El periodista Rubén Amón ha escrito en El País que el juramento ante la Biblia de 11 de los 13 ministros de Rajoy confirió al acto una pátina decimonónica. Puesto que ninguno de ellos parafraseó a Castelar para destacar que Dios es grande en el Sinaí habrá que deducir que lo que Amón considera anacrónica no es la ceremonia, sino la fe. Hombre, puede que la Salve Regina no suene en la isla bonita, pero ten por seguro que durará más que Like a Virgin de Madonna. La eternidad es lo que tiene.
Amón critica el juramento porque cree que significa transferir la creencia privada a la actividad pública. Sugiere, además, la posibilidad de que en el asunto del matrimonio homosexual los ministros se dejen presionar por la institución que defiende el casamiento como Dios manda. A su primer argumento habrá que replicar que una religión sustentada en el amor al prójimo no puede ser íntima. Al segundo, que si hay una entidad en España que intenta influir en la política es su periódico. Otra cosa es que crea que un editorial es más legítimo que un sermón.
El redactor de progreso desconoce que el juramento ante la Biblia no es testimonial. El católico que jura ante la Biblia es como el alero que tira desde la línea de seis veinticinco sin que la defensa en zona le impida hacerlo desde más cerca. Quiero decir que, en vez de por Dios, se puede jurar por Stalin, si bien Siberia no es el Paraíso. O por Mao, aunque la revolución cultural no es equiparable al libro de la Sabiduría. También se puede prometer, como han hecho dos ministras, sin que la Conferencia Episcopal prepare su excomunión. Todo esto lo obvia Amón. Y no debería. A los descreídos no hay que pedirles que bendigan la mesa, pero sí que mastiquen con la boca cerrada. Y que no eructen.