Eclesiástico 35, 12-14. 16-18; 2 Timoteo 4, 6-8. 16-18; Lucas 18, 9-14
«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
«Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y me hace capaz de amar de forma humana. Ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios»
«Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido»
«Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y me hace capaz de amar de forma humana. Ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios»
La libertad interior frente a las críticas y los elogios es ese don que tantas veces pido. Es una gracia que tengo que pedir cuando me turbo con las críticas, o me creo especial con los halagos. Lo sé con la cabeza, porque lo he oído, porque me parece evidente. Sé que ningún elogio me hace mejor de lo que soy y ninguna crítica me quita un ápice de mi valor. Pero luego mi corazón no obedece y se turba; sufre y se incomoda; se alegra en exceso o cae en la soberbia. En ocasiones me veo descalificando a quien me critica. Como si así esa opinión dejara de tener valor por venir de quien viene. Pero creo que no es el camino descalificar a quien me critica. En sus palabras, en su crítica, Dios puede estar diciéndome algo importante. Y si descalifico a su autor, las palabras pierden fuerza. Y yo no quiero que pierdan fuerza. Quiero que sean lo que son, ni más ni menos. Una llamada de atención. Una caricia de Dios que me conmueve. Un elogio, una crítica, son dos caras de una misma moneda. Las dos me hablan del eco que tiene mi vida en el mundo. A veces también me duele la omisión, cuando nadie me critica, ni me ensalza por lo que hago. El silencio es ausencia de eco. Ese silencio incómodo de la indiferencia. Esa callada respuesta del mundo que me lleva a juzgar mis actos como indiferentes para los demás. Sé que ante las críticas no puedo defenderme. Pero muchas veces lo hago. Busco justificaciones. Ataco otras formas diferentes de hacer las cosas. Descalifico. Echo la culpa a otros. Me siento tan mal que ataco al que me critica. Para ser humilde el camino más rápido son las humillaciones. Aunque es el camino más difícil. Leía el otro día: «Resistirse a la humillación es algo natural. Retrocedemos ante las experiencias humillantes. Entonces nos vendrá bien recordar quiénes somos nosotros realmente y quién es Dios. Si detrás de esa experiencia sólo vemos el daño y lo desagradable del hecho, únicamente puede ser porque hemos perdido de vista la voluntad de Dios y su providencia»[1]. Miro a Jesús acusado injustamente y me siento tan pobre, tan débil. Lo miro a Él que no se defiende. Que no ataca con sus palabras. Simplemente calla. Yo no soy capaz de callarme. Me gustaría aprender. Callarme y no buscar salir yo bien de una ofensa. Quedar bien. Resultar ileso. Pienso que las críticas me ayudan a cuestionar mi forma de hacer las cosas. No todo lo que hago está bien hecho. No todo recibe la aprobación de los hombres. ¿Por qué me obsesiono por ser aprobado siempre, en todo y por todos? Tal vez es la misma herida de siempre. La herida de amor que llevo grabada en el alma. Esa herida con la que nacemos todos. Lo sé. Y busco llenar el vacío de amor que tiene el corazón herido. Lo busco. Pretendo llenarme de elogios, de halagos, de piropos. Como si al ser admirado por muchos la pena desapareciera para siempre. Y no es así. Nunca está satisfecho el corazón herido. Es verdad que me hacen bien los halagos. Son como un bálsamo. Pero puedo caer con ellos en la vanidad. Quiero aceptarlos con humildad y luego darle gracias a Dios por ellos. Creo que el elogio y la crítica tienen que ver con la verdad de mi vida. Soy digno de críticas y de elogios. Soy susceptible de ser criticado. No debo rechazar las críticas. Pero tampoco tengo que eludir los elogios. Ambos me construyen. Son el eco de mis obras. El que no actúa es menos criticado que el que se expone. El que entrega su vida puede ser más cuestionado que el que la guarda. El que habla se muestra en su verdad. El que ama se arriesga. Al que se le ve se le pueden sacar más fácilmente los defectos que al que se protege mucho. A veces por perfeccionismo guardamos lo que hacemos. Para que no nos juzguen, para que no nos critiquen. Dejamos de entregar los bocetos de nuestra vida esperando a tener lista la obra de arte. Y tal vez el tiempo se nos escurre entre los dedos y nunca damos lo que tenemos, porque no es perfecto. Y es que nada de lo que hacemos es perfecto. Y por miedo al rechazo, por miedo a la crítica, nos guardamos. Lo tengo claro. No puedo esperar ser gusto de todos. No quiero buscar el halago y la alabanza cuando hago algo, cuando me expongo, cuando sirvo. Esa búsqueda enfermiza y obsesiva me hace daño. Sólo puedo acoger lo que me llega. Y ser siempre agradecido. Tanto en el elogio como en la crítica. Y esperar que las cosas me vengan de frente. Cuando alguien se atreve a decirme algo a la cara es un regalo de Dios. Decía el P. Kentenich: «Si soy superior debo agradecer cuando alguien me critique cara a cara. Dicho familiarmente, yo no tolero que se me ataque por la espalda»[2]. Que me digan las cosas a la cara. Y que yo sepa ayudar a otros diciéndoles cómo veo yo sus vidas. La sinceridad es importante. El amor a la verdad. De frente, de cara. Una verdad dicha siempre con amor, con caridad. Sin herir. Con sensibilidad. Poniéndome en el lugar del otro. No de cualquier manera. Todo ello me ayuda a crecer. Me ayuda a abrazar mi verdad aunque a veces me duela en lo más hondo. Es la honestidad con mi vida tal y como es. Acojo con alegría los ecos que despiertan mis obras. Las huellas que voy dejando en el camino. Acepto el elogio y la crítica. Dios me habla en ellos. Dios me invita a crecer cada día.
Creo que lo mejor que uno puede decir de una persona es que es muy humana. Pero, ¿qué significa realmente ser muy humano? Aquel que conoce el alma humana es humano. Quien conoce la debilidad y las heridas. Quien ha palpado los sentimientos más hondos y las contradicciones del alma. Es esa persona que vive desde lo más humano, desde el amor más hondo que brota de su herida. Ser humano tiene que ver con ser misericordioso. Con palpar la propia debilidad y mirar a los demás como los mira Dios. El otro día leía: «El pasado, con todos sus fallos, no estaba olvidado: seguía ahí para recordarme la fragilidad de la naturaleza humana y la necedad de poner la confianza en uno mismo. Ya no confiaba en mi propia guía, ya no dependía de mí mismo»[3]. Ser humano significa haber fallado y no haberlo olvidado. Pero no para recriminarme continuamente mis errores. Sino para ser consciente de que mi fragilidad es la llave que abre el corazón de Dios. A veces hago que los santos no sean humanos. Los pinto perfectos, los describo como inalcanzables. Los catapulto al cielo desprendiéndolos de la cárcel de su carne. Como si nunca hubieran experimentado la debilidad, el error, el pecado, la caída, su propia herida. En ese intento por mostrar la belleza de una vida sin mancha, doy por evidente que la mancha afea el alma. Y quito la mancha, la herida, el fracaso. Todo blanco, todo puro. No entiendo muchas veces ese deseo mío de hacerlo todo bien. De obrar como Dios obra. De no tener ninguna fragilidad. Me olvido de lo humano que soy. Y al hacerlo, curiosamente me alejo de lo humano. Dejo de ser humano. Es verdad que lo humano en mí me hace palpar la herida de todo hombre. En mi herida me abro a otras heridas. Comprendo, acepto, amo. Esa herida de amor que sufro me hace más cercano con el que también sufre. Es el camino más rápido. La persona más humana es la más verdadera. Ser humano es ser de Dios. Ser mundano es ser del mundo. A veces somos mundanos cuando pensamos como piensa el mundo. Y no somos capaces de mirar la vida con los ojos de Dios. Decía el P. Kentenich: «No el vivir en la perspectiva humana, sino en la perspectiva divina. No el vivir en la confianza humana. Las seguridades y apoyos humanos se quiebran con frecuencia»[4]. Apegarme al mundo me puede esclavizar. Quiero vivir en la perspectiva de Dios. Confiar en lo que Dios me pide. Es lo que hizo Jesús en su vida. Nunca dejó de ser humano. Fue el hombre más humano. Vivió en el mundo, pero no fue del mundo. El P. Kentenich fue también un apasionado por el hombre, por lo más humano. Supo comprender el alma humana. Supo acompañar y cuidar al hombre para que viviera en Dios. Pero confió en Dios y puso siempre su vida en sus manos. Se abandonó como un niño. Aprendió a mirar con los ojos de Dios. En eso consiste nuestro camino. No se trata de despreciar lo humano. Al contrario. El hombre más humano es el hombre más de Dios. Dios me hace humano. Es el fruto de la alianza de amor con María. Ella me lleva de la mano al corazón de Dios y al corazón de los hombres. No dejo de ser humano al ser más de Dios. No dejo de comprender las propias miserias y las debilidades de los hombres, cuando me adentro en el corazón de Dios. Y tocando mis miserias, no dejo de aspirar cada día a tocar los más altos ideales. Todo comienza siempre en lo más humano. En la fragilidad del alma que sueña con un cielo inmenso. En la debilidad del corazón que es capaz también de lo más grande. Lo humano en mí no sólo me recuerda que soy débil. Lo humano en mí me habla de la belleza de Dios. Me habla de mi verdad más honda. El otro día leía: «La verdad es una cosa terrible y hermosa, y por lo tanto debe ser tratada con gran cuidado»[5]. Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y entonces me hago capaz de arrodillarme con infinito respeto ante la verdad de cada hombre. Dios me hace capaz de amar de forma humana, con misericordia. Y ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios.
Mi ser hombre es el camino de plenitud que Dios me ha marcado. No renuncio a lo humano para estar con Dios. No renuncio a mis pasiones, a mis deseos, a mis sueños. No. No renuncio a mis raíces en lo hondo de la tierra. Todo se lo entrego a Dios. Y Dios besa mi herida humana y mis logros humanos. Acaricia mis caídas. Me levanta de la tierra. Me bendice en mi ser hombre porque Él mismo tomó mi naturaleza con su impotencia y la elevó al cielo. Elevó mi carne al paraíso. Mi carne corruptible y débil. Cuanto más humano soy, soy más de Dios. Cuanto más de Dios soy, acabo siendo más humano, más sensible, más comprensivo, más misericordioso. Cuando pierdo de vista a Dios, dejo de ser humano. Entonces me es indiferente el dolor de los hombres y paso por la vida sin entregar mi amor. Esta semana celebrábamos el día de la erradicación de la pobreza. Ese día pensé que muchas veces paso indiferente ante el dolor del hombre, ante su pobreza. En esos momentos, encerrado en mi comodidad, no soy humano. No escucho. Dice el profeta hoy: «El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes». Me gusta la imagen de ese Dios que se abaja y escucha al que sufre. Dios siempre escucha al que sufre. Socorre al pobre. Rescata al perdido. Eleva mi pobreza. La lleva al cielo. Quiero aprender a mirar a los hombres como los mira Jesús. «Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es salvada y recupera su dignidad»[6]. Mirarlos en su pobreza y ayudarlos a recuperar su dignidad perdida. Dios siempre escucha. Yo no soy tan humano muchas veces. La alianza de amor con María me ayuda a unir lo humano y lo divino. Mi carne y mi espíritu. Mi pecado y mis sueños. Mis logros y mis fracasos. Todo en el mar hondo de Dios en el que descanso. Quiero aprender a ser cada día más humano sin renunciar a mi herida de hombre. Quiero aprender a abrazar el corazón herido, sin renunciar a mi propia herida. Quiero avanzar por los caminos de la santidad, sin tapar mis errores y caídas. Quiero ser más humano y más libre. Una persona rezaba: «Temo el rechazo y la soledad. Temo enfrentarme a mí mismo y asustarme. Temo el vacío y el abandono. Pero sé que Tú estás siempre, Jesús, a solas conmigo. Si no, no sé si sería capaz de enfrentar la vida. No soy muy valiente y temo fracasar en todo. Busco certezas. Quiero ser pobre y entregarte mis renuncias. Quiero despojarme de todo. Quiero decirte que sí a lo que sea que quieras. Dame fe para amar más». Los santos han sido las personas más humanas. Han buscado a Dios, han tenido miedos, han sufrido. Se han asustado ante el abandono. Pero han seguido el camino de Jesús. Han conocido la pobreza de sus vidas y han besado con el amor de Dios tantas vidas rotas. Es el camino que Dios quiere para mí. No una santidad desencarnada, blanca, perfecta. Más bien espera una santidad encarnada en mi vida pobre y herida. Una vida abandonada en sus manos. Una vida en la que brilla con más fuerza el amor de Dios. En medio de mi pobreza. Deseo unir en mí lo humano y lo divino. «Quería los placeres mundanos y la trascendencia divina, la gloria dual de una vida humana. Quería lo que los griegos llamaban el extraordinario equilibrio entre la bondad y la belleza»[7]. Lo frágil y lo perecedero unido al amor pleno que me trasciende. No quiero renunciar a mi historia imperfecta. Y no dejo de acariciar los sueños de Dios en mi alma. Un hombre me comentaba: «Estoy muy sorprendido. Cuando nos pusimos a revisar nuestra historia, mi propia historia, pensé que me iba a dejar de querer. Pero no ha sido así. Al contrario. Me quiere más en mi fragilidad, más en mi herida. Así debe ser el amor de Dios, sin duda». Sí, así me quiere Dios. Siempre me quiere en mi herida. Más cuando le dejo ver mi herida. Más cuando me postro humillado. Es el amor más humano. Es el amor más divino. Así quiero amar yo siempre. ¡Qué difícil amar al que no es perfecto! Me gusta lo perfecto, lo bien hecho. Admiro al que cumple, al que logra éxitos. Me cuesta el fracaso y el pecado. La herida y el dolor. La pobreza y la humillación. Todavía mi mirada es tan del mundo. Sé que mi pecado, cuando no me vuelvo hacia Dios, me acaba deshumanizando. Me aleja de Dios. Al mismo tiempo, mi herida reconocida me humaniza y me acerca a Dios. En la sombra de Dios soy más hombre, más humano, sin miedo a mostrarme como soy. En la sombra de Dios soy más suyo, más niño, más divino, más del Espíritu. Es el camino de la santidad que recorro.
Este fin de semana celebramos el día del Domund. Es la jornada mundial de las misiones, con el lema: «Sal de tu tierra». El video promocional muestra a un sacerdote que deja su tierra para socorrer al que más necesita en otras tierras. Sabe que Dios lo ha creado para cambiar él con su vida el mundo que le rodea. Eso es lo más verdadero en mi vida. Lo que yo no haga, se quedará sin hacer. Por eso necesito salir de mi tierra, de mi comodidad, de mi vida aburguesada, para ir al encuentro del que sufre. Es el anhelo más hondo del corazón humano: La solidaridad. Cuando el alma está sana busca ayudar, desea la solidaridad, quiere el bien de los otros. Cuando el alma está enferma gira en torno al propio bien y desprecia a los hombres y a Dios. Hiere, busca el mal. ¡Cuántas almas enfermas hay a nuestro alrededor! ¡Cuánto mal, cuánto dolor! Quisiera acabar con el dolor del que sufre, del que no tiene lo necesario para la vida, del marginado, del herido, del que está lleno de odio. Quisiera que hubiera más justicia en el mundo, más paz, más bondad. Hay muchas personas marginadas. Hay mucho odio, mucho rencor. Muchas personas que lo han perdido todo y no tienen hogar ni medios. Vivimos en un mundo de contradicciones, de contrastes. El hombre sufre. ¿Qué puedo hacer yo para cambiar esta realidad que me rodea? Dios me necesita a mí como su instrumento. La misión del cristiano consiste en acercarse al que sufre, al pobre, al marginado. Es la misión más importante, amar, hacer el bien. Hoy todos rezamos por las misiones. Aportamos a las misiones. Nos comprometemos con el sufrimiento del prójimo. Y además, todos tomamos conciencia de nuestro ser misionero. No hay cristiano que no sea misionero. Todos, al recibir a Jesús en nuestras vidas, nos convertimos en sus enviados. Por la alianza de amor con María nos convertimos en instrumentos de Dios. María me necesita. ¿Cuál es mi misión? Cada uno tiene un camino personal. Lo que yo puedo hacer no lo puede hacer otro por mí. Dios me ha colocado en una tierra, me ha dado unos talentos, me ha abierto un horizonte ante mis ojos. ¿Qué hago con todo lo que me ha dado? ¿Cómo respondo a su llamada? ¿Sé para qué estoy aquí? Me encuentro con tantas personas que no conocen su misión. O desprecian lo que les toca vivir. Y quieren algo mejor, algo más grande. Desean otras vidas, otra misión, otro lugar. Dios me invita a besar mi misión, la mía, la que me ha regalado. Para tener clara mi misión tengo que tener una relación sana con Dios. Muchas veces no es así. Decía el P. Kentenich: « ¿Hay hombres que se enferman a causa de lo sobrenatural? Lamentablemente sí. Pero cuanto más cristiano sea, más razonable me vuelvo. Esta es la misión que tenemos nosotros: procurar vivir en forma ejemplar una piedad totalmente sana. Si imprimimos a nuestra ascética un cuño sano, tendremos en sí el medio más excelente para alcanzar la salud síquica y corporal»[8]. Mi misión es transmitir a un Dios cercano. A un Dios que se abaja para salvarme. A un Dios enamorado de lo humano. Mi misión es transmitir una forma sana de vincularme con Él y con los hombres. Es la misión más importante. Enseñar a vivir una relación sana con Dios. Vivir una relación sana con los hombres. Tal vez no podré ir de misiones a un lugar necesitado. Tal vez mi misión es aquí con los míos y consiste en entregarles una forma sana de amar, de dar la vida. Tal vez tengo que aprender a besar mi misión concreta. La que sucede en lo cotidiano de mi vida. Esa misión con la que salvo el mundo. Esa misión con la que aporto una forma nueva de amar desde lo más humano.
Hoy el evangelio me habla de dos hombres que van a orar. En ellos hay representadas dos formas de amar, de darse, de orar, de estar con Dios. Los dos se ponen en camino. Se acercan a Dios. Miro a esos dos hombres que suben al templo para estar con Dios. Jesús mira el corazón de cada persona. No se fija en las apariencias, en lo que se ve, en lo que parece ser. Mira más hondo. Mira la verdad de cada uno. La verdad escondida. Estos dos hombres quieren ser sinceros ante Dios. Pero no siempre somos sinceros cuando rezamos. Nos engañamos a veces. Pretendemos quedar bien incluso ante Dios. El fariseo oraba muy cerca de Dios: «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: - ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Reza erguido, orgulloso, seguro de sí mismo y de su salvación. El fariseo cumple todo lo que Dios le pide. Hace todo lo que corresponde a su estado. No roba, no es injusto, no es adúltero, no miente. No hace ningún mal, no es egoísta. Describe con claridad todo lo que hace bien y resalta todo el mal que evita. Y está agradecido por ser tan honesto. Es un hombre aparentemente perfecto, pero tiene el corazón sellado. Sólo le habla a Dios de sus logros, de sus conquistas, pero no le abre su corazón. Se compara con otros hombres pecadores. Se pone delante. Piensa que tiene derecho a los primeros puestos. Piensa que está ahí ante Dios porque se lo merece, porque vive con justicia. No conoce la misericordia y en su oración, en ningún momento le pide a Dios nada, porque no necesita nada. Piensa que tiene derecho al agradecimiento de Dios. Piensa que Dios se lo debe todo a él. No necesita la compasión. Sólo espera el premio por una vida digna. No hay lugar para que Dios entre en él. Nada ha cambiado después de su oración. Ha llegado solo y se va solo. Se va erguido, orgulloso, con su cartilla perfecta, pero sin posibilidad de que Dios haya tocado su corazón. No le habla de sus miedos, de sus preguntas, de sus dudas, de lo más suyo. Tal vez lo desconoce. No se conoce en lo más hondo. Sólo le habla de lo superficial, de lo que hace bien. Y no deja que Dios lo cambie por dentro. Su corazón no está roto, está duro. Veo al fariseo y me siento tan identificado con él. Muchas veces me veo reflejado en sus palabras. Cumplo. Llego al mínimo. Incluso hago algo más. Doy más de lo necesario. Respondo. Actúo. No me guardo. Pero luego voy por la vida engreído, erguido, lleno de vanidad, seguro de mí mismo. ¡Me es tan fácil caer en la soberbia cuando cumplo! Llego al mínimo y más todavía. Logro lo máximo y me siento orgulloso. ¡Cómo no me voy a sentir orgulloso con el trabajo bien hecho! Es sano ese orgullo del que hace las cosas bien. Lo contrario sería una falsa modestia que me envenena. Si uno canta bien, es bueno agradecer con orgullo por el don recibido. Cuando respondemos a los que nos piden y lo hacemos con nota, también está bien. Realizar nuestra misión nos tiene que llenar de un sano orgullo. Como dice S. Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida». No es malo en sí mismo el orgullo por el trabajo bien hecho. Al contrario. Me da fuerzas para seguir luchando, para seguir siendo generoso con mi vida. Me hace mirar con gratitud a Dios por todo lo que me regala. Por los talentos que ha puesto en mis manos. Por la fuerza que me da para luchar y ser fiel. Sé que cumplir es un bien. Porque cuando cumplo me hago un bien a mí mismo y hago un bien a los otros. Mi trabajo bien hecho es un bien para el mundo. El problema es cuando mi orgullo y mi vanidad me hacen sentir mejor que otros. Me cierran. Me alejan de Dios. Entonces ocupo los primeros puestos, espero alabanzas y elogios. Critico y condeno al que no lo hace bien, al que no trabaja, al que no cumple. Y deseo que todos respeten mi vida por todo lo que hago. Busco el aplauso. Desprecio al que no cumple. Hoy Jesús les habla a «algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Cuando desprecio a los demás, justo ahí se encuentra mi pecado. Cuando me río del que no hace, del que no cumple, del que no es perfecto, mirándolo con desdén, me cierro en mi vanidad. En mi orgullo está mi perdición, mi pecado.
El otro hombre, el publicano, reza desde lejos, en el último lugar del templo: «El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: - ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». ¿Por qué dice Jesús que uno salió justificado y el otro no? ¡Cuántas veces creo que Dios me quiere si cumplo todo y se lo presento todo bien hecho! Le entrego mis deberes y Dios me justifica. Le hablo de mis propósitos cumplidos y sonríe. ¡Cuántas otras veces me alejo porque siento que soy un desastre y lo hago todo mal! Y me creo, entonces, que Dios no me va a mirar, no me va a amar, ni me va a acoger. Hoy Jesús me dice que uno sale justificado y el otro no. Y el que sale justificado es justamente el que se siente pecador. Me cuesta entenderlo. Sé que Jesús mira el corazón, no se dedica a premiar a los que han cumplido y castigar a los que no. Si soy honesto conmigo mismo, debo reconocer que muchas veces pienso que Dios es como soy yo. Juzgo, acepto al que se porta bien, valoro el cumplimiento, la vida intachable, sin mancha. Rechazo al que peca, al que no cumple, al que me defrauda. Hoy Jesús no valora más al pecador en su pecado. Y no desprecia al que cumple en su virtud. Lo que valora es la humildad. Lo que desprecia es el orgullo. Jesús mira el corazón roto del publicano. Y no entiende la rigidez y cerrazón del fariseo. Le duele el orgullo del que ha cumplido porque no le busca con humildad. El publicano se sienta atrás, no levanta los ojos y muestra su herida, su grieta en el alma. Se humilla, se siente indigno. Y lo más importante, pide compasión. Se sabe necesitado, implora piedad, amor, un abrazo, para empezar de nuevo a luchar, para volver a creer. Sólo uno de los dos hombres necesita a Dios. Sólo uno de los dos hombres no puede salir del templo sin que Dios lo haya escuchado. Sólo uno de los dos hombres golpea el corazón de Dios con su miedo, con su soledad, con su pobreza. «Ten compasión de mí», suplica el publicano. Su corazón herido está preparado para que Dios entre, lo acoja, le bendiga y se quede con él. Es humilde. «El humilde comprende que por sus fuerzas, nada puede. Que sin Dios no somos nada. El que es humilde agrada a Dios. Esta es una virtud que descubrí en los santos. Se abandonaban en la voluntad del Padre. Y todo les parecía bien»[9]. El publicano se siente débil, sabe que sólo no puede. Entonces su corazón escucha que Dios lo esperaba desde hacía mucho tiempo. Entiende que Dios cada tarde salía a buscarlo. Descubre que tiene un lugar en su casa y que es una fiesta su llegada. Sólo el hombre herido puede dejarse curar por Dios, abrazar por Él, acariciar con ternura. Sólo el hombre roto tiene un resquicio para que Dios entre y lo invada todo. Ese hombre, publicano, pecador público, ese que engañaba a otros para lucrarse y vivir bien, muestra su verdad, reconoce lo que es. Ante esa confesión Dios no puede resistirse. Como leía hace poco: «El hombre humilde, por muchas veces que caiga, arregla las cuentas con Dios y vuelve a empezar, porque su humildad le revela su total dependencia de Él. Se culpa a sí mismo de los desórdenes de su vida, de sus fracasos y sus faltas, y lucha por volver a encontrar el sentido de la entrega a la voluntad de Dios»[10]. Ese hombre no tiene derechos, no tiene nada, está vacío. Sólo tiene dinero. Sólo vive bien a costa de otros. Pero se arrepiente y eso lo cambia todo. Se queda sin nada y entonces puede recibirlo todo. Sólo el hombre herido vuelve con Dios dentro. Sólo el hombre que pidió compasión la recibe. Sólo el hombre pobre necesita el amor incondicional de Dios y se encuentra con su abrazo. Dios mira con predilección al hombre que se muestra tal y como es y comparte con Él su vida. Abraza al que lo necesita para cambiar, para caminar, para empezar de nuevo. ¡Cuánta paz sentiría ese publicano en su oración al sentirse amado, escuchado, acogido! Pienso en Mateo el publicano, que cambió su vida por una mirada de Jesús. En Zaqueo, que al recibir a Jesús en su casa repartió parte de sus bienes. El amor incondicional de Dios nos sana y nos hace creer en lo que podemos llegar a ser. Descubrimos que siempre hay una nueva oportunidad. Ante nuestra pobreza reconocida, Dios no puede resistirse. Decía el P. Kentenich: «La bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de sus hijos»[11]. Cuando oro, ¿me muestro como soy ante Dios o sólo le hablo de lo que hago bien y me quejo de lo que no hacen los otros? ¿Me rompo ante el Señor? ¿Le pido que me abra el corazón como a ese publicano? Quiero mostrarle a Dios mi pobreza, mi herida, mi necesidad. Quiero decirle que lo necesito para caminar, para amar. Y que sin Él nada puedo. Quiero pedirle que me regale su compasión. Creo que a veces en la oración no soy sincero. No me rompo. Y también me cuesta romperme en la confesión, reconocer mi pobreza, mostrarme herido ante un hombre, ante Dios. Me cuesta incluso ver mis pecados. Me justifico. Veo más lo que hago bien. Pero sé que Jesús sólo se conmueve ante mi corazón roto. No puede entrar en mí si no tengo fisuras, si mi orgullo me vuelve duro y rígido. Hoy quiero decirle a Jesús una y mil veces: «Ten compasión de este pecador». Esa oración es la que me salva. Esa mirada humilde es la que me lleva de verdad hasta el corazón de Dios. Sólo cuando me reconozco necesitado es cuando Dios puede actuar en mí.
Creo que lo mejor que uno puede decir de una persona es que es muy humana. Pero, ¿qué significa realmente ser muy humano? Aquel que conoce el alma humana es humano. Quien conoce la debilidad y las heridas. Quien ha palpado los sentimientos más hondos y las contradicciones del alma. Es esa persona que vive desde lo más humano, desde el amor más hondo que brota de su herida. Ser humano tiene que ver con ser misericordioso. Con palpar la propia debilidad y mirar a los demás como los mira Dios. El otro día leía: «El pasado, con todos sus fallos, no estaba olvidado: seguía ahí para recordarme la fragilidad de la naturaleza humana y la necedad de poner la confianza en uno mismo. Ya no confiaba en mi propia guía, ya no dependía de mí mismo»[3]. Ser humano significa haber fallado y no haberlo olvidado. Pero no para recriminarme continuamente mis errores. Sino para ser consciente de que mi fragilidad es la llave que abre el corazón de Dios. A veces hago que los santos no sean humanos. Los pinto perfectos, los describo como inalcanzables. Los catapulto al cielo desprendiéndolos de la cárcel de su carne. Como si nunca hubieran experimentado la debilidad, el error, el pecado, la caída, su propia herida. En ese intento por mostrar la belleza de una vida sin mancha, doy por evidente que la mancha afea el alma. Y quito la mancha, la herida, el fracaso. Todo blanco, todo puro. No entiendo muchas veces ese deseo mío de hacerlo todo bien. De obrar como Dios obra. De no tener ninguna fragilidad. Me olvido de lo humano que soy. Y al hacerlo, curiosamente me alejo de lo humano. Dejo de ser humano. Es verdad que lo humano en mí me hace palpar la herida de todo hombre. En mi herida me abro a otras heridas. Comprendo, acepto, amo. Esa herida de amor que sufro me hace más cercano con el que también sufre. Es el camino más rápido. La persona más humana es la más verdadera. Ser humano es ser de Dios. Ser mundano es ser del mundo. A veces somos mundanos cuando pensamos como piensa el mundo. Y no somos capaces de mirar la vida con los ojos de Dios. Decía el P. Kentenich: «No el vivir en la perspectiva humana, sino en la perspectiva divina. No el vivir en la confianza humana. Las seguridades y apoyos humanos se quiebran con frecuencia»[4]. Apegarme al mundo me puede esclavizar. Quiero vivir en la perspectiva de Dios. Confiar en lo que Dios me pide. Es lo que hizo Jesús en su vida. Nunca dejó de ser humano. Fue el hombre más humano. Vivió en el mundo, pero no fue del mundo. El P. Kentenich fue también un apasionado por el hombre, por lo más humano. Supo comprender el alma humana. Supo acompañar y cuidar al hombre para que viviera en Dios. Pero confió en Dios y puso siempre su vida en sus manos. Se abandonó como un niño. Aprendió a mirar con los ojos de Dios. En eso consiste nuestro camino. No se trata de despreciar lo humano. Al contrario. El hombre más humano es el hombre más de Dios. Dios me hace humano. Es el fruto de la alianza de amor con María. Ella me lleva de la mano al corazón de Dios y al corazón de los hombres. No dejo de ser humano al ser más de Dios. No dejo de comprender las propias miserias y las debilidades de los hombres, cuando me adentro en el corazón de Dios. Y tocando mis miserias, no dejo de aspirar cada día a tocar los más altos ideales. Todo comienza siempre en lo más humano. En la fragilidad del alma que sueña con un cielo inmenso. En la debilidad del corazón que es capaz también de lo más grande. Lo humano en mí no sólo me recuerda que soy débil. Lo humano en mí me habla de la belleza de Dios. Me habla de mi verdad más honda. El otro día leía: «La verdad es una cosa terrible y hermosa, y por lo tanto debe ser tratada con gran cuidado»[5]. Ante mi verdad humana se arrodilla Dios. Y entonces me hago capaz de arrodillarme con infinito respeto ante la verdad de cada hombre. Dios me hace capaz de amar de forma humana, con misericordia. Y ese amor humano mío, limitado y pobre, se convierte en un pálido reflejo del amor de Dios.
Mi ser hombre es el camino de plenitud que Dios me ha marcado. No renuncio a lo humano para estar con Dios. No renuncio a mis pasiones, a mis deseos, a mis sueños. No. No renuncio a mis raíces en lo hondo de la tierra. Todo se lo entrego a Dios. Y Dios besa mi herida humana y mis logros humanos. Acaricia mis caídas. Me levanta de la tierra. Me bendice en mi ser hombre porque Él mismo tomó mi naturaleza con su impotencia y la elevó al cielo. Elevó mi carne al paraíso. Mi carne corruptible y débil. Cuanto más humano soy, soy más de Dios. Cuanto más de Dios soy, acabo siendo más humano, más sensible, más comprensivo, más misericordioso. Cuando pierdo de vista a Dios, dejo de ser humano. Entonces me es indiferente el dolor de los hombres y paso por la vida sin entregar mi amor. Esta semana celebrábamos el día de la erradicación de la pobreza. Ese día pensé que muchas veces paso indiferente ante el dolor del hombre, ante su pobreza. En esos momentos, encerrado en mi comodidad, no soy humano. No escucho. Dice el profeta hoy: «El Señor es un Dios justo, que no puede ser parcial; no es parcial contra el pobre, escucha las súplicas del oprimido; no desoye los gritos del huérfano o de la viuda cuando repite su queja; sus penas consiguen su favor, y su grito alcanza las nubes». Me gusta la imagen de ese Dios que se abaja y escucha al que sufre. Dios siempre escucha al que sufre. Socorre al pobre. Rescata al perdido. Eleva mi pobreza. La lleva al cielo. Quiero aprender a mirar a los hombres como los mira Jesús. «Lo que hay que hacer es introducir en la vida de todos la compasión, una compasión parecida a la de Dios; y compartir la alegría de Dios cuando una persona perdida es salvada y recupera su dignidad»[6]. Mirarlos en su pobreza y ayudarlos a recuperar su dignidad perdida. Dios siempre escucha. Yo no soy tan humano muchas veces. La alianza de amor con María me ayuda a unir lo humano y lo divino. Mi carne y mi espíritu. Mi pecado y mis sueños. Mis logros y mis fracasos. Todo en el mar hondo de Dios en el que descanso. Quiero aprender a ser cada día más humano sin renunciar a mi herida de hombre. Quiero aprender a abrazar el corazón herido, sin renunciar a mi propia herida. Quiero avanzar por los caminos de la santidad, sin tapar mis errores y caídas. Quiero ser más humano y más libre. Una persona rezaba: «Temo el rechazo y la soledad. Temo enfrentarme a mí mismo y asustarme. Temo el vacío y el abandono. Pero sé que Tú estás siempre, Jesús, a solas conmigo. Si no, no sé si sería capaz de enfrentar la vida. No soy muy valiente y temo fracasar en todo. Busco certezas. Quiero ser pobre y entregarte mis renuncias. Quiero despojarme de todo. Quiero decirte que sí a lo que sea que quieras. Dame fe para amar más». Los santos han sido las personas más humanas. Han buscado a Dios, han tenido miedos, han sufrido. Se han asustado ante el abandono. Pero han seguido el camino de Jesús. Han conocido la pobreza de sus vidas y han besado con el amor de Dios tantas vidas rotas. Es el camino que Dios quiere para mí. No una santidad desencarnada, blanca, perfecta. Más bien espera una santidad encarnada en mi vida pobre y herida. Una vida abandonada en sus manos. Una vida en la que brilla con más fuerza el amor de Dios. En medio de mi pobreza. Deseo unir en mí lo humano y lo divino. «Quería los placeres mundanos y la trascendencia divina, la gloria dual de una vida humana. Quería lo que los griegos llamaban el extraordinario equilibrio entre la bondad y la belleza»[7]. Lo frágil y lo perecedero unido al amor pleno que me trasciende. No quiero renunciar a mi historia imperfecta. Y no dejo de acariciar los sueños de Dios en mi alma. Un hombre me comentaba: «Estoy muy sorprendido. Cuando nos pusimos a revisar nuestra historia, mi propia historia, pensé que me iba a dejar de querer. Pero no ha sido así. Al contrario. Me quiere más en mi fragilidad, más en mi herida. Así debe ser el amor de Dios, sin duda». Sí, así me quiere Dios. Siempre me quiere en mi herida. Más cuando le dejo ver mi herida. Más cuando me postro humillado. Es el amor más humano. Es el amor más divino. Así quiero amar yo siempre. ¡Qué difícil amar al que no es perfecto! Me gusta lo perfecto, lo bien hecho. Admiro al que cumple, al que logra éxitos. Me cuesta el fracaso y el pecado. La herida y el dolor. La pobreza y la humillación. Todavía mi mirada es tan del mundo. Sé que mi pecado, cuando no me vuelvo hacia Dios, me acaba deshumanizando. Me aleja de Dios. Al mismo tiempo, mi herida reconocida me humaniza y me acerca a Dios. En la sombra de Dios soy más hombre, más humano, sin miedo a mostrarme como soy. En la sombra de Dios soy más suyo, más niño, más divino, más del Espíritu. Es el camino de la santidad que recorro.
Este fin de semana celebramos el día del Domund. Es la jornada mundial de las misiones, con el lema: «Sal de tu tierra». El video promocional muestra a un sacerdote que deja su tierra para socorrer al que más necesita en otras tierras. Sabe que Dios lo ha creado para cambiar él con su vida el mundo que le rodea. Eso es lo más verdadero en mi vida. Lo que yo no haga, se quedará sin hacer. Por eso necesito salir de mi tierra, de mi comodidad, de mi vida aburguesada, para ir al encuentro del que sufre. Es el anhelo más hondo del corazón humano: La solidaridad. Cuando el alma está sana busca ayudar, desea la solidaridad, quiere el bien de los otros. Cuando el alma está enferma gira en torno al propio bien y desprecia a los hombres y a Dios. Hiere, busca el mal. ¡Cuántas almas enfermas hay a nuestro alrededor! ¡Cuánto mal, cuánto dolor! Quisiera acabar con el dolor del que sufre, del que no tiene lo necesario para la vida, del marginado, del herido, del que está lleno de odio. Quisiera que hubiera más justicia en el mundo, más paz, más bondad. Hay muchas personas marginadas. Hay mucho odio, mucho rencor. Muchas personas que lo han perdido todo y no tienen hogar ni medios. Vivimos en un mundo de contradicciones, de contrastes. El hombre sufre. ¿Qué puedo hacer yo para cambiar esta realidad que me rodea? Dios me necesita a mí como su instrumento. La misión del cristiano consiste en acercarse al que sufre, al pobre, al marginado. Es la misión más importante, amar, hacer el bien. Hoy todos rezamos por las misiones. Aportamos a las misiones. Nos comprometemos con el sufrimiento del prójimo. Y además, todos tomamos conciencia de nuestro ser misionero. No hay cristiano que no sea misionero. Todos, al recibir a Jesús en nuestras vidas, nos convertimos en sus enviados. Por la alianza de amor con María nos convertimos en instrumentos de Dios. María me necesita. ¿Cuál es mi misión? Cada uno tiene un camino personal. Lo que yo puedo hacer no lo puede hacer otro por mí. Dios me ha colocado en una tierra, me ha dado unos talentos, me ha abierto un horizonte ante mis ojos. ¿Qué hago con todo lo que me ha dado? ¿Cómo respondo a su llamada? ¿Sé para qué estoy aquí? Me encuentro con tantas personas que no conocen su misión. O desprecian lo que les toca vivir. Y quieren algo mejor, algo más grande. Desean otras vidas, otra misión, otro lugar. Dios me invita a besar mi misión, la mía, la que me ha regalado. Para tener clara mi misión tengo que tener una relación sana con Dios. Muchas veces no es así. Decía el P. Kentenich: « ¿Hay hombres que se enferman a causa de lo sobrenatural? Lamentablemente sí. Pero cuanto más cristiano sea, más razonable me vuelvo. Esta es la misión que tenemos nosotros: procurar vivir en forma ejemplar una piedad totalmente sana. Si imprimimos a nuestra ascética un cuño sano, tendremos en sí el medio más excelente para alcanzar la salud síquica y corporal»[8]. Mi misión es transmitir a un Dios cercano. A un Dios que se abaja para salvarme. A un Dios enamorado de lo humano. Mi misión es transmitir una forma sana de vincularme con Él y con los hombres. Es la misión más importante. Enseñar a vivir una relación sana con Dios. Vivir una relación sana con los hombres. Tal vez no podré ir de misiones a un lugar necesitado. Tal vez mi misión es aquí con los míos y consiste en entregarles una forma sana de amar, de dar la vida. Tal vez tengo que aprender a besar mi misión concreta. La que sucede en lo cotidiano de mi vida. Esa misión con la que salvo el mundo. Esa misión con la que aporto una forma nueva de amar desde lo más humano.
Hoy el evangelio me habla de dos hombres que van a orar. En ellos hay representadas dos formas de amar, de darse, de orar, de estar con Dios. Los dos se ponen en camino. Se acercan a Dios. Miro a esos dos hombres que suben al templo para estar con Dios. Jesús mira el corazón de cada persona. No se fija en las apariencias, en lo que se ve, en lo que parece ser. Mira más hondo. Mira la verdad de cada uno. La verdad escondida. Estos dos hombres quieren ser sinceros ante Dios. Pero no siempre somos sinceros cuando rezamos. Nos engañamos a veces. Pretendemos quedar bien incluso ante Dios. El fariseo oraba muy cerca de Dios: «El fariseo, erguido, oraba así en su interior: - ¡Oh Dios!, te doy gracias, porque no soy como los demás: ladrones, injustos, adúlteros; ni como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo». Reza erguido, orgulloso, seguro de sí mismo y de su salvación. El fariseo cumple todo lo que Dios le pide. Hace todo lo que corresponde a su estado. No roba, no es injusto, no es adúltero, no miente. No hace ningún mal, no es egoísta. Describe con claridad todo lo que hace bien y resalta todo el mal que evita. Y está agradecido por ser tan honesto. Es un hombre aparentemente perfecto, pero tiene el corazón sellado. Sólo le habla a Dios de sus logros, de sus conquistas, pero no le abre su corazón. Se compara con otros hombres pecadores. Se pone delante. Piensa que tiene derecho a los primeros puestos. Piensa que está ahí ante Dios porque se lo merece, porque vive con justicia. No conoce la misericordia y en su oración, en ningún momento le pide a Dios nada, porque no necesita nada. Piensa que tiene derecho al agradecimiento de Dios. Piensa que Dios se lo debe todo a él. No necesita la compasión. Sólo espera el premio por una vida digna. No hay lugar para que Dios entre en él. Nada ha cambiado después de su oración. Ha llegado solo y se va solo. Se va erguido, orgulloso, con su cartilla perfecta, pero sin posibilidad de que Dios haya tocado su corazón. No le habla de sus miedos, de sus preguntas, de sus dudas, de lo más suyo. Tal vez lo desconoce. No se conoce en lo más hondo. Sólo le habla de lo superficial, de lo que hace bien. Y no deja que Dios lo cambie por dentro. Su corazón no está roto, está duro. Veo al fariseo y me siento tan identificado con él. Muchas veces me veo reflejado en sus palabras. Cumplo. Llego al mínimo. Incluso hago algo más. Doy más de lo necesario. Respondo. Actúo. No me guardo. Pero luego voy por la vida engreído, erguido, lleno de vanidad, seguro de mí mismo. ¡Me es tan fácil caer en la soberbia cuando cumplo! Llego al mínimo y más todavía. Logro lo máximo y me siento orgulloso. ¡Cómo no me voy a sentir orgulloso con el trabajo bien hecho! Es sano ese orgullo del que hace las cosas bien. Lo contrario sería una falsa modestia que me envenena. Si uno canta bien, es bueno agradecer con orgullo por el don recibido. Cuando respondemos a los que nos piden y lo hacemos con nota, también está bien. Realizar nuestra misión nos tiene que llenar de un sano orgullo. Como dice S. Pablo: «He combatido bien mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe. Ahora me aguarda la corona merecida, con la que el Señor, juez justo, me premiará en aquel día; y no sólo a mí, sino a todos los que tienen amor a su venida». No es malo en sí mismo el orgullo por el trabajo bien hecho. Al contrario. Me da fuerzas para seguir luchando, para seguir siendo generoso con mi vida. Me hace mirar con gratitud a Dios por todo lo que me regala. Por los talentos que ha puesto en mis manos. Por la fuerza que me da para luchar y ser fiel. Sé que cumplir es un bien. Porque cuando cumplo me hago un bien a mí mismo y hago un bien a los otros. Mi trabajo bien hecho es un bien para el mundo. El problema es cuando mi orgullo y mi vanidad me hacen sentir mejor que otros. Me cierran. Me alejan de Dios. Entonces ocupo los primeros puestos, espero alabanzas y elogios. Critico y condeno al que no lo hace bien, al que no trabaja, al que no cumple. Y deseo que todos respeten mi vida por todo lo que hago. Busco el aplauso. Desprecio al que no cumple. Hoy Jesús les habla a «algunos que, teniéndose por justos, se sentían seguros de sí mismos y despreciaban a los demás». Cuando desprecio a los demás, justo ahí se encuentra mi pecado. Cuando me río del que no hace, del que no cumple, del que no es perfecto, mirándolo con desdén, me cierro en mi vanidad. En mi orgullo está mi perdición, mi pecado.
El otro hombre, el publicano, reza desde lejos, en el último lugar del templo: «El publicano, en cambio, se quedó atrás y no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo; sólo se golpeaba el pecho, diciendo: - ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador. Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquél no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido». ¿Por qué dice Jesús que uno salió justificado y el otro no? ¡Cuántas veces creo que Dios me quiere si cumplo todo y se lo presento todo bien hecho! Le entrego mis deberes y Dios me justifica. Le hablo de mis propósitos cumplidos y sonríe. ¡Cuántas otras veces me alejo porque siento que soy un desastre y lo hago todo mal! Y me creo, entonces, que Dios no me va a mirar, no me va a amar, ni me va a acoger. Hoy Jesús me dice que uno sale justificado y el otro no. Y el que sale justificado es justamente el que se siente pecador. Me cuesta entenderlo. Sé que Jesús mira el corazón, no se dedica a premiar a los que han cumplido y castigar a los que no. Si soy honesto conmigo mismo, debo reconocer que muchas veces pienso que Dios es como soy yo. Juzgo, acepto al que se porta bien, valoro el cumplimiento, la vida intachable, sin mancha. Rechazo al que peca, al que no cumple, al que me defrauda. Hoy Jesús no valora más al pecador en su pecado. Y no desprecia al que cumple en su virtud. Lo que valora es la humildad. Lo que desprecia es el orgullo. Jesús mira el corazón roto del publicano. Y no entiende la rigidez y cerrazón del fariseo. Le duele el orgullo del que ha cumplido porque no le busca con humildad. El publicano se sienta atrás, no levanta los ojos y muestra su herida, su grieta en el alma. Se humilla, se siente indigno. Y lo más importante, pide compasión. Se sabe necesitado, implora piedad, amor, un abrazo, para empezar de nuevo a luchar, para volver a creer. Sólo uno de los dos hombres necesita a Dios. Sólo uno de los dos hombres no puede salir del templo sin que Dios lo haya escuchado. Sólo uno de los dos hombres golpea el corazón de Dios con su miedo, con su soledad, con su pobreza. «Ten compasión de mí», suplica el publicano. Su corazón herido está preparado para que Dios entre, lo acoja, le bendiga y se quede con él. Es humilde. «El humilde comprende que por sus fuerzas, nada puede. Que sin Dios no somos nada. El que es humilde agrada a Dios. Esta es una virtud que descubrí en los santos. Se abandonaban en la voluntad del Padre. Y todo les parecía bien»[9]. El publicano se siente débil, sabe que sólo no puede. Entonces su corazón escucha que Dios lo esperaba desde hacía mucho tiempo. Entiende que Dios cada tarde salía a buscarlo. Descubre que tiene un lugar en su casa y que es una fiesta su llegada. Sólo el hombre herido puede dejarse curar por Dios, abrazar por Él, acariciar con ternura. Sólo el hombre roto tiene un resquicio para que Dios entre y lo invada todo. Ese hombre, publicano, pecador público, ese que engañaba a otros para lucrarse y vivir bien, muestra su verdad, reconoce lo que es. Ante esa confesión Dios no puede resistirse. Como leía hace poco: «El hombre humilde, por muchas veces que caiga, arregla las cuentas con Dios y vuelve a empezar, porque su humildad le revela su total dependencia de Él. Se culpa a sí mismo de los desórdenes de su vida, de sus fracasos y sus faltas, y lucha por volver a encontrar el sentido de la entrega a la voluntad de Dios»[10]. Ese hombre no tiene derechos, no tiene nada, está vacío. Sólo tiene dinero. Sólo vive bien a costa de otros. Pero se arrepiente y eso lo cambia todo. Se queda sin nada y entonces puede recibirlo todo. Sólo el hombre herido vuelve con Dios dentro. Sólo el hombre que pidió compasión la recibe. Sólo el hombre pobre necesita el amor incondicional de Dios y se encuentra con su abrazo. Dios mira con predilección al hombre que se muestra tal y como es y comparte con Él su vida. Abraza al que lo necesita para cambiar, para caminar, para empezar de nuevo. ¡Cuánta paz sentiría ese publicano en su oración al sentirse amado, escuchado, acogido! Pienso en Mateo el publicano, que cambió su vida por una mirada de Jesús. En Zaqueo, que al recibir a Jesús en su casa repartió parte de sus bienes. El amor incondicional de Dios nos sana y nos hace creer en lo que podemos llegar a ser. Descubrimos que siempre hay una nueva oportunidad. Ante nuestra pobreza reconocida, Dios no puede resistirse. Decía el P. Kentenich: «La bondad paternal de Dios no podía oponer resistencia a la debilidad reconocida y aceptada de sus hijos»[11]. Cuando oro, ¿me muestro como soy ante Dios o sólo le hablo de lo que hago bien y me quejo de lo que no hacen los otros? ¿Me rompo ante el Señor? ¿Le pido que me abra el corazón como a ese publicano? Quiero mostrarle a Dios mi pobreza, mi herida, mi necesidad. Quiero decirle que lo necesito para caminar, para amar. Y que sin Él nada puedo. Quiero pedirle que me regale su compasión. Creo que a veces en la oración no soy sincero. No me rompo. Y también me cuesta romperme en la confesión, reconocer mi pobreza, mostrarme herido ante un hombre, ante Dios. Me cuesta incluso ver mis pecados. Me justifico. Veo más lo que hago bien. Pero sé que Jesús sólo se conmueve ante mi corazón roto. No puede entrar en mí si no tengo fisuras, si mi orgullo me vuelve duro y rígido. Hoy quiero decirle a Jesús una y mil veces: «Ten compasión de este pecador». Esa oración es la que me salva. Esa mirada humilde es la que me lleva de verdad hasta el corazón de Dios. Sólo cuando me reconozco necesitado es cuando Dios puede actuar en mí.
[1] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios
[3] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[4] J. Kentenich, Retiro a los Padres de Schoenstatt 1966
[5] J. Tiffany y J. Thorne, basado en una historia de J. K. Rowling, Harry Potter y el legado maldito
[6] José Antonio Pagola, Jesús, aproximación histórica
[7] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama
[8] J. Kentenich, Textos pedagógicos
[9] Claudio de Castro, El poder de la alegría
[10] Walter Ciszek, Caminando por valles oscuros
[11] J. Kentenich, Niños ante Dios