Formando a los niños para ser santos
En el artículo anterior me refería a la alegría de los padres al tener un hijo que se fue desarrollando en el seno de la madre hasta el momento de darlo a luz; y reflexionaba sobre la acción de Dios, sabio y omnipotente, que iba, paso a paso, gestando esa nueva vida. Hoy podríamos detenernos a pensar sobre la misión de los padres con el hijo que Dios les ha regalado.
¿Qué hacen los padres o qué deben hacer, con cada hijo, que es un don de incalculable valor, aunque es frágil, pequeño y débil pero que llega al mundo con un plan previsto por Dios para él?
Sabemos que los cuidados primeros del ser humano son el alimento, el vestido, el cariño, cosas que necesitaremos a lo largo de la vida, además de otras muchas. Y pronto empezará ya la formación, se le enseñarán muchas cosas. Pero, ¿qué parte tienen los padres para realizar en el hijo el plan de Dios sobre él? Lo primero será saber cuál es ese plan. Bien podemos decir que lo que Dios espera de cada una de sus criaturas al llamarnos a la vida, al elegirnos antes de la creación del mundo, es para que seamos santos e irreprochables por el amor
Por tanto, ahí tienen los padres una pauta para ir modelando a sus hijos. Si los padres tienen derechos sobre el hijo, cuánto más el autor y dueño de su vida, Dios Padre Creador, para señalar el modo en que su hijo se debe desarrollar, crecer, madurar…
¡Ayudarle a ser santo e irreprochable por el amor! Realmente hay padres que hacen eso: aman y enseñan a sus hijos a amar con corazón universal.
Cuando nos llegan noticias de acoso escolar, de maltrato entre niños, uno se pregunta si eso es espontáneo o lo ha aprendido en su entorno.
Podemos criar niños santos o niños capaces de crímenes, según las ideas, sentimientos que sembremos en sus mentes y en su corazón, ya desde su infancia. Es fácil comprender la gran responsabilidad de los padres.
Algunos consideran al hijo como propiedad suya, olvidando que es puro regalo de Dios, tanto en el hecho de nacer como en el de conservarle la vida. Se ha fiado de ellos y se lo ha encomendado para que lo vayan manteniendo y educando; y como eso no es posible sin amarlo, les ha dado desde el principio un amor que sólo los padres pueden tener. El niño es propiedad de Dios, sólo de Dios. No lo es ni de los padres, ni de la sociedad, ni del Estado ni de cualquier grupo social.
Como en otras cosas de la vida, los hijos son causa de muchas alegrías y también de penas y disgustos. Con ello han de contar los padres y tener bien asumida su responsabilidad para afrontar debidamente cualquier situación.
¿Y si el hijo enferma? ¿Y si nace enfermo? ¿Y si muere? Algunos padres ni siquiera admiten la posibilidad de que esas cosas le sucedan. Pero sí suceden, casi siempre a los demás. Pero han de pensar que alguna vez me puede pasar a mí.
Y aquí quiero manifestar mi admiración y cariño a tantos niños enfermos, que supieron asumir la muerte y ofrecerse como víctimas por la santidad de sus padres, la unión de su familia, por la conversión de pecadores, por defender la Eucaristía, por caridad con el prójimo, por confesar a Jesús. ¡Como verdaderos santos y así lo eran! Y no sólo me refiero a los ya canonizados como Francisco y Jacinta, Laura, etc., sino a los cercanos a nosotros: Mª Carmen González-Valerio, Alejandro, Alexia, Anne Gabrielle, etc. También a todos los padres que supieron sobrellevar su inmenso dolor, dando testimonio de fe, de fortaleza, de abandono en el Autor de la vida. Y cómo no, mi oración por quienes están siendo probados por el dolor.
José Gea