«Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa montaña: - Arráncate de raíz y plántate en el mar»
«Le pongo a Él en el centro y yo me aparto. Jesús cree más en mí de lo que yo mismo creo. Sé que siempre ha creído. Desde que me vio sentado y me llamó. Si Él no cree en mí, yo solo no puedo»
Creo que muchas veces mi ego enfermo se pone en el centro.
Y sé que tengo que poner a Dios en el centro apartándome yo a un lado. Lo sé. Quiero que sea Él el que decida, el que me guíe, el que gobierne. Pero tantas veces no le dejo. ¡Cuánto me cuesta dejar de estar en el centro! Me miro. Me busco. Me escucho. Me cuido. Y no dejo que Dios sea el centro de mi vida. Hace unos días se ordenó un Padre de nuestra comunidad. Postrado en tierra recibió la bendición de Dios. Se abajó para ser tomado por Jesús. Jesús sobre él, en su carne. En sus manos. En su voz. En su alma. En la fuerza del Espíritu. Cuando uno deja de ser el centro todo cambia. Cuando uno se aparta para que Jesús sea el centro. Vacío de los propios deseos. En ese acto de hacer memoria que marca mi vida. La memoria de mi historia que me acompaña cada día. La memoria del abrazo de Dios, del abrazo de los hombres. La memoria de las palabras que se hicieron vida en mi vientre. La memoria de una llamada, de una presencia, de un camino. La memoria de una senda sobre el mar, mar adentro. La memoria de un crepúsculo, de un amanecer. La memoria de una melodía que hizo arder mi sangre. Las palabras de Dios hirientes como cuchillos de doble filo que hendieron mi carne antes no herida. La memoria que siempre marcará mi camino porque no vivo ya en mi nombre. Porque sé que mi nombre no salva. Sólo su nombre, sólo su palabra, sólo su carne, sólo su Espíritu. Y mi vida entonces se convierte en signo de misericordia porque yo mismo en mi carne he acariciado su misericordia. He atravesado la puerta que no se cierra, que se abre para mostrarme una manera distinta de vivir la vida. En la que lo que importa no es lo que hago, sino lo que soy. No lo que logro, si no lo que vivo. No lo que dejo, sino lo que amo. Como decía la religiosa Isabel Solá en 2011 después de sobrevivir al terremoto que asoló a Haití: «Mi vida religiosa la siento, ahora más que nunca, como un regalo que no merezco. Así como la vida que Dios me ha querido guardar, entiendo que mi misión en esta vida no es hacer y hacer, sino ser y ser. Porque por muchos proyectos, trabajos, planes que esté llevando adelante, al final lo más importante es lo que somos y no lo que hacemos. No creo que Dios me haya mantenido con vida solo para hacer algo. Porque yo no puedo salvar nada ni a nadie pero puedo ser una hermana para mis hermanos. Y es lo único que ahora me importa». No puedo salvar a nadie. No puedo hacer que mis proyectos salven a nadie. No puedo vivir para hacer cosas, sólo cosas. Pero sí puedo ser memoria de aquel que me ha salvado. Siendo carne de su carne. Puedo vivir siendo vivido por aquel que me llama, para que todo tenga sentido. Haciendo presente su voz, su amor, su vida, en medio de los hombres. Siendo Él en la oscuridad del camino. Como una rendija abierta en mi carne que deja ver el cielo. Como una ventana que muestra un amor eterno. Me gusta la palabra memoria. La memoria engarzada en mi corazón, en mi vientre, en mis entrañas. Hacer memoria y ser memoria. De otro, de la vida de otro, de la vida de aquel que me salva. Es mucho más que un recuerdo. Es más que esa historia escrita en mi piel. Es más que una sucesión de sucesos y palabras. Más que un collage de imágenes y silencios. Es más que esa vida mía escrita sobre un papel. En palabras. En destellos. La memoria tiene que ver con una pertenencia. Con mi alma atada a la de Dios para siempre. Desde dentro, desde lo más profundo. Soy memoria del que me ha llamado, del que me ha amado y me ha buscado. Sé que Él es el centro de mi vida. Y yo sólo soy memoria de aquel que se parte cada día en mis manos para darse a tantos. Soy memoria cuando me olvido de mí mismo y dejo de pretender ser yo el que hace, el que es, el que dice. Soy memoria de una llamada en el Espíritu. Y de una vocación que me saca de mí mismo. Sólo soy memoria de un abrazo, de una puerta que atravesé tímidamente un día para entrar en lo más hondo, y salir hacia lo más profundo. Memoria de una herida abierta en mi pecho, que duele y me da vida. Memoria de una vida llena de amor y de entrega, sin cansancio, cansado. Memoria del perdón que limpia mi pecado para siempre y me levanta del barro en el que había caído. Para perdonar yo, siendo perdonado. Siendo consciente de que soy pequeño. Memoria de mis caídas y de mis triunfos, de mis pérdidas y mis ganancias. Memoria de esa melodía que Jesús susurra en mi oído para que no olvide nunca que estoy hecho para Él, que soy suyo. Que mi vida vale sólo para estar con Él, vivir con Él, amar en Él. Y le digo: «Sólo contigo, Jesús». Y permanezco postrado en el suelo de un templo inmenso. Postrado. Hundido en la piedra. Mientras la melodía de unas letanías acaricia la espalda. Memoria de una vida en la que ni yo mismo sé lo que puedo llegar a ser. En esa pertenencia en la que Jesús cree más en mí de lo que yo mismo creo. Y sé que otros en mi camino han creído también. Y sé que Dios siempre ha creído. Desde que me vio sentado y me llamó con voz profunda. Si Él no cree en mí, yo solo no puedo. Y sé que sólo si me dejo hacer en sus manos, podré ser lo que Él siempre ha soñado. Sólo si me abro a la vida que no me pertenece. Que es un don. Que es vida. Sólo si le pongo a Él en el centro y yo me aparto. Sólo entonces podré ser memoria de aquel que me ha amado tal como soy, toda mi vida, hasta que me llame.
Sé que a veces, cuando me pongo en el centro y busco el reconocimiento, me acabo enfadando con Dios, con los hombres, con el mundo. Y sé que cuando estoy enfadado con mi vida y con Dios, no puedo entrar en relación con Él. Me quedo a la puerta. No entro. Y ya no puedo recordar en mi vida todo lo que Él ha hecho por mí. Y me quedo bloqueado en lo que me falta. En lo que no tengo. Y me alejo centrado en mí mismo. Y a veces resuenan en mi alma las preguntas del profeta: « ¿Hasta cuándo clamaré, Señor, sin que me escuches? ¿Por qué me haces ver desgracias, me muestras trabajos, violencias y catástrofes, surgen luchas, se alzan contiendas?». Esa voz rota que habla de lo que falta. De lo que no consigo. ¡Cuánto me cuesta entender las injusticias, aceptar las cruces, vivir en medio del dolor sin hundirme! Muchas veces no valoro lo que tengo viendo sólo lo que me falta. Sé que en experiencias límites uno se da cuenta de lo importante. Como decía la religiosa Isabel Solá después del terremoto que asoló a Haití: «Tengo la curiosa experiencia de que me falta todo y me sobra todo. Si entendéis eso, quizás es porque también, alguna vez, os pasó un terremoto por encima que os aplastó, os derrumbó, os machacó, os hirió, os amputó … pero no acabó con lo más importante, que es las ganas de vivir, de creer y quizás de servir. No deseo el sufrimiento a nadie, por supuesto, pero como este es inevitable, lo que quisiera es que aprendiéramos las lecciones que este nos da de humanidad, humildad y simplicidad que es lo que verdaderamente necesitamos para ser felices». Necesito tan poco para ser feliz. Necesito cambiar la mirada. En el fondo quiero que mi vida sea más fácil. Si se da lo que deseo, bien, y si no se da, pues también. He decidido que ya no me estresaré por nada. Pero no es tan fácil. Sé que Jesús no me deja en medio de la necesidad. Lo he vivido. Y sé que un terremoto un día puede arrasarlo todo en mi vida. Puede quitármelo todo. Lo que poseo, a lo que me aferro con fuerte voluntad, lo que me hace vivir, lo que me alegra. Todo. Pero también sé, con una fe ciega, que no perderé nunca las ganas de vivir. Puede que viva a veces demasiado apegado a mis seguros. Y haga que mi felicidad dependa de que todo me resulte. Puede ser que mis éxitos alimenten mi ego. Y mis fracasos sean pasto de mi tristeza. Lo sé. Lo temo. Pero también creo en las palabras del Padre Pío: «Jesús está contigo, incluso cuando no sientes su presencia. Él nunca está tan cerca de ti como lo está durante tus batallas espirituales. Él siempre está ahí, cerca de ti, te anima a luchar tu batalla con valentía». Él no me dejará ni siquiera cuando lo haya perdido todo. Estoy dispuesto a entregárselo todo a Dios antes de perderlo. Lo que tengo y lo que soy. Lo que amo y lo que sueño. Todo. Se lo entrego. Eso me da paz. Me descentra. Una persona le rezaba a María: «Querida Madre te entrego lo que soy y lo que tengo. Estoy llamado a darte la vida. No importa que esté roto. No importa que esté herido. Mi herida se convierte en la grieta que me abre. No quiero cerrar la herida. No quiero cerrar la grieta. Gracias, Madre, por quererme. Gracias por estar conmigo. Gracias por caminar a mi lado en las huellas del camino. Gracias por ser esa madre que no me va a dejar nunca en medio de la dificultad. Gracias por ser tú mi Madre». Puedo entregarlo todo cuando sé que unos brazos estarán dispuestos a sostenerme. Decía el P. Kentenich: «Para fortalecer mi confianza de niño tomaré conciencia en todo momento de que el Padre del cielo es omnipotente, bondadoso y fiel. Nuestra preocupación más grande debe ser vivir cada segundo infinitamente despreocupados. Esta despreocupación no brota de una actitud de negligencia, sino de confianza en Dios. No estamos despreocupados porque nos desinteresamos de lo que ocurre en la tierra; no, nos preocuparemos mesuradamente de lo terrenal, pero detrás de nuestro obrar estará siempre la confianza inconmovible que se expresa en las palabras: - Mater habebit curam- La Madre se ocupará»[1]. Lo sé. Ella se preocupará de mi vida. Y yo quiero aprender a abandonarme, a soltar la cuerda, a dejar lo que me pesa y ata. Esa actitud confiada. Esa mirada puesta en aquella que me sostiene en medio de mi camino. Quiero aprender a vivir así, totalmente despreocupado, totalmente confiado en los planes de Dios.
Quiero vivir creyendo, confiando, sabiendo que Dios camina a mi lado. Necesito pedirle a Jesús: «Auméntame la fe». Seré feliz si creo. Seré más feliz, si confío. Como María, que creyó contra toda esperanza. Que creyó y fue feliz. Miro a María la que ha creído. La que se mantuvo fiel postrada ante su Dios. Y creyó, y abrazó el querer de Dios con lágrimas en el alma. «Feliz la que ha creído». Y su vida se llenó de esperanza. Decía el P. Kentenich: « ¿Se dan cuenta de cuán importante es echar raíces más hondas en el mundo sobrenatural? En las cosas donde han participado los hombres no tienen que poner en primer plano el genio humano sino siempre la ingenuidad humana y la fuerza divina y creadora. Este fue siempre nuestro ideal: ingenuidad humana. El más fecundo, el más creador entre nosotros es aquel que está más ingenuamente ante el Eterno en cualquier puesto que esté. Desposorio entre la ingenuidad humana y la fuerza y el poder divino»[2]. La ingenuidad de María. Mi propia ingenuidad. Tengo que volver a ser niño y confiar. Volver a colocar mi vida ingenuamente en las manos de Dios que me cuida. Necesito volver a ser un niño para creer. Con esa ingenuidad de los niños. El otro día leía: «La risa es una heroína que se enfrenta al desafío de rescatarnos de las prisiones de la cordura y de la coherencia, para volver al hogar de lo espontáneo, al castillo de la ingenuidad y la frescura de la infancia»[3]. Volver a ser niño. Volver a reír con la risa de los niños. De cualquier cosa, de la vida. Miro a María. Miro a esa niña abrazada al querer de Dios. Miro su mirada ingenua, la pureza de sus ojos. Pienso en la ingenuidad de los santos que desarbola la preparación de los sabios. El que cree en lo imposible es el niño. Es el que desbarata los artificios mentales de los adultos, las seguridades vanas de los que desconfían. Quiero recuperar esa ingenuidad pura y virginal que he perdido con el paso de los años. Cuando me he endurecido y he dejado de ser flexible. Quiero la capacidad del asombro ante lo que no controlo. Porque siendo niño me asombraba con grandes ojos, y ahora lo he perdido. Miro la vida y a los hombres y ya nada me asombra. Quiero el valor que tenía de niño que me hacía dejar mis comodidades. El valor y la audacia ante lo que no conocía. Ese valor que ahora no tengo. Porque tengo miedos. Porque no quiero caer, fracasar, fallar. Quiero esa capacidad para reír que tenía siendo niño. Para reírme de mí mismo, de la vida, de las circunstancias. Esa sonrisa eterna dibujada en mi rostro. No quiero un gesto serio, adusto, preocupado. No quiero una mirada torva, tensa, desconfiada, triste. Quiero más bien esa capacidad para aceptar la vida que tenía siendo niño. Cambiar de planes, dibujar la vida en medio del camino. Quiero esa ingenuidad que me permite siempre de nuevo decirle que sí a Dios, que le quiero, que vuelvo a seguirlo. Quiero darle mi sí a su querer, mi sí como ese niño confiado que miraba agradecido a su padre en quien confiaba. Quiero mirar con la ingenuidad de María. Con sus ojos grandes, asombrados. Quiero pensar en tantas personas ingenuas y puras que conozco. Pienso en su mirada ingenua sobre la vida. En la pureza de su corazón, hagan lo que hagan. Me conmueve esa sencillez que es un pálido reflejo del amor de Dios. Ese amor que sueño, ese amor que sana. Pero a veces me lleno de propósitos y dejo de creer, y no confío como un niño. Y me da miedo la vida. Y me pongo serio. Y adopto la actitud del que se lo sabe todo. Del que ya ha pasado por ese lugar alguna vez y lo conoce. La mirada de aquel que no puede ver en los demás un comportamiento sencillo y juzga intenciones ocultas que no ve, pero imagina. A veces calculo, cuento, miro, con los ojos de un adulto envejecido y rígido. He perdido esa ingenuidad para creer en los hombres, para creer en la vida, para poder ver lo que los ojos adultos han dejado de ver. Tal vez me falta volver a ser como niño. Hace falta volver a nacer. No lo consigo cuando me centro en lo que podría ser y no en lo que soy. Cuando me amargo por lo que no logro. Cuando juzgo las actitudes de los que me rodean. Cuando no vivo con sencillez y todo lo complico. Cuando me aferro a mis seguridades y no me dejo caer en los brazos de mi Padre. Quiero ser niño, quiero volver a nacer.
Necesito creer en la presencia sanadora de Jesús en mi vida: «El Señor me respondió así: - El justo vivirá por su fe». Quiero vivir de la fe. Pero me falta fe. Hoy los discípulos le piden a Jesús que aumente su fe: «En aquel tiempo, los apóstoles le pidieron al Señor: - Auméntanos la fe». Yo tengo poca fe. Me parezco a esos discípulos que no tenían fe. Me parezco a veces a tantos hombres sin fe. ¿Cómo es mi fe de verdad? A veces puedo ver la fe como algo estático. Como un conjunto de creencias, de principios, de dogmas. Un conjunto de valores que heredé de mis padres o que me regaló Dios en algún momento de mi vida. Un conjunto de verdades que quiero conservar hasta la muerte, pase lo que pase. Pero me quedo en la teoría. Creo o no creo en lo que me pide la Iglesia. Me ato a la certeza incierta de que Dios existe y hay un cielo. Pero es algo racional que no toca el corazón. No baja de mis labios. Y divido a los hombres en creyentes y no creyentes. Separo a los que creen en todo lo que pide la Iglesia y los que quitan parte de esas creencias porque no las comparten. Hago grupos. Divido, separo. Quizás mi fe es una fe algo estática. Una fe que no me lleva a actuar, a amar, a dar la vida. Y la fe que no tiene obras, es una fe muerta. Digo que tengo fe, pero es una fe teórica, de conceptos, de principios, de teorías. Por eso luego vivo en la práctica como si no tuviera fe. Pienso en lo que hay que hacer y lo hago. Sólo quiero obedecer. Y no acabo de ver el poder infinito que tienen mis palabras finitas. Y no me asombro de su carne entre mis manos donde antes había sólo pan. Y no me maravillan los milagros que nadie ve, de los cuales a veces soy testigo. Esos milagros ocultos en el fondo de las almas. Donde yo me abismo con respeto infinito. Y no soy capaz de ver la mano sanadora de Jesús haciendo milagros sencillos. Me falta fe. Tal vez porque la vida me ha enseñado el dolor de los hombres. Y he sido testigo de pérdidas y desgracias. Y resuenan en mi alma las palabras del P. Kentenich: «Aunque la fe esté sembrada en el corazón desde la infancia, resulta difícil conservarla en la vida diaria, en la que Dios permite esas terribles atrocidades»[4]. Es difícil seguir creyendo en medio de las dificultades, de las tragedias, de las desgracias. Y yo soy testigo de esa fe que se tambalea en muchos hombres en medio de los terremotos. Dios parece ausentarse de la vida de algunos hombres. ¿Cómo enseñarles a creer? ¿Cómo aumentar su fe? Hoy Jesús me dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa montaña: - Arráncate de raíz y plántate en el mar. Y os obedecería». Y la mostaza es la más pequeñas de las semillas. Y la montaña es imposible de ser trasladada. Mi fe basta con que sea pequeña como ese grano minúsculo de mostaza para ser fecunda. Definitivamente me falta fe. No acabo de creer en el poder oculto entre mis manos. En la fuerza infinita de su palabra en mis labios. Dudo y desconfío de esa fe que sana. No soy como ese niño abrazado a su madre, confiado en su padre. Soy ese niño adulto que ha perdido la ingenuidad, la inocencia primera y busca causas y resultados en todo lo que hace. Y juzga actitudes, y condena. Se aferra a lo que conoce. Y desconfía de lo que no ha probado. No acabo de entender cómo se puede aumentar mi fe. Tal vez dejándome caer en las manos de Dios como un niño. Tal vez renunciando a mis seguros. No lo sé. Es como un músculo que se ejercita amando. Caminando. Confiando. «Auméntame la fe». Para poder ver un oasis en el desierto. La paz en medio de la guerra. La vida en la muerte. Su mano providente en el dolor. Su presencia alentadora al final de mi camino. Quizás si me adentro más dentro de mí, más dentro de Jesús, aumentará mi fe. Si dejo de hacer tantos cálculos humanos y confío en su presencia. Si me dejo llevar por Él por los senderos de la vida. No lo sé. Tengo poca fe. Y creo que los hombres son los que conducen mi vida, sin ver que es Dios quien lo hace oculto en las sombras. Y me engaño a mí mismo haciendo proyecciones, diseñando estrategias y olvidándome de rezar más para percibir sus deseos. Me falta fe. Como a esos apóstoles que caminaban con Jesús y no entendían nada. Quiero aprender a dejarme caer en las manos de Dios. El otro día leía: «Algo parecido a esa terrible eternidad entre la angustia y la fe que experimenta un niño cuando por primera vez se deja caer hacia atrás y prescinde de todo apoyo para descubrir que el agua realmente lo sostiene y que es capaz de flotar inmóvil y sin ningún esfuerzo»[5]. Confiar en lo que Dios me pide. Dejarme caer en el agua y ver que no se acaba todo. Saltar con valor allí donde Dios me pide que salte. Y ver lo que no veo. Y encontrar lo que no busco.
Por eso me gusta esa petición sencilla de los discípulos a Jesús para que les aumente la fe. La fe es la certeza temblorosa del amor. Es una certeza muy humana. Esa expresión me habla del temblor y del claroscuro del camino. Es la intuición de que estar con Dios tiene que ver con el amor. Es el amor el que me hace ver más allá de lo que veo. La fe y el amor van unidos. El amor me lleva a creer en la persona amada. En todo lo que hace y dice. El amor a Dios me lleva a creer en Él, en sus planes, en su camino de santidad para mi vida. Y no desconfío cuando amo. ¿Cómo es mi fe? Me gustaría, sencillamente, que fuera, amar a Dios y vivir con Él. Mi fe y mi amor a Dios es un regalo. Yo no he hecho nada para tenerlo. Mucha gente busca la fe y no la encuentra. ¿De quién recibí la fe? Esa persona, mis padres quizás, un sacerdote, un amigo, un hermano, han sido en mi vida esos ángeles que me han llevado a Dios. ¿Qué significa para mí creer? ¿Le da sentido a mi vida? ¿Me ha cambiado la vida tener fe? ¿En qué? ¿Tener fe me hace más comprensivo, más abierto, más amable, más generoso? ¿O es una excusa para juzgar y creerme mejor que otros? ¿Es mi fe una fe viva que me ayuda a tomar decisiones? ¿Ha cambiado mi fe en estos años? Jesús les dice a los apóstoles que la fe es algo interno que cambia las cosas y las conforma. Tiene poder para mover montañas, para cambiar mi vida, para cambiar la vida que veo y la que todavía no contemplo. ¿Es mi fe una fe viva que crea y cambia la realidad? ¿Creo que mi fe me hace capaz de subir todas las montañas de mi vida? ¿Mi fe sostiene a otros cuando parece imposible? ¿Mi fe me hace amar más allá de mis límites? ¿Me hace perdonar más allá de mi capacidad y de mi odio humano? ¿Qué poder tiene mi fe? ¿Es algo externo a mí, que me dicta normas, o es un fuego en mi corazón que me ilumina?
Yo tengo miedo tantas veces y no siempre confío en ese amor que no me va a dejar nunca porque me lo ha prometido. Y tengo miedo entonces de alejarme de Dios, de enfriarme, de apagarme. Pienso en ese poder de la fe. Es verdad que es un don que llevo en una vasija de barro. Creo que la fe es, sencillamente, caminar con Dios, amar y confiar. Escuchar sus susurros en medio de mis ruidos. Tantear el camino sin dejar de soñar en que mi vida está hecha para el cielo aquí en la tierra. Creo que Dios camina a mi lado siempre. Creo que en su barca puedo superar todas las tempestades y vivir las mejores aventuras. Creo que me espera en el sagrario cada día, hecho pan, hecho carne en mi vida. Creo que se encarna en mí hasta mis entrañas, que camina a mi lado compartiendo mis tristezas y mis grandezas. Creo que mi corazón pequeño y raquítico está hecho a su medida, para ensancharse y que quepan tantos hombres. Creo que tengo una misión única. Y sé que Dios me nombró al nacer para ser feliz. Creo que estoy llamado a vivir en plenitud y que cada día llega a mí de mil maneras. Creo que sus pies me abren camino cuando se me cierran todos. Creo que Dios sopla en mi alma un aliento que me hace capaz de lo imposible. Tal vez no podré mover una montaña, pero eso no es nada. Mi fe me hará mover los corazones de los hombres, me hará caminar más allá de lo posible, y creer aunque no vea nada. Eso es mucho más grande. Creo que mi fe es el aliento de Dios en mi alma y la certeza de que soy amado por mí mismo, haga lo que haga, gratuitamente. Creo que Dios está enamorado de mi pequeñez y me sorprendo. Y creo que no deja de mirarme y me abraza por la espalda cuando no puedo más. Me sostiene. Me alegra. Creo que va a buscarme cuando me escapo. Quiere comer conmigo y vivir conmigo. Tiene una palabra de vida para mí cada día. Creo y dudo a la vez. Creo y tiemblo. Creo y camino. Me falta fe, me falta amor. Le pido a Jesús que me aumente la fe para poder mover montañas en mi corazón. Para que confíe más, para que suelte el timón del todo. Para agradecer cada noche su amor que se derramó en mil detalles. Que me regale sus ojos de misericordia para ver a los demás como Él los ve. Creo que la fe tiene que cambiar mi vida desde dentro. Mi manera de vivir. Mi forma de tomar decisiones. Esa es la señal de Dios. Una vida sencilla traspasada por Él. Una fe viva, que me ayuda a caminar. Dios tiene fe en mí. Cree en mí, confía en mí. Cree en todo lo que puedo llegar a ser si me dejo hacer. Él conoce mi alma, mi vida, mis caídas y mis grandezas. Y me nombra en su corazón. Quiere ser mi hogar y mi roca. Me gustaría creer más en mí. Creer más en Él. Creer más en los demás. Me falta mucha fe, me falta mucho amor. Le pido a Dios a veces milagros extraordinarios que me demuestren que existe y que tiene poder. Y me equivoco. ¡Qué poco creo! Veo a Jesús, que se hizo hombre para estar cerca de los hombres, que vivió la impotencia de la cruz para enseñar un amor sin límites, un amor por el que merece la pena vivir. Dios se abaja hasta mí y me toca. Su cercanía es más real que las personas que viven conmigo. Me gustaría vaciarme de mí mismo para poder recibirlo a Él en lo más hondo de mi corazón. Quiero que me enseñe a amar como Él, a creer, a vivir según Él. Eso es creer. «Aumenta mi fe, Señor, para poder mirarte y seguirte». ¿En qué tengo que pedirle hoy a Dios que aumente mi fe? Esa pregunta me conmueve. Los apóstoles no le piden: «Haz milagros para poder creer». Sólo le piden que aumente su fe para ser capaces de ver los milagros que ya suceden. No piden cosas extraordinarias como nosotros a veces, sino una mirada que sea capaz de descubrir su presencia en lo más cotidiano. Hoy yo me pregunto: ¿En quién creo? ¿Cómo es mi fe?
A veces creo que hago mucho por el mundo, por Dios, por los hombres. Llevo cuentas del bien que hago. Una lista de deberes cumplidos. Y pienso en lo que los otros no hacen. Los juzgo. Me creo que sirvo en exceso, que amo más de lo necesario, que doy y doy sin recibir tanto a cambio. Y me quejo. Y me amargo. Y exijo el reconocimiento que no obtengo,el agradecimiento de los hombres que no recibo o el aplauso de Dios que no escucho. Como si mi vida fuera tan meritoria que todos estuvieran obligados a alabarme por mis obras. Y me olvido de mi vocación de servidor, de esclavo de Dios, de siervo inútil. Sólo soy ese hombre que sigue a Jesús por los caminos. A ese Jesús pobre, descalzo, peregrino. Sólo soy el que sigue al servidor, al último entre los últimos, al mendigo de amor oculto en la noche. Sigo al hombre pobre que entrega su vida sin pedir nada. Lo sigo a Él que no recogió aplausos en el momento oscuro de su muerte. Cuando callaron sus palabras. La piedra quedó herida. Y sus manos clavadas no pudieron seguir bendiciendo. A ese hombre que no obtuvo victorias humanas en su corta vida. Lo sigo a Él y a veces parece que espero otro pago por tanto amor. Busco el reconocimiento, el aplauso, la gloria. Pero sigo al crucificado del que las masas que le seguían huyeron con terror. Yo lo sigo a Él que lo dio todo por mí sin pedirme nada a cambio. Sin recordármelo a cada paso. Sin llevar cuentas de todo lo que ha hecho por mí al crearme. Lo sigo a Él y quiero hacerlo sin pedir nada. Con humildad. Como un niño. Quiero ser memoria de lo que Él hizo, de lo que Él amó. Ser testigo de su vida, testimonio de su misericordia. Una persona rezaba: «Señor, ayúdame a no querer un trono. A no ponerme en primer lugar. A alegrarme con el primer lugar de los otros. Siempre quiero necesitarte y ser pequeña. Te sirvo a ti, sólo a ti. Quiero ocupar con alegría el último lugar. No buscar el aplauso. No pretender el éxito». Esa humildad en la vida es la que yo deseo. Pero el orgullo y el amor propio a veces me tientan. Sirvo y espero algo a cambio. Doy la vida y quiero que otros lo valoren y me aplaudan. Hago algo por otros y busco que se sepa. Por eso hoy Jesús me dice para que no lo olvide: «Suponed que un criado vuestro trabaja como labrador o como pastor; cuando vuelve del campo, ¿quién de vosotros le dice: - En seguida, ven y ponte a la mesa? ¿No le diréis: - Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo, y después comerás y beberás tú? ¿Tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado? Lo mismo vosotros: Cuando hayáis hecho todo lo mandado, decid: - Somos unos pobres siervos, hemos hecho lo que teníamos que hacer». He hecho todo lo que tenía que hacer y eso basta. Ni más ni menos. No espero nada más. He servido donde Dios quería que sirviera. He hecho todo lo que podía. No se me puede pedir nada más. He gastado mi vida. Eso basta. Me he desgarrado el alma sin esperar nada a cambio. Es mi ideal. El ideal que Jesús me propone. Santiago Cremades rezaba en una carta dirigida a Dios: «Ya no necesito ni espero sentirme colmado de tu eterna y gozosa presencia en mí que me impulsa una y otra vez a vaciarme sobre los demás. Ya solo puedo salir a tu encuentro; disfrutar de tu amor en cada persona, en cada situación, en cada uno de mis hermanos y así encontrarme contigo». En el servicio desinteresado me encuentro con Jesús, con su amor en los hombres. Allí donde aparentemente no recibo reconocimiento, sí que recibo su presencia. Quiero servir como sirvió Jesús. Abajarme como se abajó Él cuando se arrodilló frente a mí para lavarme los pies. Con esa pobreza del que cree que puede dar su vida sin recibir nada a cambio. Quiero servir con humildad y unido en todo a Dios. Así lo hacía San Francisco de Sales que vivía a lo largo de toda su jornada plenamente recogido en Dios: «Aunque vengan mil personas por día a verme, yo estoy interiormente a solas con Dios». Lo que permite que no me busque a mí mismo en la entrega es la conciencia de pertenecerle por entero a Él. Cuando actúo unido a Él, todo cambia. Cuando sirvo en Él, ya no busco reconocimiento. Soy un siervo inútil unido al siervo de los siervos. Y en Él descanso y vivo. Eso basta. Ese amor que se me da cuando me entrego por entero a Él en todo lo que hago. Esa vida que se hace fecunda cuando está unida a Dios.