La Eucaristía es dicha, felicidad, porque es encuentro con nuestra plenitud y causa de ella. Los hombres nos sentimos a nosotros mismos y, como siempre somos en orden a un fin, nos sentimos con sentido o sin sentido. Cuando uno está puramente ordenado a Dios, se siente en plenitud de sentido, se siente feliz. Gracias a la Eucaristía, a la salvación que nos viene del Misterio Pascual, podemos decidirnos en orden a Dios, a la comunión de vida con Él, y es en ella donde está Aquél que nos atrae hacia sí como sentido y fin de nuestra vida y hacia el cual definimos nuestra vida.
En la Eucaristía nos encontramos con Jesús, el absolutamente limpio de corazón (cf.
Mt 11,29;
Jn 19,34), el que restituyó la paz (cf.
Ef 2,1418), el perseguido por causa de la justicia (cf.
Mc 8,31). Y es en ella donde se nos hace capaces de purificar nuestro corazón, de unirnos a la oblación reconciliadora de Cristo y de soportar todo tipo de persecución por Él y el Evangelio.
Pero las puertas de acceso a la Eucaristía, lo mismo que del cielo, son las bienaventuranzas. En la medida que vamos purificando nuestro corazón, vemos, con los ojos de la fe, a Dios en la Eucaristía; cuanto más nos unimos al sacrificio de reconciliación, más somos hijos en el Hijo; cuanto más sufrimos la persecución de quien se identifica con la justicia divina, más entramos al comulgar en el Reino de los Cielos.
Dichoso quien comulga.