Día de Todos los Santos, santos de todos los días y cristianos ¿del montón?
Hoy celebramos en la Iglesia la festividad de Todos los Santos. ¿Y quiénes son esos? Pues todos los cristianos que han llegado al Cielo. Los que conocemos porque están canonizados y son patronos/as de algo, y los que no conocemos porque fueron personas corrientes con una vida corriente y no los canonizaron.
 
Pero el hecho de que sean santos anónimos no significa que su vida fuera cómoda o cobarde, que se quedaran en su casita tranquilamente sin hacer nada por llegar a ser santos.
 
A mí me parece que no es comodidad ni cobardía no participar en obras concretas de evangelización o apostolado y ocuparse “solo” de la propia santidad personal.
 
A mí  a veces me cuesta un Congo no salir a la calle a hacer cosas, me cuesta mucho quedarme “solo” en casa ocupándome de mi familia en las tareas de siempre mientras otros dan la cara por Cristo públicamente bien vistiendo un hábito o una sotana, bien perteneciendo a una orden o institución de la Iglesia siendo sabido por todas las personas de su entorno o que se benefician de su labor.
 
Me canso de luchar en las mismas cosas día tras día, semana tras semana.
Está claro: luchar por la santidad personal requiere esfuerzo, constancia, paciencia, pisotear el orgullo. Y además de forma anónima, sin que nadie sepa de mi lucha diaria. ¿Qué tiene esto de comodidad o de cobardía?
 
En Lucas 10, 1 leemos:  “Después de esto designó el Señor otros 72, y los envió delante de sí, de 2 en2, a todas las ciudades y lugares a donde Él había de ir.”
 
Yo ni siquiera estoy entre esos 72. En primer lugar porque me separa de ese acontecimiento histórico una barrera espacio-temporal de miles de años y kilómetros. En segundo lugar porque no envió a ninguna mujer. En tercer lugar porque no pertenezco a ningún grupo ni organización determinado: más o menos voy “por libre”, como puedo.
 
Hay momentos en que me enfado con  Dios por no haberme elegido específicamente para ser “de algo”, sino que me ha hecho cristiana “del montón”. Cuando se me pasa el arrebato de soberbia -¿pero quién soy yo para reprochar nada a Dios?- pienso en la importancia de la santidad personal: al final rendiré cuentas sólo a Dios de lo que hice o dejé de hacer, de cómo empleé su gracia. Y será mi santidad personal y no la del vecino, ni la de la comunidad, la que me llevará o no al Cielo y también contribuirá a la cristianización o no de este mundo revuelto.
 
Conclusión: no importa ser o no “de algo” porque todos somos de Dios y todos aspiramos al Cielo. Ese deseo de protagonismo, de actuar de manera que se note es soberbia. Debo conocer  mi realidad, asumirla y vivir como Dios quiere que viva.