Después del Concilio Vaticano II, se dio un fuerte cuestionamiento, en cierto modo debido a la confusión que le siguió, sobre la conveniencia o no de continuar con aquellas instituciones educativas, ubicadas en zonas céntricas y, por ende, integradas por estudiantes provenientes, en su mayoría, de un contexto económico favorable, ligado al mundo político y empresarial. El resultado; sobre todo, en el contexto histórico de los jesuitas, fue el cierre voluntario de varios colegios, pensando que de esa manera se podría vivir la “opción por los pobres”. A varios años de distancia y puestos desde hace dieciséis en el cambio de siglo, ¿fue acertado?, ¿creció la cercanía?, ¿se redujo la pobreza?, ¿o, por el contrario, trajo consigo una mayor brecha entre ricos y pobres? Sin afán de ser exhaustivos, vale la pena hacer una revisión crítica. Puede que la intención haya sido buena, pero el resultado trajo lo siguiente: al no atender pastoralmente a muchos sectores dirigentes, los valores se fueron a pique, aumentando, no solo la corrupción, sino la falta de conciencia sobre la realidad de exclusión social. En otras palabras, cuando los colegios educaban a la clase dirigente, no era que las cosas salieran siempre bien, pero había una formación que, en muchos casos, trajo consigo figuras coherentes en el campo de la justicia social. Además, la realidad de pobreza les resultaba conocida debido a que dichos centros educativos generaban proyectos que, entre otras cosas, implicaban salir de la propia zona a la periferia. Con tantos colegios que cerraron, ¿quién lleva ahora a las clases dirigentes a palpar otras realidades? Pensamos mucho en la periferia, pero nos olvidamos que las decisiones que más las golpean se toman en el centro, justo el punto y/o contexto social que ahora se abandona por interpretar las cosas de forma equivocada.
Incluso hoy, la educación de los futuros dirigentes puede parecer un tema tabú que conviene no tocar por miedo a levantar “heridas” históricas; sin embargo, la falta de liderazgo propositivo a nivel mundial, ¿no es acaso una llamada de atención? Si de verdad nos interesa que los pobres dejen de serlo, para aspirar a una mayor calidad de vida, es necesario, cuando menos, cuestionarnos la necesidad de formar a las generaciones del mañana. Claro que hay riesgos. Por ejemplo, caer en complicidad con los poderes fácticos, pero eso dependerá de la línea institucional. Cuando se tienen las cosas en claro y se aplican los puntos del reglamento en dicho sentido, se colocan las bases y es posible hacer proceso. De hecho, el aporte de los empresarios, aparece claramente en el documento de Aparecida (cf. 62, 285 y 404), en el que participó activamente el entonces cardenal Bergoglio. De modo que, en el sentir de la Iglesia, está la conciencia de hacerlo. Ahora toca bajarlo a la realidad en dos direcciones. La primera, implica animar a las instituciones que han permanecido trabajando en tan complicado –pero, siempre necesario- campo pastoral y la segunda, organizarse y dar paso a nuevos centros educativos en los lugares que así lo requieran. También se impone la tarea de revisar –y, en muchos casos, corregir- el rumbo de las instituciones ya existentes, aplicando políticas que vayan en la línea de la Doctrina Social de la Iglesia y no de las ideologías. El punto es comprender que la “opción por los pobres”, también implica una “opción por la evangelización –sensibilización social- de la cultura”. No es reducir la fe a un programa, sino aplicar –o, mejor dicho, encarnar- la espiritualidad en la construcción de un mundo mejor. Hacerlo, no desde un slogan, sino a partir de la oración que se abre a la acción.
¿Qué se puede enseñar a las clases dirigentes? Al menos, cinco aspectos básicos. Primero, favorecer la experiencia de Dios, desde la oración y los sacramentos, sabiendo identificar su huella en los demás; especialmente, en aquellos que sufren. Segundo, brindar los elementos teóricos y prácticos para que su gestión sea profesional e innovadora. Tercero, darles a conocer de forma atractiva la Doctrina Social de la Iglesia. Cuarto, generar experiencias de participación en pro de los sectores desfavorecidos y quinto, si se trata de un colegio en el que hay religiosos o religiosas, llevarlos a conocer el sentido de la vida consagrada como recordatorio de lo esencial en medio de lo accesorio. ¿Cómo? Ofreciendo comunidades abiertas, que exista la confianza y la seguridad de poder ir en busca de ayuda y/o acompañamiento.
Dejemos a un lado el tabú, para entrar de lleno en la ardua tarea de formar hombres y mujeres que sepan ser líderes en clave de servicio. Abandonando los colegios céntricos, no nos volvemos libres. Al contrario, puede constituir, una falta de responsabilidad a nivel sociocultural, toda vez que tales instituciones ofrecen la oportunidad de sostener otras que se inserten en medio de los niños, adolescentes y jóvenes más desfavorecidos. No se trata tampoco de mantener obras sin sentido. Antes bien, saber reorganizarlas o, en su caso, reubicarlas, pero buscar que sean una respuesta concreta al paradigma de la educación y de la formación. Vale la pena incidir, participar, animar y, sobre todo, ofrecer otra vía posible que, sin negar la rica tradición pedagógica de la Iglesia, sepa involucrar los avances de nuestro tiempo. El momento es ahora.
Incluso hoy, la educación de los futuros dirigentes puede parecer un tema tabú que conviene no tocar por miedo a levantar “heridas” históricas; sin embargo, la falta de liderazgo propositivo a nivel mundial, ¿no es acaso una llamada de atención? Si de verdad nos interesa que los pobres dejen de serlo, para aspirar a una mayor calidad de vida, es necesario, cuando menos, cuestionarnos la necesidad de formar a las generaciones del mañana. Claro que hay riesgos. Por ejemplo, caer en complicidad con los poderes fácticos, pero eso dependerá de la línea institucional. Cuando se tienen las cosas en claro y se aplican los puntos del reglamento en dicho sentido, se colocan las bases y es posible hacer proceso. De hecho, el aporte de los empresarios, aparece claramente en el documento de Aparecida (cf. 62, 285 y 404), en el que participó activamente el entonces cardenal Bergoglio. De modo que, en el sentir de la Iglesia, está la conciencia de hacerlo. Ahora toca bajarlo a la realidad en dos direcciones. La primera, implica animar a las instituciones que han permanecido trabajando en tan complicado –pero, siempre necesario- campo pastoral y la segunda, organizarse y dar paso a nuevos centros educativos en los lugares que así lo requieran. También se impone la tarea de revisar –y, en muchos casos, corregir- el rumbo de las instituciones ya existentes, aplicando políticas que vayan en la línea de la Doctrina Social de la Iglesia y no de las ideologías. El punto es comprender que la “opción por los pobres”, también implica una “opción por la evangelización –sensibilización social- de la cultura”. No es reducir la fe a un programa, sino aplicar –o, mejor dicho, encarnar- la espiritualidad en la construcción de un mundo mejor. Hacerlo, no desde un slogan, sino a partir de la oración que se abre a la acción.
¿Qué se puede enseñar a las clases dirigentes? Al menos, cinco aspectos básicos. Primero, favorecer la experiencia de Dios, desde la oración y los sacramentos, sabiendo identificar su huella en los demás; especialmente, en aquellos que sufren. Segundo, brindar los elementos teóricos y prácticos para que su gestión sea profesional e innovadora. Tercero, darles a conocer de forma atractiva la Doctrina Social de la Iglesia. Cuarto, generar experiencias de participación en pro de los sectores desfavorecidos y quinto, si se trata de un colegio en el que hay religiosos o religiosas, llevarlos a conocer el sentido de la vida consagrada como recordatorio de lo esencial en medio de lo accesorio. ¿Cómo? Ofreciendo comunidades abiertas, que exista la confianza y la seguridad de poder ir en busca de ayuda y/o acompañamiento.
Dejemos a un lado el tabú, para entrar de lleno en la ardua tarea de formar hombres y mujeres que sepan ser líderes en clave de servicio. Abandonando los colegios céntricos, no nos volvemos libres. Al contrario, puede constituir, una falta de responsabilidad a nivel sociocultural, toda vez que tales instituciones ofrecen la oportunidad de sostener otras que se inserten en medio de los niños, adolescentes y jóvenes más desfavorecidos. No se trata tampoco de mantener obras sin sentido. Antes bien, saber reorganizarlas o, en su caso, reubicarlas, pero buscar que sean una respuesta concreta al paradigma de la educación y de la formación. Vale la pena incidir, participar, animar y, sobre todo, ofrecer otra vía posible que, sin negar la rica tradición pedagógica de la Iglesia, sepa involucrar los avances de nuestro tiempo. El momento es ahora.