Macabeos 7, 1-2. 9-14; 2 Tesalonicenses 2, 16--3, 52; Lucas 20, 27-38
«No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos»
«No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos»
«Para Jesús todos están vivos. Junto a Dios no hay muertos, sólo hijos, sólo hijos amados. Jesús nos desvela algo del cielo. Él lo conoce. Junto a Dios todos tenemos vida»
Reconozco que me gustan las fiestas que me hablan de luz y de esperanza. Sin pretender negar el dolor de la muerte y de la pérdida. Tiene algo el otoño de pérdida, de ausencia, de nostalgia. Esas hojas que caen ante mis ojos. Sin poder yo impedirlo. La muerte anticipada de una vida que sueña con ser eterna. Mis caminos se llenan de hojas muertas. Y el corazón sufre. A veces me acostumbro a las pérdidas y quiero consolar con palabras que no consuelan. Sigo caminando. No miro a los lados. Y se me escapan palabras de consuelo. No te preocupes. Déjalo pasar. No le des importancia. La vida sigue. El tiempo ayuda. Como si mis palabras tuvieran el poder de cambiar el ánimo, aliviar el corazón roto, sanar la herida que duele. Como si mis palabras cambiaran el pasado, el presente o el futuro. Y no lo logran. Quieren ser palabras de consuelo. Sólo eso. Pero no puedo remediar el llanto, evitar el dolor, secar las lágrimas, eludir la angustia. No sólo es que no pueda, en realidad no quiero. Porque es bueno echar de menos, perder y llorar, dejar de hacer y sufrir, no estar y lamentarlo, tener nostalgia y añoranza, no poder ir y sufrir por ello. Es bueno saber lamentarme en las pérdidas, llorar en las muertes, angustiarme en la enfermedad, en esa situación que no controlo, ante los futuribles que se me escapan. La vida es esa unión imperfecta de llanto y alegría, de noche y día, de oscuridad y luz. El otro día leía: «La respuesta perfecta no existe en este mundo tan caótico y emocional. La perfección está fuera del alcance de la humanidad. En todo momento esplendoroso de felicidad hay una gota de veneno. La certeza de que el dolor volverá. Sé sincero con tus seres queridos, muéstrales tu dolor. Sufrir es tan humano como respirar»[1]. No quiero eludir el dolor en mi vida ni en la de nadie. Quiero besar la luz y abrazar la noche. Tiene la oscuridad algo que forma parte de mi vida. No la eludo. Acepto la luz y la oscuridad. No puedo evitar la muerte. No puedo negar la vida. No sólo lo uno. También lo otro. Los dos forman parte de mi vida. Si no aprendo a sufrir la oscuridad de la noche, no disfrutaré nunca de la luz del día. Cuando uno ama sufre mucho más en la vida. Lo he comprobado. Por eso entiendo muy bien al que no quiere amar, al que no quiere echar raíces, al que no quiere apegarse a nada. Lo entiendo. Amar duele. Perder hiere. Morir mata. Y es mejor pasar de puntillas por la vida sin hacer ruido. Sin amar demasiado. Para no temer así la muerte. Para vivir siempre de paso. Pero no es lo que yo quiero. Tengo pasión por la vida. Y acepto entonces la muerte. Aunque me duela el alma. Padezco el dolor de la pérdida. Y en mi felicidad hay siempre algo de nostalgia. Quiero amar mi vida con pasión. Y sufrir las pérdidas con toda el alma. No quiero evitar el dolor. Lo tengo claro. No quiero ocultarlo. Como si me avergonzara de mis lágrimas. A lo largo de mi vida he comprobado el poder de las lágrimas. Son la sonrisa del amor. ¡Cuánto bien hace llorar! ¡Qué difícil cuando no puedo dejar caer en mis lágrimas todo lo que me duele! Abro las puertas del alma y ese río de nostalgia llena el corazón. Hace bien sufrir. Hace bien tocar con las manos temblorosas la oscuridad de la noche. Tiene algo valioso la oscuridad que precede a la luz. Algo sanador el dolor rescatado. La alegría que emerge como un amanecer entre las lágrimas que me quiebran. Ahí, en mi dolor, está Dios presente. Como decía el Papa Francisco en Cracovia: «¿Dónde está Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo, las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos de la vida y el afecto? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan y de los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales no hay respuesta humana. Sólo podemos mirar a Jesús y preguntarle a Él. Y la respuesta de Jesús es esta: - Dios está en ellos, Jesús está en ellos, sufre en ellos, profundamente identificado con cada uno». En la noche del alma está Jesús a los pies de mi cruz. No me deja en mi oscuridad. No está ausente de mi dolor. Allí me acompaña, me cuida, me sostiene. Me dice al oído que no tema. Que Él me ama. Que no me angustie, que Él me sostiene siempre. Calla ante mis lágrimas, conmovido. No quiere evitar que sufra. Porque ese dolor va a ir purificando mi corazón, aunque yo en el presente no lo entienda demasiado. Me abraza por la espalada casi sin darme yo cuenta. Me alienta y me dice que me ama, que no tema, que se queda a mi lado hasta que amanezca.
Me gusta la fiesta de todos los santos. Esa fiesta en la que pienso en los que amo, en aquellos que ya estarán con Jesús para siempre. No sólo recuerdo a los canonizados. Hoy creo en ese amor de Dios que es misericordia. En esa puerta que atraviesan los que yo quiero. En esa esperanza que me sostiene al pensar en el reencuentro un día con ellos. Hoy pido por los que han partido. Y recuerdo a los que viven ya para siempre esa vida eterna. Y también hoy me pregunto: «Y yo, ¿quiero ser santo?». Muchas veces me confronto con mis límites. Decía el Papa Francisco: «Dios te llama a transmitir esa vida, a crear esperanza. A recibir misericordia y dar misericordia. Te llama a ser feliz. No tengas miedo. Juégate toda la vida. La vida es así». Sé que es así. Lo creo con la cabeza. Pero el corazón se empeña en creer que la santidad es algo lejano, elevado, puro, inalcanzable. Y la santidad es un camino al que me siento llamado. No sólo yo. Todos. Y no en soledad. Acompañado de muchos. Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos «los santos». Porque eran conscientes de que todos soñaban con la santidad, caminaban hacia la santidad. No se fijaban en su imperfección. Veían la santidad como una forma de vivir la vida. Yo también lo veo así. Sé que yo solo no puedo ser santo. Lucho y caigo, espero y sufro, anhelo y me detengo. Soy capaz de lo mejor y de lo peor. A veces veo las cumbres. Como si de repente lograra tocar el cielo que se me abre ante los ojos. Otras veces me veo en lo más hondo del valle, débil, roto, herido. Soy el mismo que vuela alto y cae en lo más bajo. Capaz de lo más sublime y de lo más terrible. Pero siempre en camino. Siempre luchando. Porque quiero ser feliz para siempre, quiero ser feliz hasta el fondo del alma. Lo deseo. Aunque no logre asirlo para siempre. Sé que los santos me muestran algo del cielo en la tierra. En su forma de mirar, de amar, de vivir. «Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida»[2]. Ser santo tiene que ver con mi capacidad de amar y dar la vida. Con el don que tengo para echar raíces. Con la costumbre de amar en presente, de amar en la intimidad del corazón que se abre. Ser santo no es una perfección inalcanzable. Más bien tiene que ver con aspirar a lo más alto tropezando muchas veces. Decía el P. Kentenich: «S. Bernardo experimentó que hay horas en las que nos sentimos paralizados y experimentamos el elemento animal que hay en nosotros con mayor intensidad que en los años de la juventud. En esos trances el santo de Claraval solía decirse: ¿Ad quid venisti? ¿A qué has venido? ¿Quieres pasarlo bien? ¿Quieres una vida cómoda? ¿Has venido para rehuir las fatigas del mundo? ¡Bernarde!, ¿ad quid venisti?»[3]. Me enciende siempre en el corazón esta pregunta de S. Bernardo. En los momentos de noche. En los momentos en los que la tristeza se hace fuerte. En los momentos en los que tiembla el alma. En esos momentos el corazón se pone de nuevo en pie. Sí. Aspiro de nuevo a lo más alto. Anhelo lo más grande. Lucho por lo más bello. No me conformo con una vida mediocre. Me pongo en camino de nuevo. Es la misma experiencia toda mi vida. En la noche brilla la luz de mi ideal, de mis sueños, del amor de Dios en mi vida. Ese amor que me levanta para seguir luchando. Creo que ser santo no es ser perfecto. Más bien tiene que ver con estar unido a Jesús, caminar en sus pasos, dejarme sostener por Él. Es más bien ser hecho antes que hacer muchas cosas. Creo que la santidad tiene que ver con la alegría. Decía el P. Kentenich: «La alegría también es un medio eficaz para alcanzar la santidad, para ser un sacerdote santo. Podemos también sacar una conclusión básica: nuestro deber moral consiste en educarnos a nosotros mismos y a los demás para la alegría»[4]. Educarme en la alegría. No dejarme llevar por el ánimo de tristeza que me hace ver todo con una tonalidad grisácea. Aspiro a hacer lo que Dios quiere. Me gustaría saber escucharle más a Él en el silencio. Miro a María en el Santuario. Ahí está mi verdadera escuela de santidad. Decía el P. Kentenich: «La Alianza de Amor es igualmente un intercambio de intereses. Que nuestros intereses se conviertan en los de la Santísima Virgen». María me enseña a amar en el Santuario. Es una alianza para aprender a amar los intereses de Dios, de los hombres. Me enseña a vivir descentrado. Centrado en Dios. El que ama hace suyos los intereses de la persona amada. La santidad consiste en querer como propios los intereses de Dios. Consiste en querer su voluntad como la mía propia. Es un misterio. Es un verdadero milagro porque normalmente me aferro a mis deseos. Me empeño en mi camino y quiero realizar mi plan personal diseñado en mi alma. Que aprenda a querer lo que no es mío es obra del amor de Dios en mi vida, obra del Espíritu. Sólo puedo recorrer el camino de la santidad cuando he tocado con mis propias manos el amor de Dios en mi vida. Ese amor que me hace quererme y aceptarme al ser amado. Los santos comenzaron a ser santos a partir de una convicción que anidó con fuerza en sus corazones. La convicción de saberse profundamente amados por Dios. Tal como eran. En su alma tocaron la presencia salvadora de Aquel que los llamaba por su nombre. Sólo puedo ser realmente de Dios si veo en Él un Padre que me quiere con locura. Un Padre que me busca, me desea, me espera, me abraza.
Me gusta pensar que Dios me quiere a mí como soy. Tal como soy. Me quiere santo a mi manera, según mi forma de ser. Con mis pasiones y tensiones. Con mis defectos y mis límites. Desde mi verdad más honda. Dios no quiere que imite y yo a veces me empeño en seguir a otros, en actuar como otros, en pensar como piensan otros. El P. Kentenich me habla del peligro de simplemente imitar a los santos: «Ni siquiera el revivir la vida de los santos está al resguardo de suscitar el desarrollo de un impersonalismo, de criar esclavos, borregos, no personalidades vigorosas»[5]. Quiero ser santo desde mi originalidad, desde lo que soy. Con vigor, sin frenos. Y desde ahí, anclado en Dios, plasmar el mundo que Dios pone a mis pies en la fuerza de su Espíritu. Y también decía: «El santo de la vida diaria es el hombre que, a partir de una actitud sobrenatural, tiene un logrado dominio sobre la vida cotidiana habitual»[6]. Dominar mi vida desde Dios. ¿Domino yo mi vida o la vida me acaba dominando? Quiero vivir plenamente desde lo que yo soy. Quiero decidir yo, actuar yo, optar yo. Desde lo que soy. Dios me quiere tal como me ha creado. Respeta mi camino original. No quiere que sea como otros. Dios me llama desde lo que soy. Y me pide que le dé lo que tengo, lo que he recibido, lo que he conquistado. Y convierte mi agua en vino, mi torpeza en fuente, mi debilidad en su fuego. Lo he visto tantas veces en mi propia vida. Cuando soy débil en Él, soy fuerte. Eso siempre me da paz y me conforta. Me sostiene y me llena de esperanza. Puede hacer milagros con mi vida si yo le dejo entrar. Si pronuncio mi sí. Si me abandono en sus manos. Cuando me dejo encontrar por Él en medio de mi vida, de mi camino. En lo cotidiano, cuando menos lo espero. Ese encuentro que cambia mi vida. Por eso me gustan los encuentros de Jesús con personas en el Evangelio. Esos encuentros en los que mira a los hombres en su belleza interior. En medio del camino, en lo alto de un árbol, arrodillados a sus pies. Los ama en lo que son, en medio de su vida cotidiana. Le importa lo que sucede en su corazón. Se conmueve, tiembla. Abraza, consuela. Levanta, da esperanza. Mira en silencio, sostiene su debilidad. Y tras encontrarse con Jesús, sus vidas cambian para siempre. Como la mía cuando me encontré con Él en el camino. Cuando me llamó por mi nombre. Ese nombre que ni yo mismo sabía. Y me vio como soy. Y me dijo cómo era. Y le creí. Y entonces comencé a seguir sus pasos. Por eso me gusta detenerme en el milagro de Dios en el corazón de cada hombre. En mi propia vida. Jesús y yo nos vamos encontrando en la vida. Nos buscamos, a veces yo voy delante y Él me sigue. A veces yo le persigo y Él marca mis huellas. Y algunas veces, las tengo marcadas en mi alma y en mi historia, nos alcanzamos. Y todo cambia. Se subió a mi barca un día y todo fue diferente. Le dije que sí entre lágrimas. Sin entender demasiado. Sí a lo que Él quisiera. Sí a dónde Él fuera. Y seguí anclado en su tierra, en su vida. Porque así es Jesús cuando se detiene ante mí, ante los hombres. Me conmovió su mirada. Y me tocaron sus palabras. Desde entonces me acostumbré a ir a su paso. Pero es verdad que no todo el que se encuentra con Jesús cambia de vida. Jesús curó a muchos, pero no a todos les cambió la vida esa curación. Habló a muchos, pero sólo unos cuantos lo siguieron y comenzaron a vivir de otra forma. Juega un papel la libertad humana. Jesús necesita que yo quiera estar con Él para siempre. No todo el que se encuentra con Jesús cambia. No todo el que conoce a hombres santos quiere ser santo. Hace falta un sí del alma. Un sí fiel y continuado. Un sí sostenido en el tiempo. Un sí robusto y alegre. ¿Qué me ha sucedido a mí a lo largo de mi vida? Cada encuentro con Él me ayuda a crecer en la conversión de mi corazón. No basta un solo encuentro. Necesito volver a empezar cada día. Si no sucede, si no me cambia por dentro, todo se queda en un cambio superficial. Es verdad que puedo hablar de Él, cumplir sus preceptos, predicar con pasión. Puedo vivir en la Iglesia, pero sólo le seguiré de lejos. Todo se juega en el encuentro frente a frente. Dios y yo. Le digo que sí. Le sigo. Lo amo.
Muchas veces oigo hablar de fidelidad. Ser fieles hasta la muerte. Ser fieles hasta la vida eterna. El amor es lo que posibilita que yo esté dispuesto a dar la vida por alguien. Por una persona. Por Dios. S. Pablo me dice: «Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y tengáis la constancia de Cristo». Constancia en Cristo. Constancia en el amor. La constancia de Dios en mi vida. Quiero aprender a caminar siempre de la mano de Dios. Quiero ser constante en el amor. Constante en mi sí diario. Constante en mi fidelidad a Dios y a los hombres. A veces me cuesta ser fiel. Me pasa lo que leía el otro día: «Nos desesperamos buscando una voz de afecto, alguien que nos aliente a seguir, que nos aplaudan, y nos feliciten. Buscamos lo temporal, porque no pensamos en la eternidad»[7]. Quiero un abrazo eterno ahora, un aplauso que no se apague. Para ser capaz de seguir luchando, de seguir dando la vida. La constancia en la fidelidad hiere el alma. Está lleno el camino de renuncias y entrega. De ofrecimientos por amor. Es lo que me pide Dios. Que sea fiel en mi camino. Que no pierda nunca la esperanza. Que no cambie la ruta marcada. Que no deje de luchar a su lado en medio de la vida. Sea como sea. Sea donde sea. Una fidelidad probada. No es tan sencillo ser fieles en este mundo que no valora tanto la perseverancia. Cambio de trabajo, de casa, de vida, de compañías. Las amistades eternas, los amores para siempre, la permanencia constante no se ven como un bien en sí mismos. Depende. Cambiar hace bien, llena el corazón de algo nuevo. Y entonces dejo de ver la fidelidad como un valor. Pero Jesús es fiel. Siempre fue fiel. Siempre permanece al pie de mi vida. Y me enseña a amar de la misma manera. Amar con fidelidad y para siempre. No quiero amar sólo por un rato. No deseo ser padre sólo por un tiempo. No quiero ser responsable sólo por una temporada. Siempre que celebro bodas de oro me conmuevo. Las de un matrimonio, las de un religioso. Sé lo difícil que es caminar cada día, cada hora por un mismo camino. Luchar y amar en cada momento como Dios me invita a hacerlo. Amar siempre, no sólo cuando resulta fácil. No sólo al comienzo cuando todo está lleno de luz. Valoro mucho la fidelidad de mis mayores. La fidelidad en el amor probado. La fidelidad en una vida que ha pasado por duras pruebas. Yo también quiero ser fiel a los pasos que he dado. A las vidas que he abrazado. A las huellas que he dejado. Quiero ser fiel en lo pequeño y no en grandes declaraciones. Fiel en el tiempo, para siempre. Es la gracia que le pido a Dios. Es la gracia que le suplico a Jesús. Que me enseñe a ser fiel siempre.
Dios siempre une. Nunca separa. Siempre allana caminos y destruye muros. Ante Él todos somos iguales. Hoy en el evangelio saduceos y fariseos buscan a Jesús para aumentar el odio que se tienen: «En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron». No buscan la verdad, sólo quieren resaltar sus diferencias. ¡Cuántas veces en la historia Dios ha sido excusa para crear separaciones y muros! Pienso en la pena de Jesús hoy al escuchar esta pregunta. Dios siempre une. Lima diferencias. Restablece los vínculos rotos. Me recuerda al Papa Francisco en su visita a Suecia. Ha dicho: «La unidad entre los cristianos es una prioridad, porque reconocemos que entre nosotros es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. El diálogo entre nosotros ha permitido profundizar la comprensión recíproca, generar mutua confianza y confirmar el deseo de caminar hacia la comunión plena». En Cristo todos somos hombres en búsqueda. La fe verdadera siempre me acerca al otro, sea cual sea su fe, su condición, sus ideas. Sea cual sea nuestra historia pasada de desencuentros y separaciones. Cristo nos une. Nunca nos aleja. Pero la actitud del Papa ha puesto inseguros a algunos. Les hace dudar. Creo que el camino más cercano entre dos hombres es Dios. Pero también puede ser el más largo cuando las diferencias separan. ¡Cuántas veces usamos su nombre en vano! Como hoy en el evangelio. A veces la idea de Dios separa y destruye. Dios, el Dios vivo, el Dios verdadero, sólo une, sólo acerca, sólo crea puentes. Nosotros tantas veces separamos. Hoy se acercan unos hombres a Jesús sin confiar en Él. No quieren aprender de Él. Son saduceos y ya tienen su idea preconcebida sobre la vida y sobre la muerte. Sólo quieren usar a Jesús para demostrar frente a los fariseos que tienen razón. No están abiertos a Jesús. No están dispuestos a desmontar todo lo que siempre han pensado para empezar un nuevo camino. A veces somos así. Tenemos nuestra idea de Dios. Y sólo buscamos formas de demostrar que tenemos razón, que estamos en lo cierto. Nos parapetamos en nuestra postura. Nos cerramos. No nos abrimos al otro. No creemos estar equivocados. Eso es para mí envejecer. Es la incapacidad de abrirse a lo nuevo. De encontrarse con Jesús y convertir el corazón un poco más. No una vez, sino mil veces. Me gustaría que Él me vaciase de mis posturas rígidas. Me gustaría volver siempre a comenzar de su mano. Nosotros a veces hacemos lo mismo que los saduceos. Nos acercamos a Dios para que ratifique nuestra forma de pensar. Nuestros dogmas. Nuestras categorías inamovibles. Nuestra postura irreconciliable con otras. Frente a Dios quisiera ser siempre un niño con capacidad para aprender. Quisiera ser capaz de abrir ventanas nuevas que nunca he abierto. Quisiera siempre fiarme de Dios, del Papa, de las personas a través de las cuales hoy Dios me habla. Quiero reconocer que Jesús lleva las riendas de mi vida mejor que yo. Me gusta la gente firme, que sabe lo que quiere, que siente en su corazón una fe personal y original. Me gustan esa firmeza y esa claridad. Pero también, lo reconozco, me gusta cuando esos mismos se rompen para volver a aprender todo de nuevo. Quiero ser así y dejarme complementar por otros. Hoy estos saduceos no conocieron de verdad a Jesús. Se acercaron con su mente, no con su corazón. Y se acercaron con su idea ya hecha. Con su rabia contra los contrarios. Discutiendo sobre la vida eterna mientras tanta gente se moría de hambre, de enfermedad y soledad. No reconocieron a Jesús ni vieron en Él al hombre que podía responder a su sed más honda. No vieron su misericordia ni se acercaron con el corazón abierto. Sólo buscaban demostrar que tenían razón. O mejor aún, demostrar que los fariseos no la tenían. Pienso en la pena de Jesús. En su desilusión. No pudo llegar a todos los hombres. No pudo tocar el corazón de todos. Él vino a sanar a todos. Y no pudo. Yo a veces no reconozco a Jesús en mi vida. Me pierdo en mis razones y teorías. Dios camina delante de mí, con su corazón abierto para amarme. Pero yo soy el que no estoy. Jesús tiene paciencia. Tiene un tesoro en su alma que a veces no le pido. No quiero vivir buscando respuestas que me dejen contento.
Jesús conoce el corazón de los que se acercan. Ve más allá de la pregunta. Y responde a su duda absurda basada en un caso imposible y poco real, alejado de la vida. Jesús pierde su tiempo con ellos. Se pone a su altura sin problema. Va al fondo de la cuestión. Y les responde directamente, con nobleza y transparencia. Habla sobre la vida eterna. No se lo han preguntado. Pero es la pregunta que todos llevamos grabada en el corazón. ¿Cómo será el cielo? ¿Cómo es la vida eterna? ¿Con quién estaremos al lado de Dios para siempre? «Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’». La muerte siempre asusta. Es el final del camino. Es la despedida definitiva. Nos turba el hecho de no saber qué habrá al otro lado. Miedo a morir sin despedirnos. Miedo a quedarnos solos y perder a nuestros seres queridos. El cristiano teme la muerte. Conoce la resurrección, pero teme la muerte. Lo veo todos los días. Lo veo en mí mismo. El miedo a la enfermedad. El miedo al sufrimiento. El miedo a perder a los que amamos. Amamos mucho la vida en la tierra. Y pensamos que el cielo puede esperar. Somos cristianos, creemos en la vida eterna, creemos en el amor de Dios para siempre, pero nos turba la muerte. Los mártires estaban dispuestos a morir antes que negar a Dios. Dispuestos a dar la vida antes de dejar que su fe desapareciera. Fueron fieles hasta el final. Hoy sigue habiendo mártires. Sigue habiendo cristianos perseguidos. Ellos no dudan de la vida eterna. Pero tal vez, cuando el corazón se acomoda, pensamos que el cielo puede esperar. Queremos saborear hasta el final la vida que se nos regala. Tememos la muerte. No queremos dejar de vivir. Y además surgen las preguntas: ¿Estaré en el cielo con aquellos a quienes amo? ¿Tendrá que ver mi vida eterna con mi vida temporal de ahora? El cielo siempre se nos presenta lleno de preguntas y enigmas. No tenemos todas las respuestas. El otro día me hablaban de las experiencias cercanas a la muerte. Personas que han estado a punto de morir y relatan lo que han visto en ese momento de luz y de paz. Para algunos son una demostración palpable de la existencia del cielo. Para otros son sólo producto de la imaginación. Lo cierto es que esa certeza posible tampoco me da paz suficiente frente a la muerte. No quiero morir. La vida me gusta. El hoy, el aquí, el ahora. El amor con ansia de eternidad. Pero el amor concreto en el que trascurren mis días. Ese amor me hace soñar con el cielo. Porque, como decía G. Marcel: «Amar a una persona es decirle: - Tú no morirás jamás». Y ese no morir para siempre sucede en el cielo. Tiene que ver con una vida para siempre. Pero aun así no pierdo el temor ante la muerte. El temor a quedarme solo en la tierra sin las personas a las que amo. El temor a cruzar solo el umbral de la muerte. El temor a no poder hacer nada más. El tiempo se acaba. Ante la muerte surge siempre de nuevo la pregunta: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy amando y me siento amado? Son las preguntas que encierran una semilla de eternidad. Una persona rezaba mirando a Dios: «No sé bien qué contienen las palmas de tus manos. Qué infinitos esconden las aguas de tus mares. No sé cuánto silencio habita hoy en tu pecho. Cuánto infinito ocultan las hondas de tu alma. No sé bien cuánto mar hará falta en el cielo. No sé bien qué contienen las aguas de tus mares.No sé si tantas playas abrazan lo infinito. Si en tu barca los mares llenan toda mi vida. Si al tenerte en mis brazos calmo la sed eterna. Solo sé que navego por mares que no entiendo. En cascadas de luz, de silencio, de amores. No sé bien cómo hacer para llenar el ancho abismo que separa mis aguas de tus aguas. Lentamente me adentro en la vida que intuyo, a ciegas, sordo y mudo. Con ojos inocentes, con palabras calladas. Apenas sé si todo este amor que sostengo llena todo ese cielo que sueñan mis entrañas». Es la mirada del corazón que anhela. Del alma que desea. De la vida aún no plena que quiere ser eterna. Y ante la muerte sufro. Porque no acabo de ver, de entender, de saber. Y mi fe me dice que no tema, que confíe. Que espere a ese Dios al que quiero. Lo he oído tantas veces. Yo mismo lo pronuncio. Para dar esperanza. Para que otros no teman. Pero yo mismo ante la muerte, ante el futuro incierto, ante la enfermedad posible, tiemblo y temo. Como si no creyera. Nos pasa a los cristianos tantas veces. No nos alegramos con el cielo. Preferimos una religión que nos hable de hoy. De cómo enfrentar la vida. De cómo amar en presente. Pero me cuesta el salto inmenso que abarca el infinito. El adiós para siempre aunque sea un hasta luego. Comprendo tanto las lágrimas en la pérdida. Y sé del dolor de la muerte cuando la vida me deja. Me ha tocado presenciar muchas muertes. Sostener en ese dolor inerme que nos desborda y rompe por dentro. No sé bien cómo hacer para tocar los cielos en medio de la noche. Y llenar de esperanza la vida que se escapa. Da igual si el que me deja apenas tiene años o ha vivido ya mucho. Nunca es bastante. Nunca son aquí eternos nuestros años. Caducan. Mueren. Parten. Y el corazón se llena de lágrimas verdaderas que padecen la ausencia. Lo entiendo todo muy bien. Me conmueve la pérdida. Jesús me dice que sí que estoy hecho para la vida eterna. Me dice que Él ha vencido a la muerte. Y ese morir en la vida no triunfa para siempre. Me espera la vida eterna. Me dice que no habrá oscuridad cuando viva para siempre. Y su luz llenará mi corazón. La vida es ancha y eterna. «No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos». Dios está vivo porque arde en mi corazón, porque me espera cada día en el sagrario. Porque me espera en el cielo para darme un abrazo que sane todas mis heridas. A veces yo también pienso que ha muerto. Que no está. Pero para Jesús todos están vivos. Junto a Dios no hay muertos, sólo hijos, sólo hijos amados. Jesús me desvela algo del cielo. Él lo conoce. Junto a Dios todos tenemos vida. En realidad, ya lo intuimos aquí. El amor es eterno, dura más allá de la muerte. Y mi alma está hecha para siempre. En el cielo se cumplirán todos los anhelos y se hará plenitud lo que soy aquí de forma incompleta. Creo que esta vida merece la pena y que ya previvo en parte el cielo aquí. Y creo que al cielo llegaré como soy. Con mi historia. Con mi vida. Y allí todo se hará plenitud. Quiero acercarme a Jesús con un corazón de niño. Quiero creer que estoy hecho para una vida eterna. Merece la pena dejarse el corazón aquí en la tierra. Amando. Siendo amado. Con pasión. Con dolor muchas veces. Creo en su amor infinito que camina a mi lado, a la altura de mis pasos y me espera anhelante al final de mi camino.
Me gusta la fiesta de todos los santos. Esa fiesta en la que pienso en los que amo, en aquellos que ya estarán con Jesús para siempre. No sólo recuerdo a los canonizados. Hoy creo en ese amor de Dios que es misericordia. En esa puerta que atraviesan los que yo quiero. En esa esperanza que me sostiene al pensar en el reencuentro un día con ellos. Hoy pido por los que han partido. Y recuerdo a los que viven ya para siempre esa vida eterna. Y también hoy me pregunto: «Y yo, ¿quiero ser santo?». Muchas veces me confronto con mis límites. Decía el Papa Francisco: «Dios te llama a transmitir esa vida, a crear esperanza. A recibir misericordia y dar misericordia. Te llama a ser feliz. No tengas miedo. Juégate toda la vida. La vida es así». Sé que es así. Lo creo con la cabeza. Pero el corazón se empeña en creer que la santidad es algo lejano, elevado, puro, inalcanzable. Y la santidad es un camino al que me siento llamado. No sólo yo. Todos. Y no en soledad. Acompañado de muchos. Los primeros cristianos se llamaban a sí mismos «los santos». Porque eran conscientes de que todos soñaban con la santidad, caminaban hacia la santidad. No se fijaban en su imperfección. Veían la santidad como una forma de vivir la vida. Yo también lo veo así. Sé que yo solo no puedo ser santo. Lucho y caigo, espero y sufro, anhelo y me detengo. Soy capaz de lo mejor y de lo peor. A veces veo las cumbres. Como si de repente lograra tocar el cielo que se me abre ante los ojos. Otras veces me veo en lo más hondo del valle, débil, roto, herido. Soy el mismo que vuela alto y cae en lo más bajo. Capaz de lo más sublime y de lo más terrible. Pero siempre en camino. Siempre luchando. Porque quiero ser feliz para siempre, quiero ser feliz hasta el fondo del alma. Lo deseo. Aunque no logre asirlo para siempre. Sé que los santos me muestran algo del cielo en la tierra. En su forma de mirar, de amar, de vivir. «Sobre todo afirmamos que sus vidas son una ventana hacia algo más. Mirándolos a ellos, a lo que hicieron, dijeron y vivieron, a cómo amaron y curaron, a cómo el evangelio ardió en sus vidas, podemos intuir al único que es realmente santo, a Dios. La verdadera santidad no es una virtud de cumplimiento. No es la perfección personal. No es una rareza imposible. Es la capacidad de, en la fragilidad e imperfección propias, ser reflejo del Dios que sí es perfecto. Es ser capaz de enamorarse de tal modo del Dios de Jesús que ese amor se convierte en pasión que arrebata la propia vida»[2]. Ser santo tiene que ver con mi capacidad de amar y dar la vida. Con el don que tengo para echar raíces. Con la costumbre de amar en presente, de amar en la intimidad del corazón que se abre. Ser santo no es una perfección inalcanzable. Más bien tiene que ver con aspirar a lo más alto tropezando muchas veces. Decía el P. Kentenich: «S. Bernardo experimentó que hay horas en las que nos sentimos paralizados y experimentamos el elemento animal que hay en nosotros con mayor intensidad que en los años de la juventud. En esos trances el santo de Claraval solía decirse: ¿Ad quid venisti? ¿A qué has venido? ¿Quieres pasarlo bien? ¿Quieres una vida cómoda? ¿Has venido para rehuir las fatigas del mundo? ¡Bernarde!, ¿ad quid venisti?»[3]. Me enciende siempre en el corazón esta pregunta de S. Bernardo. En los momentos de noche. En los momentos en los que la tristeza se hace fuerte. En los momentos en los que tiembla el alma. En esos momentos el corazón se pone de nuevo en pie. Sí. Aspiro de nuevo a lo más alto. Anhelo lo más grande. Lucho por lo más bello. No me conformo con una vida mediocre. Me pongo en camino de nuevo. Es la misma experiencia toda mi vida. En la noche brilla la luz de mi ideal, de mis sueños, del amor de Dios en mi vida. Ese amor que me levanta para seguir luchando. Creo que ser santo no es ser perfecto. Más bien tiene que ver con estar unido a Jesús, caminar en sus pasos, dejarme sostener por Él. Es más bien ser hecho antes que hacer muchas cosas. Creo que la santidad tiene que ver con la alegría. Decía el P. Kentenich: «La alegría también es un medio eficaz para alcanzar la santidad, para ser un sacerdote santo. Podemos también sacar una conclusión básica: nuestro deber moral consiste en educarnos a nosotros mismos y a los demás para la alegría»[4]. Educarme en la alegría. No dejarme llevar por el ánimo de tristeza que me hace ver todo con una tonalidad grisácea. Aspiro a hacer lo que Dios quiere. Me gustaría saber escucharle más a Él en el silencio. Miro a María en el Santuario. Ahí está mi verdadera escuela de santidad. Decía el P. Kentenich: «La Alianza de Amor es igualmente un intercambio de intereses. Que nuestros intereses se conviertan en los de la Santísima Virgen». María me enseña a amar en el Santuario. Es una alianza para aprender a amar los intereses de Dios, de los hombres. Me enseña a vivir descentrado. Centrado en Dios. El que ama hace suyos los intereses de la persona amada. La santidad consiste en querer como propios los intereses de Dios. Consiste en querer su voluntad como la mía propia. Es un misterio. Es un verdadero milagro porque normalmente me aferro a mis deseos. Me empeño en mi camino y quiero realizar mi plan personal diseñado en mi alma. Que aprenda a querer lo que no es mío es obra del amor de Dios en mi vida, obra del Espíritu. Sólo puedo recorrer el camino de la santidad cuando he tocado con mis propias manos el amor de Dios en mi vida. Ese amor que me hace quererme y aceptarme al ser amado. Los santos comenzaron a ser santos a partir de una convicción que anidó con fuerza en sus corazones. La convicción de saberse profundamente amados por Dios. Tal como eran. En su alma tocaron la presencia salvadora de Aquel que los llamaba por su nombre. Sólo puedo ser realmente de Dios si veo en Él un Padre que me quiere con locura. Un Padre que me busca, me desea, me espera, me abraza.
Me gusta pensar que Dios me quiere a mí como soy. Tal como soy. Me quiere santo a mi manera, según mi forma de ser. Con mis pasiones y tensiones. Con mis defectos y mis límites. Desde mi verdad más honda. Dios no quiere que imite y yo a veces me empeño en seguir a otros, en actuar como otros, en pensar como piensan otros. El P. Kentenich me habla del peligro de simplemente imitar a los santos: «Ni siquiera el revivir la vida de los santos está al resguardo de suscitar el desarrollo de un impersonalismo, de criar esclavos, borregos, no personalidades vigorosas»[5]. Quiero ser santo desde mi originalidad, desde lo que soy. Con vigor, sin frenos. Y desde ahí, anclado en Dios, plasmar el mundo que Dios pone a mis pies en la fuerza de su Espíritu. Y también decía: «El santo de la vida diaria es el hombre que, a partir de una actitud sobrenatural, tiene un logrado dominio sobre la vida cotidiana habitual»[6]. Dominar mi vida desde Dios. ¿Domino yo mi vida o la vida me acaba dominando? Quiero vivir plenamente desde lo que yo soy. Quiero decidir yo, actuar yo, optar yo. Desde lo que soy. Dios me quiere tal como me ha creado. Respeta mi camino original. No quiere que sea como otros. Dios me llama desde lo que soy. Y me pide que le dé lo que tengo, lo que he recibido, lo que he conquistado. Y convierte mi agua en vino, mi torpeza en fuente, mi debilidad en su fuego. Lo he visto tantas veces en mi propia vida. Cuando soy débil en Él, soy fuerte. Eso siempre me da paz y me conforta. Me sostiene y me llena de esperanza. Puede hacer milagros con mi vida si yo le dejo entrar. Si pronuncio mi sí. Si me abandono en sus manos. Cuando me dejo encontrar por Él en medio de mi vida, de mi camino. En lo cotidiano, cuando menos lo espero. Ese encuentro que cambia mi vida. Por eso me gustan los encuentros de Jesús con personas en el Evangelio. Esos encuentros en los que mira a los hombres en su belleza interior. En medio del camino, en lo alto de un árbol, arrodillados a sus pies. Los ama en lo que son, en medio de su vida cotidiana. Le importa lo que sucede en su corazón. Se conmueve, tiembla. Abraza, consuela. Levanta, da esperanza. Mira en silencio, sostiene su debilidad. Y tras encontrarse con Jesús, sus vidas cambian para siempre. Como la mía cuando me encontré con Él en el camino. Cuando me llamó por mi nombre. Ese nombre que ni yo mismo sabía. Y me vio como soy. Y me dijo cómo era. Y le creí. Y entonces comencé a seguir sus pasos. Por eso me gusta detenerme en el milagro de Dios en el corazón de cada hombre. En mi propia vida. Jesús y yo nos vamos encontrando en la vida. Nos buscamos, a veces yo voy delante y Él me sigue. A veces yo le persigo y Él marca mis huellas. Y algunas veces, las tengo marcadas en mi alma y en mi historia, nos alcanzamos. Y todo cambia. Se subió a mi barca un día y todo fue diferente. Le dije que sí entre lágrimas. Sin entender demasiado. Sí a lo que Él quisiera. Sí a dónde Él fuera. Y seguí anclado en su tierra, en su vida. Porque así es Jesús cuando se detiene ante mí, ante los hombres. Me conmovió su mirada. Y me tocaron sus palabras. Desde entonces me acostumbré a ir a su paso. Pero es verdad que no todo el que se encuentra con Jesús cambia de vida. Jesús curó a muchos, pero no a todos les cambió la vida esa curación. Habló a muchos, pero sólo unos cuantos lo siguieron y comenzaron a vivir de otra forma. Juega un papel la libertad humana. Jesús necesita que yo quiera estar con Él para siempre. No todo el que se encuentra con Jesús cambia. No todo el que conoce a hombres santos quiere ser santo. Hace falta un sí del alma. Un sí fiel y continuado. Un sí sostenido en el tiempo. Un sí robusto y alegre. ¿Qué me ha sucedido a mí a lo largo de mi vida? Cada encuentro con Él me ayuda a crecer en la conversión de mi corazón. No basta un solo encuentro. Necesito volver a empezar cada día. Si no sucede, si no me cambia por dentro, todo se queda en un cambio superficial. Es verdad que puedo hablar de Él, cumplir sus preceptos, predicar con pasión. Puedo vivir en la Iglesia, pero sólo le seguiré de lejos. Todo se juega en el encuentro frente a frente. Dios y yo. Le digo que sí. Le sigo. Lo amo.
Muchas veces oigo hablar de fidelidad. Ser fieles hasta la muerte. Ser fieles hasta la vida eterna. El amor es lo que posibilita que yo esté dispuesto a dar la vida por alguien. Por una persona. Por Dios. S. Pablo me dice: «Que el Señor dirija vuestro corazón, para que améis a Dios y tengáis la constancia de Cristo». Constancia en Cristo. Constancia en el amor. La constancia de Dios en mi vida. Quiero aprender a caminar siempre de la mano de Dios. Quiero ser constante en el amor. Constante en mi sí diario. Constante en mi fidelidad a Dios y a los hombres. A veces me cuesta ser fiel. Me pasa lo que leía el otro día: «Nos desesperamos buscando una voz de afecto, alguien que nos aliente a seguir, que nos aplaudan, y nos feliciten. Buscamos lo temporal, porque no pensamos en la eternidad»[7]. Quiero un abrazo eterno ahora, un aplauso que no se apague. Para ser capaz de seguir luchando, de seguir dando la vida. La constancia en la fidelidad hiere el alma. Está lleno el camino de renuncias y entrega. De ofrecimientos por amor. Es lo que me pide Dios. Que sea fiel en mi camino. Que no pierda nunca la esperanza. Que no cambie la ruta marcada. Que no deje de luchar a su lado en medio de la vida. Sea como sea. Sea donde sea. Una fidelidad probada. No es tan sencillo ser fieles en este mundo que no valora tanto la perseverancia. Cambio de trabajo, de casa, de vida, de compañías. Las amistades eternas, los amores para siempre, la permanencia constante no se ven como un bien en sí mismos. Depende. Cambiar hace bien, llena el corazón de algo nuevo. Y entonces dejo de ver la fidelidad como un valor. Pero Jesús es fiel. Siempre fue fiel. Siempre permanece al pie de mi vida. Y me enseña a amar de la misma manera. Amar con fidelidad y para siempre. No quiero amar sólo por un rato. No deseo ser padre sólo por un tiempo. No quiero ser responsable sólo por una temporada. Siempre que celebro bodas de oro me conmuevo. Las de un matrimonio, las de un religioso. Sé lo difícil que es caminar cada día, cada hora por un mismo camino. Luchar y amar en cada momento como Dios me invita a hacerlo. Amar siempre, no sólo cuando resulta fácil. No sólo al comienzo cuando todo está lleno de luz. Valoro mucho la fidelidad de mis mayores. La fidelidad en el amor probado. La fidelidad en una vida que ha pasado por duras pruebas. Yo también quiero ser fiel a los pasos que he dado. A las vidas que he abrazado. A las huellas que he dejado. Quiero ser fiel en lo pequeño y no en grandes declaraciones. Fiel en el tiempo, para siempre. Es la gracia que le pido a Dios. Es la gracia que le suplico a Jesús. Que me enseñe a ser fiel siempre.
Dios siempre une. Nunca separa. Siempre allana caminos y destruye muros. Ante Él todos somos iguales. Hoy en el evangelio saduceos y fariseos buscan a Jesús para aumentar el odio que se tienen: «En aquel tiempo, se acercaron a Jesús unos saduceos, que niegan la resurrección, y le preguntaron». No buscan la verdad, sólo quieren resaltar sus diferencias. ¡Cuántas veces en la historia Dios ha sido excusa para crear separaciones y muros! Pienso en la pena de Jesús hoy al escuchar esta pregunta. Dios siempre une. Lima diferencias. Restablece los vínculos rotos. Me recuerda al Papa Francisco en su visita a Suecia. Ha dicho: «La unidad entre los cristianos es una prioridad, porque reconocemos que entre nosotros es mucho más lo que nos une que lo que nos separa. El diálogo entre nosotros ha permitido profundizar la comprensión recíproca, generar mutua confianza y confirmar el deseo de caminar hacia la comunión plena». En Cristo todos somos hombres en búsqueda. La fe verdadera siempre me acerca al otro, sea cual sea su fe, su condición, sus ideas. Sea cual sea nuestra historia pasada de desencuentros y separaciones. Cristo nos une. Nunca nos aleja. Pero la actitud del Papa ha puesto inseguros a algunos. Les hace dudar. Creo que el camino más cercano entre dos hombres es Dios. Pero también puede ser el más largo cuando las diferencias separan. ¡Cuántas veces usamos su nombre en vano! Como hoy en el evangelio. A veces la idea de Dios separa y destruye. Dios, el Dios vivo, el Dios verdadero, sólo une, sólo acerca, sólo crea puentes. Nosotros tantas veces separamos. Hoy se acercan unos hombres a Jesús sin confiar en Él. No quieren aprender de Él. Son saduceos y ya tienen su idea preconcebida sobre la vida y sobre la muerte. Sólo quieren usar a Jesús para demostrar frente a los fariseos que tienen razón. No están abiertos a Jesús. No están dispuestos a desmontar todo lo que siempre han pensado para empezar un nuevo camino. A veces somos así. Tenemos nuestra idea de Dios. Y sólo buscamos formas de demostrar que tenemos razón, que estamos en lo cierto. Nos parapetamos en nuestra postura. Nos cerramos. No nos abrimos al otro. No creemos estar equivocados. Eso es para mí envejecer. Es la incapacidad de abrirse a lo nuevo. De encontrarse con Jesús y convertir el corazón un poco más. No una vez, sino mil veces. Me gustaría que Él me vaciase de mis posturas rígidas. Me gustaría volver siempre a comenzar de su mano. Nosotros a veces hacemos lo mismo que los saduceos. Nos acercamos a Dios para que ratifique nuestra forma de pensar. Nuestros dogmas. Nuestras categorías inamovibles. Nuestra postura irreconciliable con otras. Frente a Dios quisiera ser siempre un niño con capacidad para aprender. Quisiera ser capaz de abrir ventanas nuevas que nunca he abierto. Quisiera siempre fiarme de Dios, del Papa, de las personas a través de las cuales hoy Dios me habla. Quiero reconocer que Jesús lleva las riendas de mi vida mejor que yo. Me gusta la gente firme, que sabe lo que quiere, que siente en su corazón una fe personal y original. Me gustan esa firmeza y esa claridad. Pero también, lo reconozco, me gusta cuando esos mismos se rompen para volver a aprender todo de nuevo. Quiero ser así y dejarme complementar por otros. Hoy estos saduceos no conocieron de verdad a Jesús. Se acercaron con su mente, no con su corazón. Y se acercaron con su idea ya hecha. Con su rabia contra los contrarios. Discutiendo sobre la vida eterna mientras tanta gente se moría de hambre, de enfermedad y soledad. No reconocieron a Jesús ni vieron en Él al hombre que podía responder a su sed más honda. No vieron su misericordia ni se acercaron con el corazón abierto. Sólo buscaban demostrar que tenían razón. O mejor aún, demostrar que los fariseos no la tenían. Pienso en la pena de Jesús. En su desilusión. No pudo llegar a todos los hombres. No pudo tocar el corazón de todos. Él vino a sanar a todos. Y no pudo. Yo a veces no reconozco a Jesús en mi vida. Me pierdo en mis razones y teorías. Dios camina delante de mí, con su corazón abierto para amarme. Pero yo soy el que no estoy. Jesús tiene paciencia. Tiene un tesoro en su alma que a veces no le pido. No quiero vivir buscando respuestas que me dejen contento.
Jesús conoce el corazón de los que se acercan. Ve más allá de la pregunta. Y responde a su duda absurda basada en un caso imposible y poco real, alejado de la vida. Jesús pierde su tiempo con ellos. Se pone a su altura sin problema. Va al fondo de la cuestión. Y les responde directamente, con nobleza y transparencia. Habla sobre la vida eterna. No se lo han preguntado. Pero es la pregunta que todos llevamos grabada en el corazón. ¿Cómo será el cielo? ¿Cómo es la vida eterna? ¿Con quién estaremos al lado de Dios para siempre? «Y que resucitan los muertos, el mismo Moisés lo indica en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor ‘Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob’». La muerte siempre asusta. Es el final del camino. Es la despedida definitiva. Nos turba el hecho de no saber qué habrá al otro lado. Miedo a morir sin despedirnos. Miedo a quedarnos solos y perder a nuestros seres queridos. El cristiano teme la muerte. Conoce la resurrección, pero teme la muerte. Lo veo todos los días. Lo veo en mí mismo. El miedo a la enfermedad. El miedo al sufrimiento. El miedo a perder a los que amamos. Amamos mucho la vida en la tierra. Y pensamos que el cielo puede esperar. Somos cristianos, creemos en la vida eterna, creemos en el amor de Dios para siempre, pero nos turba la muerte. Los mártires estaban dispuestos a morir antes que negar a Dios. Dispuestos a dar la vida antes de dejar que su fe desapareciera. Fueron fieles hasta el final. Hoy sigue habiendo mártires. Sigue habiendo cristianos perseguidos. Ellos no dudan de la vida eterna. Pero tal vez, cuando el corazón se acomoda, pensamos que el cielo puede esperar. Queremos saborear hasta el final la vida que se nos regala. Tememos la muerte. No queremos dejar de vivir. Y además surgen las preguntas: ¿Estaré en el cielo con aquellos a quienes amo? ¿Tendrá que ver mi vida eterna con mi vida temporal de ahora? El cielo siempre se nos presenta lleno de preguntas y enigmas. No tenemos todas las respuestas. El otro día me hablaban de las experiencias cercanas a la muerte. Personas que han estado a punto de morir y relatan lo que han visto en ese momento de luz y de paz. Para algunos son una demostración palpable de la existencia del cielo. Para otros son sólo producto de la imaginación. Lo cierto es que esa certeza posible tampoco me da paz suficiente frente a la muerte. No quiero morir. La vida me gusta. El hoy, el aquí, el ahora. El amor con ansia de eternidad. Pero el amor concreto en el que trascurren mis días. Ese amor me hace soñar con el cielo. Porque, como decía G. Marcel: «Amar a una persona es decirle: - Tú no morirás jamás». Y ese no morir para siempre sucede en el cielo. Tiene que ver con una vida para siempre. Pero aun así no pierdo el temor ante la muerte. El temor a quedarme solo en la tierra sin las personas a las que amo. El temor a cruzar solo el umbral de la muerte. El temor a no poder hacer nada más. El tiempo se acaba. Ante la muerte surge siempre de nuevo la pregunta: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Estoy viviendo como quiero vivir? ¿Estoy amando y me siento amado? Son las preguntas que encierran una semilla de eternidad. Una persona rezaba mirando a Dios: «No sé bien qué contienen las palmas de tus manos. Qué infinitos esconden las aguas de tus mares. No sé cuánto silencio habita hoy en tu pecho. Cuánto infinito ocultan las hondas de tu alma. No sé bien cuánto mar hará falta en el cielo. No sé bien qué contienen las aguas de tus mares.No sé si tantas playas abrazan lo infinito. Si en tu barca los mares llenan toda mi vida. Si al tenerte en mis brazos calmo la sed eterna. Solo sé que navego por mares que no entiendo. En cascadas de luz, de silencio, de amores. No sé bien cómo hacer para llenar el ancho abismo que separa mis aguas de tus aguas. Lentamente me adentro en la vida que intuyo, a ciegas, sordo y mudo. Con ojos inocentes, con palabras calladas. Apenas sé si todo este amor que sostengo llena todo ese cielo que sueñan mis entrañas». Es la mirada del corazón que anhela. Del alma que desea. De la vida aún no plena que quiere ser eterna. Y ante la muerte sufro. Porque no acabo de ver, de entender, de saber. Y mi fe me dice que no tema, que confíe. Que espere a ese Dios al que quiero. Lo he oído tantas veces. Yo mismo lo pronuncio. Para dar esperanza. Para que otros no teman. Pero yo mismo ante la muerte, ante el futuro incierto, ante la enfermedad posible, tiemblo y temo. Como si no creyera. Nos pasa a los cristianos tantas veces. No nos alegramos con el cielo. Preferimos una religión que nos hable de hoy. De cómo enfrentar la vida. De cómo amar en presente. Pero me cuesta el salto inmenso que abarca el infinito. El adiós para siempre aunque sea un hasta luego. Comprendo tanto las lágrimas en la pérdida. Y sé del dolor de la muerte cuando la vida me deja. Me ha tocado presenciar muchas muertes. Sostener en ese dolor inerme que nos desborda y rompe por dentro. No sé bien cómo hacer para tocar los cielos en medio de la noche. Y llenar de esperanza la vida que se escapa. Da igual si el que me deja apenas tiene años o ha vivido ya mucho. Nunca es bastante. Nunca son aquí eternos nuestros años. Caducan. Mueren. Parten. Y el corazón se llena de lágrimas verdaderas que padecen la ausencia. Lo entiendo todo muy bien. Me conmueve la pérdida. Jesús me dice que sí que estoy hecho para la vida eterna. Me dice que Él ha vencido a la muerte. Y ese morir en la vida no triunfa para siempre. Me espera la vida eterna. Me dice que no habrá oscuridad cuando viva para siempre. Y su luz llenará mi corazón. La vida es ancha y eterna. «No es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos». Dios está vivo porque arde en mi corazón, porque me espera cada día en el sagrario. Porque me espera en el cielo para darme un abrazo que sane todas mis heridas. A veces yo también pienso que ha muerto. Que no está. Pero para Jesús todos están vivos. Junto a Dios no hay muertos, sólo hijos, sólo hijos amados. Jesús me desvela algo del cielo. Él lo conoce. Junto a Dios todos tenemos vida. En realidad, ya lo intuimos aquí. El amor es eterno, dura más allá de la muerte. Y mi alma está hecha para siempre. En el cielo se cumplirán todos los anhelos y se hará plenitud lo que soy aquí de forma incompleta. Creo que esta vida merece la pena y que ya previvo en parte el cielo aquí. Y creo que al cielo llegaré como soy. Con mi historia. Con mi vida. Y allí todo se hará plenitud. Quiero acercarme a Jesús con un corazón de niño. Quiero creer que estoy hecho para una vida eterna. Merece la pena dejarse el corazón aquí en la tierra. Amando. Siendo amado. Con pasión. Con dolor muchas veces. Creo en su amor infinito que camina a mi lado, a la altura de mis pasos y me espera anhelante al final de mi camino.
[1] John Tiffany y Jack Thorne, Harry Potter y el legado maldito, Basada en la historia de JK Rowling
[2] José María Rodríguez Olaizola, Ignacio de Loyola, nunca solo
[3] J. Kentenich, Niños ante Dios
[4] J. Kentenich, Vivir con alegría
[5] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[6] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[7] Claudio de Castro, El poder de la alegría