas. Es la fuerza de los mártires. No se doblegaron ante el poder humano. Una persona se convierte en poderosa cuando yo le doy poder sobre mi vida. Me doblego ante su dinero, ante sus conocimientos, ante su fama, ante su fuerza. Busco sus influencias. Me someto a sus deseos. Y le doy poder sobre mí. Cedo, renuncio a mi autonomía y dejo que él decida sobre mi vida. ¡Cuántas veces pasa esto! A veces parece algo inofensivo. Pero es muy peligroso. Pierdo mi capacidad de decisión. A veces lo hago ante los hombres. A veces en un amor inmaduro le doy ese poder sobre mí a otra persona a quien amo y creo que también me ama. Pero en ocasiones puede amarme mal, de forma egoísta. Me someto y renuncio a mi independencia. Lo llamo amor. Pero no lo es. Porque el verdadero amor libera, nunca me esclaviza. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar». El amor verdadero me hace libre. Nunca me domina, ni me somete. Hoy se habla mucho de abuso de poder. Es algo perverso y muy sutil. Puedo abusar de mi poder sobre aquellos que me lo han dado. Tengo que tener mucho cuidado. Cada persona es sagrada. Quiero respetar siempre su autonomía. No forzar. Hoy es muy fuerte la tendencia a ceder a otros el poder sobre mi vida. A otra persona, a un grupo. Lo hago así y me vuelvo esclavo. Pierdo la libertad. No soy capaz de tomar decisiones libres y autónomas. El amor no crea esclavos, sino hombres libres con capacidad para tomar decisiones autónomas.
Me gustaría dejar que Jesús fuera el rey de mi vida. Sólo ante Él quiero doblegarme como ante esa custodia que sostiene su cuerpo expuesto. Es verdad que a veces busco reyes poderosos que me hagan la vida más fácil. Huyo de los reyes impotentes que no me solucionan nada. No me gustan esos reyes que no vencen, porque no usan su poder para bajarse de su cruz. Jesús me enseñó el día de su muerte que no puedo bajarme de mi cruz. Aunque pueda hacerlo. Aunque pueda ejercer mi poder. Jesús me enseñó a no huir, a no evitar las consecuencias de mis actos, a no eludir la responsabilidad por lo que he hecho. Me enseñó a permanecer atado a mis clavos. Suspendido en el dolor de una corona de espinas. Me recordó que mi impotencia no es muestra de mi debilidad, sino del poder más grande, del poder heroico de un amor que se entrega. Ese poder que elige libremente el camino de la renuncia. Es el poder de ese corazón libre que no se somete al poder de los hombres. No hace uso de su poder humano. Sólo se somete ante el poder de Dios. Me sorprende. Estoy acostumbrado a hacer uso de mi poder. El poder de mis contactos, de mi dinero, de mis influencias. El poder de mi posición, de mi cargo, de mi condición. El poder de mi palabra, de mi apariencia, de mi nombre. Estoy acostumbrado a juntar poder a manos llenas. A guardarlo esperando el momento de utilizarlo. El poder siempre puede ser útil. Pero aceptar que en un momento dado de mi vida no voy a hacer nada por salvarme, nada por limpiar mi imagen. Nada por proteger mi fama. Por justificar mis actos. Y no lo voy a hacer aunque sea injusto lo que está pasando. Aunque se derive un mal de mi silencio. Esa renuncia al uso de mi poder me parece ahora mismo absurda. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene renunciar a ejercer el poder que uno ha recibido? Me gusta hablar para defender mis posturas, mis actos, mis decisiones. Justifico mi labor con palabras fuertes. Me defiendo cuando me acusan injustamente. No tolero ni una falta a la verdad. Que alguien mienta sobre mí o sobre alguien a quien quiero, no lo soporto. Pero hoy Jesús me enseña. Se burlan de Él y le hacen muecas. Lo critican y lo acusan. Todo es injusto pero Él no se defiende, calla. Renuncia al poder de bajarse de la cruz. Él era Dios y tenía ese poder. Era hombre y Dios. Decía el P. Kentenich: «Entonces se le acuesta en la cruz. Brutales clavos entran a golpe de martillo en sus santas manos y pies. Sus miembros, sus nervios son tensados y torturados hasta lo último. Impotente y bajo dolores horribles está colgado ahora entre el cielo y la tierra. No bebe nada. Quiere sufrir por el Padre. Padre, ¿qué más puedo hacer por ti? Todo mi anhelo es por ti. Déjame sufrir hasta lo último por ti»[2]. El dolor hasta el extremo, por amor. Padece por amor. De forma pasiva acepta el dolor por amor. En su impotencia bebe el cáliz amargo por amor. No se defiende. No lucha. No hay odio en sus ojos. Sólo ese perdón que libera. Perdona desde la cruz. Ama desde la cruz. Es totalmente libre. Guarda su poder mostrando impotencia.
El poder más grande es el poder del perdón. Jesús perdona a los que lo matan. Ama y perdona. Se libera y libera al que perdona. Dice Miriam Subirana: «Perdonar nos permite recuperar nuestro poder interior». Jesús no sólo me pide que no me baje de la cruz. No sólo me pide que no use mi poder para salvarme, para defenderme. Me pide algo más grande y más difícil todavía. Me pide que perdone incluso al que me hace daño de forma injusta para ser más libre. Para no estar atado a nadie por mi odio, por mi rabia. Quiere que perdone con el corazón. ¡Qué difícil perdonar subido a la cruz! Con los clavos lacerando mi carne. Me cuesta mucho esta impotencia de Jesús que perdona. Este abandono doloroso. Esta injusticia perdonada. Me duele tanto. Me rebelo con frecuencia ante las injusticias, ante las mentiras, ante las falsedades. Jesús me pide que sea impotente. Que deje que venza en mí su amor. Que me haga víctima de su amor. Víctima de mi amor por los hombres. En mi impotencia está escondido mi verdadero poder. Pero no me lo acabo de creer. Veo a Jesús sufriendo en la cruz y yo mismo quiero que se baje. Quiero bajarlo a la fuerza, con violencia. Que acabe el dolor y el sufrimiento. Me pasa cuando veo sufrir a alguien a quien quiero. No quiero su dolor e intervengo. Deseo que se acabe todo y uso mi poder. Quiero que deje de sufrir. Que se salve. Que viva. Me desconciertan el silencio de Dios y su muerte injusta. Hoy Jesús no se baja de su cruz. Tampoco se baja de mi cruz. Y me pide que tampoco yo me baje y que además perdone. Que no quiera usar mi poder para defender mis privilegios, mis derechos, mis poderes. Quiere que renuncie a mi bien por amor. Que me entregue en sus manos por amor. Quiere que confíe. Y que venza en mi impotencia. Él me salva. No bajándome de la cruz, sino dándome fuerzas para que sepa vivir con libertad en lo alto de mi cruz. En Schoenstatt hacemos un acto de profundización de nuestra alianza de amor con María que se llama poder en blanco. En ese acto le entregamos a María un cheque en blanco, sin cifras, firmado por nosotros. Un poder para que Ella disponga de nuestra vida. De alguna forma le decimos: «Haz lo que quieras con mi vida. Reina en mi corazón. No quiero controlarlo todo. No quiero conservar mi poder. Te lo entrego a ti». Es la impotencia como camino de santidad. El abandono como renuncia a ejercer todos mis derechos. La vida es don y se me olvida. Y me empeño en controlarlo todo. Pienso que la vida es como esos hijos que se sientan a repartir la herencia de sus padres. Se pelean entre ellos porque cada uno quiere la mejor parte. Se creen con derecho a ella. Rompen la familia. Faltan al amor. Se creen con derecho a algo que no les pertenece. Es de sus padres. Ellos no lo han ganado. Pero esa lucha por el poder los rompe por dentro. A veces somos así nosotros en la vida. Nos creemos con derechos. No estamos dispuestos a ceder, a callar, a renunciar. Apelamos a la justicia. A la verdad. Y eso nos hace sentirnos seguros. Pero en el fondo nada es nuestro. La herencia no es nuestra. La vida no es mía. Sólo administro como siervo inútil lo que Dios ha puesto en mis manos. ¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María, que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad. Entrego mi impotencia. Y recibo a cambio la libertad interior. No es magia. Pero sí es un camino que quiero recorrer.
El Reino de Dios se construye desde el servicio, desde la pequeñez, desde la impotencia. A Jesús lo acusaron de ser rey y por eso lo mataron: «Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: - Éste es el rey de los judíos». Pero su reino no era un reino poderoso. Escribía Chesterton que Jesús «no eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros vigorosos. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil y por esta razón es indestructible». Es un reino que perdura porque está levantado sobre hombros débiles. Jesús eligió columnas frágiles. Como una custodia dorada, o de madera, o de barro. Una custodia nunca es poderosa. Nunca es lo bastante grande como para contener a Dios. Una custodia, por mucho oro que tenga, nunca es suficientemente digna. Como ese madero indigno sobre el que expiró Jesús. Ese madero que se convirtió en la cruz más sagrada. Lo que dignificó aquel madero fue el amor de Jesús. Lo que dignifica mi custodia es Jesús vivo en ella. Sin Jesús, la custodia no vale nada, no sirve. Pienso que así es mi vida. Es poderosa cuando está llena de Jesús. Mi reino es poderoso cuando Jesús reina en él. Pero para eso tengo que adaptarme al camino de Jesús. Es el camino que pasa por la renuncia, por la entrega, por el servicio, por la generosidad, por la impotencia. Es un reino pobre porque en él no manda el dinero, ni el poder de la fama, ni el poder de los cargos y títulos. Es un reino miserable a los ojos de los hombres. No hay oro ni piedras preciosas. Sólo brilla el servicio alegre y fiel. La vida entregada. La sangre de los que han derramado su vida por amor. Ese reino no es noticia. Se construye en medio de la vida que se entrega. Es un reino de paz y verdad. Un reino de amor y vida. Es un reino en el que todos caben. No hay honores ni famas. En ese reino yo puedo estar sin tener que presentar ningún título. Pero para estar en él tengo que pensar como piensa Jesús y vivir como vivió Él. Decía el Papa Francisco: «Jesús no es el Señor del confort, de la seguridad y de la comodidad. Para seguir a Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que animarse a cambiar el sofá por un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados, por caminos que abran nuevos horizontes. Ir por los caminos siguiendo la locura de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo». Jesús desde la cruz me pide que no me conforme. Que mire la vida desde el prisma de la fragilidad, no desde el poder. Es una nueva forma de ver la vida. Una forma nueva de entender las relaciones.
Hoy Jesús me promete la salvación desde la impotencia de la cruz. El buen ladrón pide misericordia en el último momento de su vida: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada». El buen ladrón se vuelve hacia Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y Jesús responde con misericordia: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Uno de los ladrones quiere ser salvado desde la cruz. El otro quiere estar con Jesús para siempre. Lo reconoce entre la sangre. Descubre en su silencio un poder que no es de este mundo. Me impresiona la mirada del buen ladrón que ve el paraíso en medio del infierno de la cruz. Distingue la verdad oculta en ese silencio incomprensible. ¿Por qué no actúa Jesús? Su reino no es de este mundo. Y ese ladrón cambia el corazón. Se convierte en un momento de gracia. Descubre lo que durante tantos años no había visto. Lo descubre entonces, en medio de su propio dolor. En ese instante ve la justicia de Jesús, su inocencia. Ve la pureza de su alma. Y Jesús descubre en él el amor, la verdad de una vida dilapidada sin sentido. Ver su pureza y se conmueve. Y le promete el paraíso. En ese mismo momento. En ese rayo de esperanza. Me impresionan siempre estas palabras. Quisiera tener yo la mirada de ese ladrón arrepentido. Yo me creo salvado muchas veces. No veo el mal en mis obras. Y pienso que Jesús ya me ha dicho esas mismas palabras. Es mi orgullo el que me hace pensar que mi vida es digna de su amor. Me creo justificado. Y entonces no suplico perdón. Quiero aprender de Jesús hoy. Quiero aprender de este buen ladrón. Quiero esa mirada pura y arrepentida. Quiero ver mi fragilidad y reconocer que todo es don, gracia, misericordia. Dios me salva por su amor incondicional, no por mis méritos. Me quiere como soy en mi fragilidad. Me abraza en mi pobreza y en mi pecado. Y me levanta. Como hace hoy con los brazos clavados. Sus palabras son esperanza. Ese mismo día estaría en el paraíso. Es como si todo hubiera tenido sentido. Me gustaría mirar al buen ladrón como lo miró Jesús aquella tarde. No lo juzgó. No condenó su vida pasada. Se conmovió simplemente ante sus palabras de arrepentimiento. Yo a veces juzgo al que actúa mal. Al que no es como yo. Al que no tiene presente a Dios en su vida. Lo juzgo por su pasado y por su presente. Juzgo al ladrón que robó una custodia sin conocerlo. Lo condeno desde mi cruz. Juzgo con mis ojos llenos de poder, vacíos de perdón. No sé mirar como mira Jesús que perdona, abraza, sostiene, da esperanza. Quiero mirar así la vida de los que me confía. Sin juzgarlos. Viendo la luz que hay en su corazón. Perdonándolos y alentándolos a dar la vida, a confiar en el amor de Dios. Quiero prometer el paraíso. Hablar con palabras llenas de esperanza. Quiero sembrar luz en medio del dolor. Y hacer que su reino de misericordia y bondad se extienda con mis gestos.
Jesús se fue en una custodia robada. No se quedó en el sagrario. Se fue en las manos de un hombre al que conocía. Porque Jesús conoce a todos. Un hombre que quizás a Jesús no lo conocía. Se fue tal vez escondido en su pecho. No lo sé. Tampoco sé dónde lo dejó con el paso de las horas. No sé bien dónde está Jesús ahora. Imagino que la custodia estará vacía. Sin Jesús. Y Jesús perdido por las calles de mi ciudad. En medio de los hombres. De los pobres. No sé bien si el que se llevó su cuerpo ha cambiado de vida. Si era el buen ladrón o aquel no tan bueno. No sé si inició Jesús en su pecho un cambio de vida, de mirada, de intenciones. Tal vez nunca lo sepa. Sí sé que de repente me dejó con su ausencia un hueco muy grande en el alma. Echo la culpa al ladrón de mi tristeza. Pero yo mismo no cuidé su presencia como quisiera. Siento la propia culpa. No lo hago. Le olvido. El mismo hueco que me ha dejado el robo me lo dejan tantas veces mi propia desidia, mi olvido, mi descuido, mis exigencias, mis negaciones, mi pereza. Me siento como un mal ladrón no arrepentido. Junto a Jesús. A pocos metros. Y le exijo que vuelva. Que se baje de su cruz y me baje a mí de la mía. Y me rebelo contra ese hombre sin alma que robó su cuerpo. Y me importa de golpe más ese robo que el que yo permito cada día al notarle ausente de mi propio pecho. Cuando no lo llevo conmigo. Cuando no le rezo. Cuando no le contemplo esperándome en la custodia llena de su presencia. Y miro mis preocupaciones, lo que a mí me interesa. Mis planes y mis sueños. Y no le llevo dentro. El otro día leyeron unas palabras en las que Jesús me habla a mí: «Yo estoy en la Eucaristía y en mi Cuerpo Místico: en los hermanos que se reúnen a rezar. A veces podéis descuidar a los hermanos y dejarlos solos y otros los pueden robar y llevar por otros caminos. Os entristece el robo de mi cuerpo eucarístico y no tanto cuando un hermano se pierde o está solo. No quiero hermanos solos y perdidos en mi Cuerpo. Mi Cuerpo no puede desmembrarse». Tal vez en ese gesto burdo de un hombre que lo roba veo que yo mismo evito tantas veces llevarlo en mi pecho. Ir por las calles de mi misma ciudad llevando su presencia. Preocupándome por el que está herido, por el que está solo, por el que nada tiene. Un cuerpo desmembrado. Quiero unir. Porque a veces no parece turbarme escuchar de tantos Cristos rotos, heridos y solos. No me conmueve tanto su dolor como saber que su custodia está vacía. Y mi alma hoy quiere ser custodia. Lo tengo claro. Primero vacía. De tantos miedos y cadenas. De tanto mundo y placeres. De tanta comodidad y desidia. Quiero primero vaciar mi custodia. No es de oro mi custodia. Ni de plata valiosa. Nadie la robaría. Pero es mía. Soy yo. En mi pobreza. Barro y madera. Es mi fragilidad. Dios quiere refugiarse en mi custodia vacía. Quiere que vaya yo por las calles llevando su cuerpo. Soy custodia cada vez que comulgo. Me vuelvo custodia cada vez que me dejo amar por su presencia. Y me lleno de Él, de su Espíritu. Mi custodia vacía. Dejo de estar vacío para estar más lleno que nunca. De esperanza, de vida, de alegría, de sueños. Soy custodia llena de su amor encarnado. No quiero que nadie esté solo. Como ese cuerpo de Jesús abandonado en algún lugar. No sé dónde lo han puesto. Pero sí sé dónde grita Jesús lleno de abandono. En tantos que me gritan a mí cuando no escucho. Y recuerdo las palabras del Papa Francisco: «Los tesoros de la Iglesia no son sus catedrales, sino los pobres. Con su presencia nos ayudan a sintonizarnos en la longitud de onda de Dios, a mirar lo que Él mira: Él no se queda en las apariencias. ¿Qué tiene valor en la vida, cuáles son las riquezas que no pasan? Está claro que son dos: el Señor y el prójimo. ¡Estas dos riquezas no pasan! Estos son los bienes más grandes que hay que amar». Jesús y el prójimo. Jesús oculto en el prójimo. Me emociona pensar en tantas custodias dónde Él está. Ahí no lo adoro. A veces lo desprecio. Porque su apariencia no es dorada y no me interesa. En ese pobre al que no conozco. En aquel al que conozco y es pobre de amor y necesita que yo esté. Y me olvido. ¡Tantas veces olvido a Jesús en los que me necesitan! No adoro. Y a lo mejor vengo a adorarlo en una custodia de oro. Pero no pierdo el tiempo con el que no es admirable. Con el que está herido. Con el que ha sido rechazado y olvidado. Me gustaría ser capaz de arrodillarme al reconocerle en tantos que me rodean hoy. Buscando algo de amor. Mendigando cariño. Tal vez no suplican. No piden. Sólo esperan. Y yo paso de largo con prisa buscando una custodia dorada. Y no me detengo a pensar dónde está Jesús presente en medio de tantos ruidos. Y me pregunto si a lo mejor sólo pretendo que me admiren a mí. Que hablen bien de mí. Que me busquen a mí. Y mi custodia está llena de orgullo, de vanidad, de prepotencia. Como si yo no necesitara nada. Tan seguro de mí mismo. Quiero adorar a Jesús. Para llenarme de su presencia. Para colmar mi vacío. Quiero adorarlo en su custodia en el santuario. Adorarlo en su custodia en los que están junto a mí. Adorarlo en los más pobres donde tantas veces me cuesta verle. Quiero otra mirada para descubrir su cuerpo herido, perdido, escondido. Bajo la apariencia vulgar de mi carne enferma. Sí. Ahí donde no me resulta fácil descubrir la fragancia del incienso, las luces cálidas que desvelan los misterios. Allí donde los cantos no me hablan de su amor, ni me evocan un lugar sagrado en el que poder postrarme en mi indigencia. Sí. Allí está Jesús oculto. Quiero desvelarlo. Quiero descubrirlo. Quiero yo mismo cargarlo en mi pecho herido.
Hoy algunos le piden a Jesús cuando muere en la cruz que se salve si es rey: «En aquel tiempo, las autoridades hacían muecas a Jesús, diciendo: - A otros ha salvado; que se salve a sí mismo, si Él es el Mesías de Dios, el Elegido. Se burlaban de Él también los soldados, ofreciéndole vinagre y diciendo: - Si eres Tú el rey de los judíos, sálvate a ti mismo. Incluso uno de los ladrones le pide lo mismo: - Uno de los malhechores crucificados lo insultaba, diciendo: - ¿No eres Tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros». Le piden que demuestre su poder. Hacen muecas, se burlan, le exigen. Yo muchas veces hago lo mismo. A Jesús le pido que me salve. Le hago muecas. Me burlo de su poder ausente. Es como si sólo creyera en un Dios todopoderoso. Un Dios que me va a salvar porque no puede dejarme morir. Y yo no tolero que no haga nada por salvarme. Suplico, oro, grito. Quiero que se salve, que me salve. Creo en ese poder de Dios en mi vida. Él lo puede todo. Lo he oído tantas veces. Y es que yo creo en el poder. Busco el poder. Me atraen las personas poderosas. Los que tienen mucho dinero e influencias. Los que han logrado mucho en la vida y detentan cargos importantes. Me siento cerca de ellos, hablo con ellos, me gusta parecer importante a su lado. Admiro a aquellos que han llegado lejos en la vida y son admirados por muchos. Quiero estar cerca. Oír su voz. Escuchar sus palabras. Sus consejos. Me acerco a los poderosos. A los famosos. Me siento algo pequeño a su lado. Como si mi vida no mereciera la pena y no fuera tan importante. Como si el poder engordara mi tamaño. Es curioso. La fama importa. Tiene su peso en oro. Una persona decía: «A medida que fui creciendo, ese modelo de agrado, de complacencia, lo extendía al ámbito personal, académico, deportivo. Quería ganar en todo, triunfar en todo. Así que poco a poco me convertí en un perfeccionista, esclavo de los buenos resultados». Quiero triunfar en todo. Quiero ganar hasta en los juegos poco importantes. Busco la fama y el éxito que me dan poder. Me hacen poderoso para cambiar la realidad, para influir en los demás. Justifico ese poder que es tan necesario. Es esa influencia sobre mi entorno lo que acaba teniendo peso en mi alma. El poder influir, el poder dominar, el poder cambiar la realidad. Hay muchas relaciones de amor en las que no hay amor, sino egoísmo. Hay una lucha por el poder. Hay un deseo enfermizo por querer dominar al otro. Por querer someterlo a su voluntad. El ansia de poder es algo enfermizo. Renunciar a tener poder me parece demasiado doloroso. Es perder la plataforma desde la que domino la vida. Es pasar a ser uno más entre muchos, sin ninguna influencia en este mundo. Me parece que los cargos son una posibilidad para influir en el mundo. Busco un cargo, una responsabilidad, una plataforma de poder. Me convenzo a mí mismo y digo que es por servir más. Pero detrás hay una búsqueda enfermiza del poder. La información es poder, el ser consultado es poder, el decidir es poder. Me gusta el poder. Da igual el ámbito en el que soy poderoso. Puede ser en la pequeña parcela de mi vida. Eso basta. Ahí decido yo. Nadie más decide. El poder a la hora de tomar mis propias decisiones. Sin que otros las tomen por mí. Sin que me fuercen a nada. Es el poder de la autonomía, cuando puedo gobernar mi vida y no dependo de nadie. A todos nos gusta ese poder mínimo. El poder ser autónomo. En realidad es un bien en sí mismo cuando no lo llevo a un extremo. Decía el P. Kentenich: «Debemos procurar también que cada uno tenga suficiente claridad acerca de sí mismo como para poder guiarse normalmente a sí mismo»[1]. Conocerme para gobernarme. Es el poder al que no puedo renunciar. Decidir yo y no influido por otros, determinado por otros, forzado por otros. Es verdad que con los años o la enfermedad puedo perder incluso ese poder básico de ser autónomo. La impotencia me desconcierta. Todos tenemos poder. El poder sobre la propia vida. El poder sobre otros. Me da miedo en ocasiones usar mal mi poder. Hablar más de la cuenta. No guardar el sigilo. Pretender que los demás actúen como yo quiero abusando de mi poder. El poder es algo peligroso. No lo tiene uno por sí mismo. El poder lo tengo si alguien me lo da. Hay personas libres frente a los poderosos. Siempre las admiro. Jesús se mostró así en su muerte en cruz. No se doblegó ante el poder humano de los romanos que podían impedir su muerte. No se doblegó ante el poder de los fariseos que buscaban su muerte. Fue libre hasta el final. Guardó silencio ante las preguntas. Es la fuerza de los mártires. No se doblegaron ante el poder humano. Una persona se convierte en poderosa cuando yo le doy poder sobre mi vida. Me doblego ante su dinero, ante sus conocimientos, ante su fama, ante su fuerza. Busco sus influencias. Me someto a sus deseos. Y le doy poder sobre mí. Cedo, renuncio a mi autonomía y dejo que él decida sobre mi vida. ¡Cuántas veces pasa esto! A veces parece algo inofensivo. Pero es muy peligroso. Pierdo mi capacidad de decisión. A veces lo hago ante los hombres. A veces en un amor inmaduro le doy ese poder sobre mí a otra persona a quien amo y creo que también me ama. Pero en ocasiones puede amarme mal, de forma egoísta. Me someto y renuncio a mi independencia. Lo llamo amor. Pero no lo es. Porque el verdadero amor libera, nunca me esclaviza. Decía el Papa Francisco en Amoris Laetitia: «El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a poseer, a dominar». El amor verdadero me hace libre. Nunca me domina, ni me somete. Hoy se habla mucho de abuso de poder. Es algo perverso y muy sutil. Puedo abusar de mi poder sobre aquellos que me lo han dado. Tengo que tener mucho cuidado. Cada persona es sagrada. Quiero respetar siempre su autonomía. No forzar. Hoy es muy fuerte la tendencia a ceder a otros el poder sobre mi vida. A otra persona, a un grupo. Lo hago así y me vuelvo esclavo. Pierdo la libertad. No soy capaz de tomar decisiones libres y autónomas. El amor no crea esclavos, sino hombres libres con capacidad para tomar decisiones autónomas.
Me gustaría dejar que Jesús fuera el rey de mi vida. Sólo ante Él quiero doblegarme como ante esa custodia que sostiene su cuerpo expuesto. Es verdad que a veces busco reyes poderosos que me hagan la vida más fácil. Huyo de los reyes impotentes que no me solucionan nada. No me gustan esos reyes que no vencen, porque no usan su poder para bajarse de su cruz. Jesús me enseñó el día de su muerte que no puedo bajarme de mi cruz. Aunque pueda hacerlo. Aunque pueda ejercer mi poder. Jesús me enseñó a no huir, a no evitar las consecuencias de mis actos, a no eludir la responsabilidad por lo que he hecho. Me enseñó a permanecer atado a mis clavos. Suspendido en el dolor de una corona de espinas. Me recordó que mi impotencia no es muestra de mi debilidad, sino del poder más grande, del poder heroico de un amor que se entrega. Ese poder que elige libremente el camino de la renuncia. Es el poder de ese corazón libre que no se somete al poder de los hombres. No hace uso de su poder humano. Sólo se somete ante el poder de Dios. Me sorprende. Estoy acostumbrado a hacer uso de mi poder. El poder de mis contactos, de mi dinero, de mis influencias. El poder de mi posición, de mi cargo, de mi condición. El poder de mi palabra, de mi apariencia, de mi nombre. Estoy acostumbrado a juntar poder a manos llenas. A guardarlo esperando el momento de utilizarlo. El poder siempre puede ser útil. Pero aceptar que en un momento dado de mi vida no voy a hacer nada por salvarme, nada por limpiar mi imagen. Nada por proteger mi fama. Por justificar mis actos. Y no lo voy a hacer aunque sea injusto lo que está pasando. Aunque se derive un mal de mi silencio. Esa renuncia al uso de mi poder me parece ahora mismo absurda. ¿Por qué? ¿Qué sentido tiene renunciar a ejercer el poder que uno ha recibido? Me gusta hablar para defender mis posturas, mis actos, mis decisiones. Justifico mi labor con palabras fuertes. Me defiendo cuando me acusan injustamente. No tolero ni una falta a la verdad. Que alguien mienta sobre mí o sobre alguien a quien quiero, no lo soporto. Pero hoy Jesús me enseña. Se burlan de Él y le hacen muecas. Lo critican y lo acusan. Todo es injusto pero Él no se defiende, calla. Renuncia al poder de bajarse de la cruz. Él era Dios y tenía ese poder. Era hombre y Dios. Decía el P. Kentenich: «Entonces se le acuesta en la cruz. Brutales clavos entran a golpe de martillo en sus santas manos y pies. Sus miembros, sus nervios son tensados y torturados hasta lo último. Impotente y bajo dolores horribles está colgado ahora entre el cielo y la tierra. No bebe nada. Quiere sufrir por el Padre. Padre, ¿qué más puedo hacer por ti? Todo mi anhelo es por ti. Déjame sufrir hasta lo último por ti»[2]. El dolor hasta el extremo, por amor. Padece por amor. De forma pasiva acepta el dolor por amor. En su impotencia bebe el cáliz amargo por amor. No se defiende. No lucha. No hay odio en sus ojos. Sólo ese perdón que libera. Perdona desde la cruz. Ama desde la cruz. Es totalmente libre. Guarda su poder mostrando impotencia.
El poder más grande es el poder del perdón. Jesús perdona a los que lo matan. Ama y perdona. Se libera y libera al que perdona. Dice Miriam Subirana: «Perdonar nos permite recuperar nuestro poder interior». Jesús no sólo me pide que no me baje de la cruz. No sólo me pide que no use mi poder para salvarme, para defenderme. Me pide algo más grande y más difícil todavía. Me pide que perdone incluso al que me hace daño de forma injusta para ser más libre. Para no estar atado a nadie por mi odio, por mi rabia. Quiere que perdone con el corazón. ¡Qué difícil perdonar subido a la cruz! Con los clavos lacerando mi carne. Me cuesta mucho esta impotencia de Jesús que perdona. Este abandono doloroso. Esta injusticia perdonada. Me duele tanto. Me rebelo con frecuencia ante las injusticias, ante las mentiras, ante las falsedades. Jesús me pide que sea impotente. Que deje que venza en mí su amor. Que me haga víctima de su amor. Víctima de mi amor por los hombres. En mi impotencia está escondido mi verdadero poder. Pero no me lo acabo de creer. Veo a Jesús sufriendo en la cruz y yo mismo quiero que se baje. Quiero bajarlo a la fuerza, con violencia. Que acabe el dolor y el sufrimiento. Me pasa cuando veo sufrir a alguien a quien quiero. No quiero su dolor e intervengo. Deseo que se acabe todo y uso mi poder. Quiero que deje de sufrir. Que se salve. Que viva. Me desconciertan el silencio de Dios y su muerte injusta. Hoy Jesús no se baja de su cruz. Tampoco se baja de mi cruz. Y me pide que tampoco yo me baje y que además perdone. Que no quiera usar mi poder para defender mis privilegios, mis derechos, mis poderes. Quiere que renuncie a mi bien por amor. Que me entregue en sus manos por amor. Quiere que confíe. Y que venza en mi impotencia. Él me salva. No bajándome de la cruz, sino dándome fuerzas para que sepa vivir con libertad en lo alto de mi cruz. En Schoenstatt hacemos un acto de profundización de nuestra alianza de amor con María que se llama poder en blanco. En ese acto le entregamos a María un cheque en blanco, sin cifras, firmado por nosotros. Un poder para que Ella disponga de nuestra vida. De alguna forma le decimos: «Haz lo que quieras con mi vida. Reina en mi corazón. No quiero controlarlo todo. No quiero conservar mi poder. Te lo entrego a ti». Es la impotencia como camino de santidad. El abandono como renuncia a ejercer todos mis derechos. La vida es don y se me olvida. Y me empeño en controlarlo todo. Pienso que la vida es como esos hijos que se sientan a repartir la herencia de sus padres. Se pelean entre ellos porque cada uno quiere la mejor parte. Se creen con derecho a ella. Rompen la familia. Faltan al amor. Se creen con derecho a algo que no les pertenece. Es de sus padres. Ellos no lo han ganado. Pero esa lucha por el poder los rompe por dentro. A veces somos así nosotros en la vida. Nos creemos con derechos. No estamos dispuestos a ceder, a callar, a renunciar. Apelamos a la justicia. A la verdad. Y eso nos hace sentirnos seguros. Pero en el fondo nada es nuestro. La herencia no es nuestra. La vida no es mía. Sólo administro como siervo inútil lo que Dios ha puesto en mis manos. ¿Por qué me cuesta tanto dejar el timón de mi vida en las manos de Dios? Ese gesto de entregar el poder, de pedirle a Dios y a María, que sean reyes de mi vida, es el camino de la verdadera santidad. Entrego mi impotencia. Y recibo a cambio la libertad interior. No es magia. Pero sí es un camino que quiero recorrer.
El Reino de Dios se construye desde el servicio, desde la pequeñez, desde la impotencia. A Jesús lo acusaron de ser rey y por eso lo mataron: «Había encima un letrero en escritura griega, latina y hebrea: - Éste es el rey de los judíos». Pero su reino no era un reino poderoso. Escribía Chesterton que Jesús «no eligió como piedra fundamental al místico Juan, sino a un pillastre, un fanfarrón, un cobarde. Todos los imperios y los reinos han perecido a causa de su debilidad inherente y continua, a pesar de haber sido fundados sobre hombres fuertes y sobre hombros vigorosos. Sólo la Iglesia fue fundada sobre un hombre débil y por esta razón es indestructible». Es un reino que perdura porque está levantado sobre hombros débiles. Jesús eligió columnas frágiles. Como una custodia dorada, o de madera, o de barro. Una custodia nunca es poderosa. Nunca es lo bastante grande como para contener a Dios. Una custodia, por mucho oro que tenga, nunca es suficientemente digna. Como ese madero indigno sobre el que expiró Jesús. Ese madero que se convirtió en la cruz más sagrada. Lo que dignificó aquel madero fue el amor de Jesús. Lo que dignifica mi custodia es Jesús vivo en ella. Sin Jesús, la custodia no vale nada, no sirve. Pienso que así es mi vida. Es poderosa cuando está llena de Jesús. Mi reino es poderoso cuando Jesús reina en él. Pero para eso tengo que adaptarme al camino de Jesús. Es el camino que pasa por la renuncia, por la entrega, por el servicio, por la generosidad, por la impotencia. Es un reino pobre porque en él no manda el dinero, ni el poder de la fama, ni el poder de los cargos y títulos. Es un reino miserable a los ojos de los hombres. No hay oro ni piedras preciosas. Sólo brilla el servicio alegre y fiel. La vida entregada. La sangre de los que han derramado su vida por amor. Ese reino no es noticia. Se construye en medio de la vida que se entrega. Es un reino de paz y verdad. Un reino de amor y vida. Es un reino en el que todos caben. No hay honores ni famas. En ese reino yo puedo estar sin tener que presentar ningún título. Pero para estar en él tengo que pensar como piensa Jesús y vivir como vivió Él. Decía el Papa Francisco: «Jesús no es el Señor del confort, de la seguridad y de la comodidad. Para seguir a Jesús, hay que tener una cuota de valentía, hay que animarse a cambiar el sofá por un par de zapatos que te ayuden a caminar por caminos nunca soñados y menos pensados, por caminos que abran nuevos horizontes. Ir por los caminos siguiendo la locura de nuestro Dios que nos enseña a encontrarlo en el hambriento, en el sediento, en el desnudo, en el enfermo, en el amigo caído en desgracia, en el que está preso, en el prófugo y el emigrante, en el vecino que está solo». Jesús desde la cruz me pide que no me conforme. Que mire la vida desde el prisma de la fragilidad, no desde el poder. Es una nueva forma de ver la vida. Una forma nueva de entender las relaciones.
Hoy Jesús me promete la salvación desde la impotencia de la cruz. El buen ladrón pide misericordia en el último momento de su vida: «¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en el mismo suplicio? Y lo nuestro es justo, porque recibimos el pago de lo que hicimos; en cambio, éste no ha faltado en nada». El buen ladrón se vuelve hacia Jesús: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Y Jesús responde con misericordia: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». Uno de los ladrones quiere ser salvado desde la cruz. El otro quiere estar con Jesús para siempre. Lo reconoce entre la sangre. Descubre en su silencio un poder que no es de este mundo. Me impresiona la mirada del buen ladrón que ve el paraíso en medio del infierno de la cruz. Distingue la verdad oculta en ese silencio incomprensible. ¿Por qué no actúa Jesús? Su reino no es de este mundo. Y ese ladrón cambia el corazón. Se convierte en un momento de gracia. Descubre lo que durante tantos años no había visto. Lo descubre entonces, en medio de su propio dolor. En ese instante ve la justicia de Jesús, su inocencia. Ve la pureza de su alma. Y Jesús descubre en él el amor, la verdad de una vida dilapidada sin sentido. Ver su pureza y se conmueve. Y le promete el paraíso. En ese mismo momento. En ese rayo de esperanza. Me impresionan siempre estas palabras. Quisiera tener yo la mirada de ese ladrón arrepentido. Yo me creo salvado muchas veces. No veo el mal en mis obras. Y pienso que Jesús ya me ha dicho esas mismas palabras. Es mi orgullo el que me hace pensar que mi vida es digna de su amor. Me creo justificado. Y entonces no suplico perdón. Quiero aprender de Jesús hoy. Quiero aprender de este buen ladrón. Quiero esa mirada pura y arrepentida. Quiero ver mi fragilidad y reconocer que todo es don, gracia, misericordia. Dios me salva por su amor incondicional, no por mis méritos. Me quiere como soy en mi fragilidad. Me abraza en mi pobreza y en mi pecado. Y me levanta. Como hace hoy con los brazos clavados. Sus palabras son esperanza. Ese mismo día estaría en el paraíso. Es como si todo hubiera tenido sentido. Me gustaría mirar al buen ladrón como lo miró Jesús aquella tarde. No lo juzgó. No condenó su vida pasada. Se conmovió simplemente ante sus palabras de arrepentimiento. Yo a veces juzgo al que actúa mal. Al que no es como yo. Al que no tiene presente a Dios en su vida. Lo juzgo por su pasado y por su presente. Juzgo al ladrón que robó una custodia sin conocerlo. Lo condeno desde mi cruz. Juzgo con mis ojos llenos de poder, vacíos de perdón. No sé mirar como mira Jesús que perdona, abraza, sostiene, da esperanza. Quiero mirar así la vida de los que me confía. Sin juzgarlos. Viendo la luz que hay en su corazón. Perdonándolos y alentándolos a dar la vida, a confiar en el amor de Dios. Quiero prometer el paraíso. Hablar con palabras llenas de esperanza. Quiero sembrar luz en medio del dolor. Y hacer que su reino de misericordia y bondad se extienda con mis gestos.