Premiar a Bob Dylan con el Nobel viene a ser como incluir a Cervantes en Los 40 principales, entre Juanes y Salomé. Tal vez por eso, porque es un galardón incoherente, la academia sueca no haya dado aún con el bardo, que estará de risas con Joan Báez, quien, por cierto, también lo merece habida cuenta de que la institución no ha premiado a un escritor, sino a una época: la del poder de las flores, ese napalm ecológico que explica el declive de Occidente.
Como quiera que la academia se ha quedado con la mano tendida le propongo un plan B para disimular el ninguneo: entregárselo a Dolors Miquel, la poetisa que saltó a la fama durante la entrega de premios Ciudad de Barcelona por maridar el Kamasutra con el Padrenuestro. No es que su poema parezca de Garcilaso, pero, si es por eso, tampoco Dylan es Juan Ramón Jiménez. Lo que quiero decir es que a Miquel no hay que tenerle en cuenta la rima, sino la intención.  
Los poetas hueros tienden a escandalizar, a la manera en que los futbolistas voluntariosos esprintan desde la medular hasta el área chica para que el público les jalee más por su esfuerzo que por su talento. Tal vez Dolors, al intercalar palabrería obscena en la oración, quisiera que la feligresía católica se echara las manos a la cabeza, pero lo cierto es que la señora no escandalizó a los que rezan, sino a los que escriben, pues, en según qué gremios, molesta más el mal verso que la mala baba.