El reportaje de la NBC incide en las consecuencias positivas del control de algunas zonas por parte del ISIS. Sí, han leído bien, he escrito consecuencias positivas. Y es que el modo de imponer la sharia del Estado Islámico ha provocado que muchos musulmanes se cuestionen su fe: “si el ISIS representa el islam, yo ya no quiero ser musulmán”, declaraba Farhad Jasim, de 23 años. “Su Dios no es mi Dios”. Jasim fue encarcelado por el ISIS durante seis meses en 2016 por no conocer el Corán con la suficiente profundidad: “tras ver su brutalidad con mis propios ojos empecé a dudar de mis creencias”. Y es que tras el paso del ISIS, son muchas las personas que se alejan del islam y se acercan a una iglesia cristiana: “muchos de los hermanos se convierten o vienen a la iglesia como resultado de lo que el ISIS les hizo a ellos o a sus familias”.
Otro caso recogido en el reportaje de la NBC es el de Firas, un granjero de 47 años, casado y con tres hijas que vive en los alrededores de Deir ez-Zor, en la parte este de Siria, un territorio bajo dominio del Estado Islámico durante dos años. Firas explica que veía a “miembros del ISIS aterrorizando a la gente y luego yendo a la mezquita a rezar a Alá. Después de las oraciones, salían de la mezquita y volvían a aterrorizar a la gente otra vez”. Firas explica que vio cómo metían a personas en jaulas, en la calle, durante los calurosos días de Ramadán, por haber sido pillados comiendo o bebiendo durante el día. “He visto también cómo latigaban a hombres pillados fumando. He visto cómo lanzaban a homosexuales de lo alto de los edificios. Ése era su Islam. Si el cielo está hecho para el ISIS, prefiero el infierno antes que estar con ellos en el mismo sitio, incluso si es el paraíso”.
La segunda historia es la de Moussa Diabate, un joven musulmán de Mali cuya familia está vinculada a los grupos yihadistas que operan en la región. Esta es su historia, explicada por el mismo y recogida por el periodista Leone Grotti:
“Mi nombre es Moussa Diabate, pero cuando nací hace 40 años en Mali, mis padres me dieron el nombre de Mohamed, tal y como se hace, según la tradición islámica, con el primogénito de una importante tribu nómada tuareg. Y si no fuera por aquel joven cristiano al que quería matar para ganarme el paraíso y gracias a quien conocí a Jesucristo, hoy todavía me llamaría Mohamed.
Desde temprana edad fui educado en la religión musulmana: de los tres a los seis años aprendí el Corán de memoria, a los 11 comencé a interpretarlo y a los 15 a ponerlo en práctica. Primogénito de 19 hermanos, fui educado rigurosamente porque estaba destinado a ocupar el lugar de mi abuelo y de mi padre como líder de la tribu, que se movía constantemente en las rutas de caravanas en el Sahara.
La educación que recibí me enseñó que en el islam hay dos formas de estar seguros de la salvación: la primera es hacer la guerra santa, porque quien muere luchando la yihad se convierte en mártir; la segunda es matar a un infiel, un enemigo de Dios, porque quien mata a un enemigo de Dios se convierte en amigo de Dios. Es por eso por lo que deseaba matar a un cristiano. Pero no conocía a ninguno.
Cuando tenía 16 años, estaba estudiando en la capital de Mali, en Bamako, y un día descubrí que uno de nuestros compañeros se había convertido al catolicismo. Estaba enfermo de tuberculosis y su familia, que no podía permitirse el lujo de pagar el tratamiento que necesitaba, lo había abandonado en el desierto. Dos misioneros, que se enteraron de su historia, salieron a buscarlo, lo encontraron y lo cuidaron hasta que se recuperó. En Mali la atención médica y los medicamentos son extremadamente costosos y una vez que el joven, que tenía 22 años, se recuperó, no pudo evitar preguntar a los religiosos cuánto tenía que pagarles. "Nada", respondieron. Pero él, que no podía entender un gesto gratuito, insistió y le dijeron: "No queremos nada, porque todo lo que hacemos lo hacemos por amor a Cristo".
El joven se convirtió y como consecuencia su familia lo repudió. Yo nunca había conocido a un converso. Para el islam hay solo dos tipos de cristianos: aquellos que nacen en una familia cristiana y con quienes los musulmanes deben comportarse bien para persuadirlos a abrazar el islam; y los musulmanes que se convierten y que deben morir por esto. No hay perdón para los apóstatas. Esto es lo que quería hacer: matar a ese chico porque había traicionado a la verdadera religión.
Conseguí un arma y fui a buscarle. Cuando lo encontré́, me dijo sin darme tiempo para hablar: "Ya sé por qué estás aquí. Solo quiero que sepas una cosa: si me matas ahora participaré en los sufrimientos de Cristo y seré un mártir, iré al cielo y me encontraré con Jesús y la Virgen María. Tienes que saber que Jesús te ama y que te perdona de inmediato por lo que estas a punto de hacer». Mi mano se detuvo. No pude matarlo. Nunca había escuchado a nadie hablar así́. Pensé que estaría dispuesto a renegar de su fe, pero estaba dispuesto a morir y me perdonaba. Ese chico fue el primero en traerme el mensaje del Evangelio y si hoy estoy aquí́ para escribir estas líneas es gracias a él.
¿Quieres convertirte en un kamikaze?
Regresé a la casa de mi tío, donde vivía en la capital, y esa noche no pegué ojo. Las palabras y la mirada de aquel joven me atormentaban. Todo en lo que siempre había creído comenzó a vacilar. Dentro de mí ya me había convertido en católico. En ese momento yo me encargaba de un asunto crucial en la mezquita: como primogénito del líder de una tribu importante, me involucré en la tarea de enseñanza antes de la oración y muchos jóvenes venían a mí para ser bendecidos y pedir protección. Entonces comencé a frecuentar menos la mezquita y a rehusar dejarme ver. Por eso, un día, mi tío vino a preguntarme qué estaba pasando. Y como antes de realizar un ataque terrorista se espera que la persona se aísle de todo, mi tío me preguntó si estaba a punto de convertirme en un kamikaze. "Si necesitas ayuda, te la puedo ofrecer", me dijo.
Confiando en su comprensión, respondí que no quería convertirme en un kamikaze, sino que me había convertido al cristianismo. Se quedó en silencio un rato, luego me dijo que ya no podía dormir en su casa y que sería mejor que volviera al desierto para hablar con mi padre y mi abuelo. Durante muchos días dormí en la escuela, aprovechando la cantina del instituto para comer. Luego reuní el coraje necesario y partí hacia el norte, donde estaba mi tribu. No sabía que mi tío ya les había informado de mi conversión. Tan pronto como llegué, otro tío, el materno, uno de los líderes de Aqmi (Al-Qaeda en el Magreb Islámico), me dijo que hiciera abluciones rituales con él y fuera a rezar a la mezquita. Le respondí que no lo haría porque me había convertido al cristianismo. Entonces me agarró, me desnudó, me azotó (aún conservo las señales) y me arrastró a través de la caravana. Todos me vieron desnudo y humillado. Con este gesto comprendí que me habían despojado de todo: ya no tenía derecho a la sucesión, a ninguna propiedad, al liderazgo, ni siquiera podía casarme dentro de la comunidad. No me quedaba nada.
¿Quieres abjurar o morir?
Eso fue al inicio de la semana. Mi tío me llevó al Sahara y me ató a un arbusto, diciéndome: "Tienes hasta el viernes para cambiar de opinión y regresar al islam. De lo contrario, te cortaré la garganta". Vosotros no conocéis el desierto: hace mucho calor durante el día, pero por la noche es como una hoja de hielo que penetra en tu corazón. Todos los días venían a pegarme, a mostrarme el cuchillo y a preguntarme: "¿Quieres abjurar o morir?" Respondía: "Estoy listo para morir porque espero en Jesucristo y nadie me lo puede quitar".
Me hubiera muerto si un primo, en la noche, no hubiera venido a salvarme: "Estaba en la reunión familiar", me dijo, "y ya han pronunciado la fatwa: si no regresas al islam, después de la oración del viernes te decapitarán y tu tío lo hará frente a todos". Vio que no cambiaria de opinión y me liberó. Cogí algo de ropa y huí a la capital.
No sabía a dónde ir en Bamako y regresé a mi escuela para dormir. Allí vino a buscarme un hombre y me dijo que había sido convocado a la embajada suiza. No lo conocía, tuve miedo y me negué. Dos días después, un coche se detuvo frente a la escuela y el conductor me dijo: "Ven con nosotros a la embajada o tu tío te encontrará y te matará". ¿Cómo conocían mi historia? Incluso hoy en día no lo sé. Quizás mi tío había hecho correr la voz de que me buscaban y la embajada se enteró. Yo creo que fue el Espíritu Santo el que veló por mí.
En la embajada me hicieron un nuevo pasaporte y cambié mi nombre: en lugar de Mohamed, elegí́ Moussa, Moisés, quien de recién nacido fue abandonado y salvado de las aguas, y luego Diabate, que en nuestro idioma de Mali significa "mensajero de paz". Gracias a la embajada y a los benefactores de Ayuda a la Iglesia Necesitada me mudé a Suiza, donde a los 19 años me bauticé en la catedral de Ginebra. Sin embargo, mi deseo era ser profesor en Mali y, después de estudiar, regresé a mi país, aunque lejos de donde vivía mi familia.
«Ya no eres nuestro hijo»
Sentí mucha nostalgia de mis padres y, tal y como había aprendido del catecismo y de la oración del Padre Nuestro, quería perdonarlos. Así que aproveché una costumbre de mi tribu para ponerme en contacto con ellos. Según la tradición, el primer salario del primer trabajo se le da a la madre, para agradecerle la educación recibida. Puse el dinero en un sobre y añadí una carta, donde explicaba que me había convertido al cristianismo pero que seguían siendo mi familia y que los amaba y los perdonaba por todo lo que me habían hecho. Recibí una respuesta al cabo de poco tiempo. En un sobre encontré el dinero que había enviado: lo habían rechazado. El mensaje era conciso y lapidario: "Ya no eres nuestro hijo, nuestro Mohamed está muerto".
Me quedé en Mali hasta 2012, cuando comenzó la guerra y los terroristas islámicos conquistaron el país. Así que escapé: primero a Senegal, luego fui recibido en Brasil, donde aún vivo.
¿Cuánto dinero te han dado?
Cada mañana y cada noche rezo por mi madre, por mi padre y por mi familia. No los he visto en más de veinte años. He tenido que sufrir mucho por la fe, y perdonar ha sido difícil, pero el perdón y la cruz son el corazón del cristianismo. Sería extraño no ser perseguido, porque Jesús nos dijo: "Si alguien quiere venir detrás de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá́, pero el que pierda su vida por mi causa, la encontrará".
Tengo dos cruces que llevar: la primera es la miastenia grave, que me diagnosticaron hace años. Es una enfermedad crónica que altera la función de los músculos y los nervios y para la que no hay cura. La segunda es el rechazo de mis padres. Recuerdo que cuando descubrieron que me había convertido, la primera pregunta que me hicieron fue: "¿Cuánto dinero te han dado?" De hecho, en Mali se piensa que el Vaticano paga a todos los cristianos del mundo para convencerlos de que crean en Jesús. Pero yo siempre rezo para que mis padres descubran el amor incondicional de Dios a través de mí y de otros testigos. Y espero que puedan ser iluminados por la luz de Cristo, el mismo que me abrió los ojos cuando lo perseguía.