En las interesantes declaraciones de Benedicto XVI al periodista Seewald titulada «Benedicto XVI. Últimas conversaciones», el entrevistador se atreve a preguntarle ¿Qué pondría en su lápida como epitafio? Y la respuesta del Papa emérito es «Creo que nada. Solo el nombre. (Y ante la sugerencia de Colaborador de la verdad, su lema episcopal) añade «Sí, claro. Diría que, si ya es mi lema, también puede figurar en mi lápida». Es la última página después de hablar de la muerte y su serena preparación. Más allá de la imaginación
En noviembre, el que más y el que menos, piensa en el más allá, muchas veces de modo indefinido ni explícitamente cristiano, aunque sí permanecen las raíces en nuestra cultura. Con más exactitud, los cristianos creemos en la Vida Eterna, como proclamamos en el Credo, que incluye la muerte en Cristo, el Juicio personal y la espera en el Juicio Final, el Cielo, el Purgatorio, y también el Infierno. Para ir al fondo, Benedicto XVI señala es este libro que es bueno desprenderse de las nociones espaciales y entendamos estas realidades de un modo nuevo, más personal, como un estado del alma, al menos hasta la resurrección al fin de los tiempos. Especial dificultad tenemos para captar esa resurrección de la carne aunque sabemos lo esencial, si no abandonamos la fe católica.
Para resucitar con Cristo es preciso morir en Cristo. La muerte actual es el fin de la vida terrena y consecuencia del pecado, pero fue transformada por Jesucristo, como enseña el Apóstol: «Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia» (Flp 1, 21). La novedad esencial de la muerte cristiana reside en que, por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente “muerto con Cristo” para vivir una vida nueva y definitiva, sin reencarnaciones que valgan, como enseña el Catecismo: «“La muerte es el fin de la peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para decidir su último destino. Cuando ha tenido fin 'el único curso de nuestra vida terrena’” (LG, n. 48), ya no volveremos a otras vidas terrenas. “Está establecido que los hombres mueran una sola vez” (Hb 9,27). No hay 'reencarnación' después de la muerte».
Superar la popular reencarnación
El pensamiento de la "reencarnación" viene a ser un mal sucedáneo del Purgatorio, y contradice el ser personal de cada hombre o mujer en su unidad sustancial de alma y cuerpo, así como la fe en la resurrección de la carne:
«Las modernas ideas reencarnacionistas no dejan lugar para la gracia de Dios, la única capaz de redimir al pecador y de purificar al justo, porque son incompatibles de raíz con la fe en que el mundo y el hombre son creación de Dios en Cristo. El ser humano, en efecto, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. Por eso ni una ni mil “reencarnaciones” bastarían de por sí para conducirle a su plenitud. No es el esfuerzo por salvarse a sí mismo lo que da plenitud al ser humano. Pues es Dios mismo, su vida eterna gratuitamente compartida con sus criaturas capaces de diálogo personal con Él, la que constituye la verdadera plenitud del hombre».
Cuando se realice la resurrección de la carne, entonces el alma volverá a configurar su cuerpo resucitado, y así el hombre entero o persona recibirá el premio o castigo por sus obras. Por ello, la fe nos lleva a respetar piadosamente a los cadáveres, a enterrarlos en lugar sagrado, una iglesia o un cementerio (= dormitorio, en griego), así como a dar culto a las reliquias de los santos: son manifestaciones de la fe de la Iglesia en la resurrección del cuerpo. Las cenizas
En cuanto a la manera de realizarse esta resurrección, también podemos distinguir lo que afirma con certeza la fe de lo que es doctrina de los teólogos. De fe es que el cuerpo resucitará de tal modo que pueda decirse que es el mismo de antes de morir; sin embargo, se pueden encontrar diversas explicaciones respecto a cómo se realizará esa identidad corporal en la resurrección. Cada uno será la misma persona, pero de un modo nuevo.
Finalmente, la fe en la resurrección de la carne tiene consecuencias prácticas tales como la inhumación del cadáver en lugar sagrado. La inhumación (literalmente volver a la tierra -humus- o enterrar) posee el fuerte simbolismo religioso de ser enterrados en Cristo para resucitar con Cristo (cfr. 2 Co 4, 14). Así se ha vivido sin interrupción desde la época apostólica. También hoy las disposiciones litúrgicas sobre las exequias cristianas manifiestan la preferencia de la Iglesia por la inhumación de los fieles difuntos .
La incineración o cremación de cadáveres se ha difundido en los últimos tiempos, principalmente por razones prácticas. Actualmente, la Iglesia no prohíbe la cremación -a no ser que signifique rechazo de la doctrina cristiana-, sobre todo cuando haya una necesidad que lo justifique; pero no sería suficiente motivo la comodidad de seguir lo que otros hacen, o bien otras razones de tipo económico o sentimental. El cristiano ha de valorar mucho el consejo de la Iglesia que recomienda vivamente la inhumación.
Viviendo las virtudes teologales y el trato con Dios, no habrá sorpresas irreparables al final de la vida y de la historia. El conocimiento de la muerte, del Juicio y de la resurrección invita al cristiano a vivir con plenitud su personal vocación. También la seguridad de la fe ayuda a sobreponerse a la tristeza que produce la muerte de los nuestros cuando pedimos por ellos en la Misa:
«Y a todos nuestros hermanos difuntosy a cuantos murieron en tu amistadrecíbelos en tu reino,donde esperamos gozar todos juntosde la plenitud eterna de tu gloria;allí enjugarás las lágrimas de nuestros ojos,porque, al contemplarte como tú eres, Dios nuestro,seremos para siempre semejantes a tiy cantaremos eternamente tus alabanzas».