Si el Papa Francisco tuviera el carácter de Luis Enrique a ver quién le preguntaba en el viaje de vuelta por qué saca a Dios de la medular, la zona de creación, para que juegue como extremo en la periferia. Por fortuna para los periodistas, este hombre hecho de dulce de leche contesta siempre con la sonrisa de Zidane y la mesura del Tata Martino. Si tuviera el carácter de limón de Luis Enrique dejaría claro que el míster es él, pero como no lo tiene explica con humildad que para que los últimos sean los primeros es preciso cambiar el sistema táctico.
Lo que no significa sustituir a Bale por un carrilero del Castilla para que meta un gol en propia puerta. Francisco no quiere revolucionar la Iglesia hasta el punto de acomodarla al mundo. De ahí su rechazo a que las mujeres impartan misa de nueve, a pesar de la insistencia laicista para que la sotana sea el sobrepelliz de la enagua. Ni que decir tiene que la pregunta comodín de la prensa de progreso sobre el sacerdocio femenino tiene la misma intencionalidad que la que le hacen a Lopetegui sobre la convocatoria de Casillas. Si se le plantea con tanta asiduidad al Papa es para que cambie de opinión, si no por convencimiento, por hartazgo.
Francisco, empero, elude con elegancia la trampa. El pontífice afirma que la Iglesia es mujer y que María está por encima de los apóstoles, pero en lo concerniente al sacerdocio femenino apuntala su no es no en un texto de San Juan Pablo II fundamentado en el Evangelio de Lucas. Palabras mayores. Lo curioso del asunto es que el planteamiento paritario, en lugar de las hermanas clarisas, lo hacen chicas que no se persignan porque ni saben ni quieren. Dicho de otro modo, mientras el laicismo exige que quien imparta la bendición lleve las uñas lacadas las monjas aceptan alegremente su rol porque tienen claro que Dios, su esposo, es un gran partido.