UN ASALTO FRUSTRADO
No recuerdo la fecha que no hace al caso. Nos basta el hecho. Debió ser dentro de la primera decena del mes de noviembre. Por “enlaces” que teníamos con elementos de la retaguardia, sabíamos del intento de asalto a las cárceles por las turbas.
Los jefes o “responsables” de las celdas nos pusieron al tanto a los sacerdotes. Ellos se hacían responsables de nuestras vidas. Se habían juramentado a defenderlas, a trueque de las suyas. Tenían trazado un plan de defensa y ataque, admitido por todos. Afortunadamente no tuvieron que intervenir. Pero, por si acaso… El ambiente enrarecido que precede a la tormenta, había invadido los ánimos, tanto que andábamos sobrecogidos de temor, de precaución y desaliento; tanto que trasfundió fuerte y llegó a conocimiento del Director General de Prisiones. Melchor Rodríguez (bajo estas líneas, será apodado el ángel rojo), miembro destacado de la C.N.T. y de la F.A.I., se vio obligado a visitar las cárceles.
A la nuestra llegó una tarde, ya de noche. Recorrió las galerías. En todas dijo más o menos lo mismo. Le escuchábamos formados. A mí me parecía que hablaba sinceramente y que quería inspirarnos confianza y optimismo. Recuerdo estas sus llamativas palabras:
“-Bulos y rumores infundados han hecho correr la voz de que se van a asaltar las cárceles, para acabar con la vida de los presos. Mientras esté yo en el cargo de Director de Prisiones, les aseguro que antes que atenten contra la vida de uno solo de los presos, deberán pasar sobre mi cadáver”.
Frases retóricas y efectistas, muy bien dichas, ¿para salir del paso? La historia de los hechos dará la razón, al menos en parte, al Sr. Melchor. Nosotros quedamos gratamente impresionados y más tranquilos. Y… a los dos días…
EL ASALTO
Confiados en las palabras y promesas de Melchor Rodríguez, grande fue nuestra sorpresa, al ver que a los dos días, un gran gentío se acercaba en ademán amenazador, con banderas, con cantos y señales de protesta a nuestra cárcel. Los veíamos claramente cómo afluían de todas las calles y cómo engrosaba el número y cómo se excitaban los ánimos y cómo tocaban ya las alambradas de los patios de la cárcel.
Traían, eso nos pareció, picos, palas, cubos, palos. No pudimos distinguir si traían armas. Nuestros dirigentes habían tomado sus precauciones y preocupaciones. A una señal dada en todos los pisos, sirviéndose de los bancos, los hombres comprometidos romperían tabiques y por la escalera principal, tapiada e incomunicada, bajarían juntos hasta la puerta, caerían sobre la guardia, la arrollarían, se apoderarían de sus armas y dominarían a las masas.
Se daba por descontado que en el intento perecerían algunos de los conjurados, pero los otros dominarían la situación y abrirían las puertas a los casi siete mil presos. ¿Qué fuerza humana hubiera podido contenerlos? Todo estaba preparado, mientras veíamos avanzar a la masa.
Pasaron unos angustiosos minutos. Cesaron los cantos, los gritos subversivos. Hubo un compás de espera que nos pareció eterno. De pronto una descarga, seguida de otra inmediata; la gente corre alocada, empujándose y atropellándose, mientras busca escondrijo, puerta o refugio o boca del metro, donde esconderse, hundirse o sepultarse.
Jamás contemplamos una escena de pánico tal. En unos segundos aquella masa de seis mil, siete mil u ocho mil, quizá más, hombres, mujeres y chiquillos desapareció como tragada por la tierra. ¡Bien por el Sr. Melchor! Cumplió su palabra, pero que Dios le perdone el mal rato que nos hizo pasar. Pudo haber evitado la manifestación. Gracias a Dios y a él se evitaron muchas muertes.
Ya veremos si terminada la Guerra, a Melchor Rodríguez se le reconocieron estos méritos. Pero nada más. Vivió pobre, solo y enfermo y murió abandonado. Triste suerte la de este hombre, digno de mejor causa, al que tantos le deben la vida, después de Dios.
LA CÁRCEL MODELO
Fue asaltada, como la nuestra, en los primeros días de noviembre, pero corrió peor suerte. Encerrados los presos en los patios, se los ametralló sin compasión, gozándose sádicamente sus verdugos en irlos cazando, uno a uno, como a indefensos conejos.
Esta matanza cruel inhumana y cobarde, es una de las más repugnantes páginas de nuestra historia. Mejor será echar un velo sagrado sobre su memoria y no revolver sus nombres, ni sus huesos. Dejémosles dormir su sueño, a la espera de su definitivo despertar. Que su gloria hallen. Pero démosles siquiera el tributo de piadosa oración. Pereció en este criminal atentado fratricida, con otros hermanos salesianos, nuestro muy querido Anastasio Garzón, del que he hablado en estas páginas.
Para conocer más sobre este beato Anastasio, ver:
https://juanmelchorbosco.wordpress.com/martires-de-cristo-ii
No recuerdo la fecha que no hace al caso. Nos basta el hecho. Debió ser dentro de la primera decena del mes de noviembre. Por “enlaces” que teníamos con elementos de la retaguardia, sabíamos del intento de asalto a las cárceles por las turbas.
Los jefes o “responsables” de las celdas nos pusieron al tanto a los sacerdotes. Ellos se hacían responsables de nuestras vidas. Se habían juramentado a defenderlas, a trueque de las suyas. Tenían trazado un plan de defensa y ataque, admitido por todos. Afortunadamente no tuvieron que intervenir. Pero, por si acaso… El ambiente enrarecido que precede a la tormenta, había invadido los ánimos, tanto que andábamos sobrecogidos de temor, de precaución y desaliento; tanto que trasfundió fuerte y llegó a conocimiento del Director General de Prisiones. Melchor Rodríguez (bajo estas líneas, será apodado el ángel rojo), miembro destacado de la C.N.T. y de la F.A.I., se vio obligado a visitar las cárceles.
A la nuestra llegó una tarde, ya de noche. Recorrió las galerías. En todas dijo más o menos lo mismo. Le escuchábamos formados. A mí me parecía que hablaba sinceramente y que quería inspirarnos confianza y optimismo. Recuerdo estas sus llamativas palabras:
“-Bulos y rumores infundados han hecho correr la voz de que se van a asaltar las cárceles, para acabar con la vida de los presos. Mientras esté yo en el cargo de Director de Prisiones, les aseguro que antes que atenten contra la vida de uno solo de los presos, deberán pasar sobre mi cadáver”.
Frases retóricas y efectistas, muy bien dichas, ¿para salir del paso? La historia de los hechos dará la razón, al menos en parte, al Sr. Melchor. Nosotros quedamos gratamente impresionados y más tranquilos. Y… a los dos días…
EL ASALTO
Confiados en las palabras y promesas de Melchor Rodríguez, grande fue nuestra sorpresa, al ver que a los dos días, un gran gentío se acercaba en ademán amenazador, con banderas, con cantos y señales de protesta a nuestra cárcel. Los veíamos claramente cómo afluían de todas las calles y cómo engrosaba el número y cómo se excitaban los ánimos y cómo tocaban ya las alambradas de los patios de la cárcel.
Traían, eso nos pareció, picos, palas, cubos, palos. No pudimos distinguir si traían armas. Nuestros dirigentes habían tomado sus precauciones y preocupaciones. A una señal dada en todos los pisos, sirviéndose de los bancos, los hombres comprometidos romperían tabiques y por la escalera principal, tapiada e incomunicada, bajarían juntos hasta la puerta, caerían sobre la guardia, la arrollarían, se apoderarían de sus armas y dominarían a las masas.
Se daba por descontado que en el intento perecerían algunos de los conjurados, pero los otros dominarían la situación y abrirían las puertas a los casi siete mil presos. ¿Qué fuerza humana hubiera podido contenerlos? Todo estaba preparado, mientras veíamos avanzar a la masa.
Pasaron unos angustiosos minutos. Cesaron los cantos, los gritos subversivos. Hubo un compás de espera que nos pareció eterno. De pronto una descarga, seguida de otra inmediata; la gente corre alocada, empujándose y atropellándose, mientras busca escondrijo, puerta o refugio o boca del metro, donde esconderse, hundirse o sepultarse.
Jamás contemplamos una escena de pánico tal. En unos segundos aquella masa de seis mil, siete mil u ocho mil, quizá más, hombres, mujeres y chiquillos desapareció como tragada por la tierra. ¡Bien por el Sr. Melchor! Cumplió su palabra, pero que Dios le perdone el mal rato que nos hizo pasar. Pudo haber evitado la manifestación. Gracias a Dios y a él se evitaron muchas muertes.
Ya veremos si terminada la Guerra, a Melchor Rodríguez se le reconocieron estos méritos. Pero nada más. Vivió pobre, solo y enfermo y murió abandonado. Triste suerte la de este hombre, digno de mejor causa, al que tantos le deben la vida, después de Dios.
LA CÁRCEL MODELO
Fue asaltada, como la nuestra, en los primeros días de noviembre, pero corrió peor suerte. Encerrados los presos en los patios, se los ametralló sin compasión, gozándose sádicamente sus verdugos en irlos cazando, uno a uno, como a indefensos conejos.
Esta matanza cruel inhumana y cobarde, es una de las más repugnantes páginas de nuestra historia. Mejor será echar un velo sagrado sobre su memoria y no revolver sus nombres, ni sus huesos. Dejémosles dormir su sueño, a la espera de su definitivo despertar. Que su gloria hallen. Pero démosles siquiera el tributo de piadosa oración. Pereció en este criminal atentado fratricida, con otros hermanos salesianos, nuestro muy querido Anastasio Garzón, del que he hablado en estas páginas.
Para conocer más sobre este beato Anastasio, ver:
https://juanmelchorbosco.wordpress.com/martires-de-cristo-ii