Y todos los que conspiran a coro murmuran:

Rompamos  sus coyundas,
sacudamos su yugo (Sal 2,3).
Ya en la primera tentación en el Paraíso, la voluntad de Dios es presentada como una tiranía; Satanás quiere convencernos de que Dios no quiere al hombre, que lo quiere oprimir y por eso lo limita. Y el hombre, una y otra vez hace caso a esa insinuación. No reconoce que Dios no necesita limitarlo, porque de suyo cualquier criatura, por grande que sea, en algún aspecto es limitada. No necesita someterlo, pues ninguna criatura es absoluta, todas, al menos en algún aspecto dependen de su Creador. La tentación es a no aceptar lo que somos, a querer ser otros; pero no a querer ser otro hombre distinto al que soy, con otra identidad y destino, la tentación radicalmente es no aceptar que somos criaturas y querer ser Dios. Queremos ser el Señor.

Pero lo cierto es que la urdimbre de nuestro ser está hecha para que la trama sea el servicio y, por ello, el hombre solamente sabe obedecer. La cuestión es a quién. Cuando desobedecemos la voluntad de Dios no dejamos de obedecer, sino que nos ponemos al servicio de otro señor, aunque sea bajo el engaño de hacernos creer otra cosa.
¿No sabéis que al ofreceros a alguno como esclavos para obedecerle, os hacéis esclavos de aquel a quien obedecéis: bien del pecado, para la muerte, bien de la obediencia, para la justicia? (Rm 6,16).
La verdadera obediencia es acción que brota de la audición de la Palabra y la muerte del alma es la retracción a ella para caer en la esclavitud del pecado, para lo cual nos bastan nuestras fuerzas, mientras que para librarnos del pecado no podemos solos, sino que necesitamos de la ayuda de Dios (cf. Lv 26,13). Siempre llevamos un yugo, pero de aquél de la esclavitud del pecado no somos libres para dejarlo, mientras que Dios, junto a sí, no nos retiene contra nuestra voluntad. Es cierto que llevamos un yugo, pero no uno de muerte, sino de vida:
Mi yugo es llevadero y mi carga ligera (Mt 11,30).
Y ese yugo, esa carga, es la cruz. Por eso, es obediencia de vida, porque es llevar la puerta de la resurrección. Y es obediencia no de esclavos, sino de hijos:
Habéis recibido, no un espíritu de esclavitud, para recaer en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos, que nos hace gritar: ¡Abba! (Padre). Ese Espíritu y nuestro espíritu dan un testimonio concorde: que somos hijos de Dios; y si somos hijos, también herederos, herederos de Dios y coherederos con Cristo, ya que sufrimos con Él, para ser también con Él glorificados (Rm 8,15ss).