El documento publicado esta semana por la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre las condiciones en que es lícita la cremación de los difuntos y la conservación de sus cenizas, ha levantado ampollas en algunos sectores. Enseguida se han oído voces que acusaban a la Iglesia de querer mantener vivo su negocio de camposantos o capillas mortuorias, a cambio de no respetar las últimas voluntades de los difuntos o el deseo de sus deudos.
Lo primero que hay que decir es que, en la mayoría de los países, los cementerios no son propiedad de la Iglesia, sino de los Ayuntamientos, que son los que los administran. Y que las capillas donde se conservan, en nichos especiales, las urnas con las cenizas son habituales en algunas naciones, pero inexistentes en la inmensa mayoría de los países. Por lo tanto, pensar que el Vaticano da una norma para beneficiar el negocio de tal o cual país es ignorar el sentido de universalidad con que actúa la Iglesia.
Ninguno de los que han protestado parece estar interesado en lo que de verdad se trata: la dignidad de las cenizas del difunto y que éstas reciban un trato acorde con su fe católica. Si alguien que no es católico quiere ser incinerado y luego esparcido en alta mar o enterrado bajo las frondosas ramas de un roble, la Iglesia no tiene nada que decir al respecto. Pero nuestra tradición religiosa exige que los restos mortales del católico descansen en sagrado, tanto si esos restos llegan a convertirse en polvo por la vía natural del paso del tiempo, como si se acelera el proceso metiéndolos en un horno crematorio. Que pueda repetirse la hilarante escena de la urna con los restos de la abuela, gato incluido, que cuenta la película “Los padres de ella”, donde Robert De Niro y Ben Stiller bordan su papel, es algo que un católico sensato debería intentar evitar. Claro que podemos preguntarnos qué pasa con los católicos que mueren en un accidente de aviación o en un naufragio, o que han sido sepultados en fosas comunes tras una catástrofe o una guerra, pero no es lo mismo que las cosas sucedan involuntariamente a que seamos nosotros quienes las provoquemos.
Lo que está detrás de toda la falsa polémica que se ha montado es la pérdida de la fe en la vida eterna y en la resurrección de la carne. Y eso no sólo entre los que no creen, sino dentro de los mismos católicos practicantes. Como sacerdote constato que cada vez se reza menos por los difuntos, con lo cual se les da una segunda muerte, pues se les condena al olvido, perdiendo el tesoro de sabiduría acumulada por ellos durante su vida, que en muchos casos es la herencia más importante que dejan a sus sucesores. Para mí, que he perdido ya a mis padres, es un extraordinario consuelo poder acudir al cementerio donde están enterrados y hartarme de llorar mientras musito avemarías junto a su lápida. Les recuerdo en la misa, pero me ayuda mucho visitar su última morada y poner unas flores sobre su tumba, pensando en cómo me lo agradecerá mi madre desde el cielo por lo mucho que le gustaban las flores. No sería igual, desde luego, meterme en un bosque hasta encontrar la encina donde hubiera depositado las cenizas y descubrir quién sabe qué sorpresas. Si se trata de olvidar cuanto antes a los muertos, la excusa del naturalismo puede servir. Pero mantener vivo su recuerdo en el corazón, saber dónde están y poder visitarles y rezar junto a su tumba, hace más llevadero el desgarro que representa la muerte. En todo caso, vuelvo a repetir, el que no quiera hacer caso a lo que enseña la Iglesia que no lo haga, pero que luego no se queje si, como dice la instrucción vaticana, se le niega el funeral católico. O se es católico o no se es. A nadie se le obliga a serlo, pero lo que no se puede es jugar con la fe y mucho menos a costa de las cenizas del papá, de la mamá o de los abuelos.