La Iglesia entera, y muy especialmente la Compañía de Jesús, han comenzado las celebraciones del año jubilar con ocasión del quinto centenario del nacimiento de San Francisco de Borja, un personaje fascinante del periodo de la contrarreforma católica, y esto por muchas razones. En primer lugar, su vida es toda una aventura y muestra cómo la carrera del poder terreno no necesariamente llena el corazón de los que la siguen; en segundo lugar, como Prepósito General de La Compañía de Jesús dejó una huella profunda en aquella institución; por otro lado es muy interesante estudiarlo como típica figura de la contrarreforma, en relación otros santos de la época que fueron sus amigos: Santa Teresa de Jesús, San Ignacio, San Carlos Borromeo, San Roberto Bellarmino, etc...
Pero el aspecto que más me impresiona de Francisco de Borja y Aragón, el que fue Duque de Gandía y Marqués de Llombay, además de Grande de España y Virrey de Cataluña, es cómo de una familia tan poco ejemplar pudo florecer un tal ejemplo de santidad. Los Borja, que en Italia se convirtieron en Borgia por cuestiones de pronunciación, fueron al menos, por ponerlo suavemente, una familia controvertida, por no decir cosas peores (que muchos historiadores han dicho, aunque no esté yo de acuerdo con toda esa leyenda negra). Pues que en esa familia surgiese la santidad es, por lo menos, admirable, aunque no es un caso único. Poco después, en otra familia "controvertida" como la de los Gonzaga surgió un ejemplo sublime de santidad como fue San Luis Gonzaga.
Pues bien, la carrera, conversión y ascenso hasta la santidad de Francisco de Borja adquiere mayor valor a la luz de sus orígenes familiare. Su abuelo, Juan Borja, el Segundo hijo de Alejandro VI, fue asesinado en Roma el 14 de junio de 1497 por un asesino desconocido, pero su familia siempre creyó que había sido César Borgia (Borja). Rodrigo Borgia, electo papa en 1402 bajo el nombre de Alejandro VI, tenía ocho hijos. El mayor, Pedro Luis, obtuvo en 1485 el hereditario ducado de Gandía en el reino de Valencia, el cual, a su muerte, pasó a su hermano Juan, quien estaba casado con María Enríquez de Luna. Habiendo quedado viuda debido al asesinato de su marido, María Enríquez renunció a su ducado y se dedicó piadosamente a la educación de sus dos hijos, Juan e Isabel. Luego del matrimonio de su hijo en 1509, siguió el ejemplo de su hija, quien había retirado al convento de las Clarisas Pobres en Gandía y fue mediante estas dos mujeres que la santidad entró a la familia Borja y en la Casa de Gandía había empezado el trabajo de reparación que Francisco de Borja habría de culminar. Biznieto de Alejandro VI por vía paterna, era, por el lado de su madre, biznieto del Rey Católico Fernando de Aragón. Este monarca había procurado el nombramiento de su hijo natural, Alfonso al Arzobispado de Zaragoza, a la edad de nueve años. De Ana de Gurrea, Alfonso tuvo dos hijos, quienes lo sucedieron en su sede arquiepiscopal y dos hijas, una de las cuales, Juana, se casó con el duque Juan de Gandía y se convirtió en la madre de nuestro santo. De este matrimonio Juan tuvo tres hijos y cuatro hijas. De un segundo, contraído en 1523, tuvo cinco hijos y cinco hijas. El mayor de todos y heredero al ducado era Francisco.
Piadosamente criado en una corte que sentía la influencia de las dos Clarisas, madre y hermana del duque reinante, Francisco perdió a su propia madre cuando tenía diez. En 1521, una sedición entre el populacho puso en peligro la vida del niño y la posición de la nobleza. Cuando el disturbio fue suprimido, Francisco fue enviado a Zaragoza a continuar su educación en la corte de su tío, el arzobispo, un ostentoso prelado que nunca había sido consagrado y ni siquiera ordenado sacerdote. A pesar de que en esta corte se mantenía la católica fe española, caía, sin embargo, en la laxitud permitida por los tiempos y Francisco no podía evitar notar la relación que tenía su abuela con el fallecido arzobispo, a pesar de que estaba en deuda con ella por su temprano entrenamiento religioso. Mientras estuvo en Zaragoza, Francisco cultivó su mente y llamó la atención de sus parientes por su fervor. Ellos, deseosos de asegurar la fortuna del heredero de Gandía, le enviaron a los doce años a Tordesillas como paje de la Infanta Catalina, la hija menor y compañera en soledad de la infortunada reina, Juana la Loca.
En 1525 la infanta se casó con el rey Juan III de Portugal y Francisco regresó a Zaragoza a completar su educación. Finalmente, en 1528, la corte de Carlos V fue abierta para él y un futuro brillante apareció ante él. En su camino a Valladolid, mientras pasaba, brillantemente escoltado, por Alcalá de Henares, Francisco encontró a un pobre hombre a quien los asociados de la Inquisición llevaban a prisión. Era Ignacio de Loyola. El joven noble intercambió una mirada de emoción con el prisionero, sin pensar que algún día estarían unidos por lazos estrechos. El emperador y la emperatriz recibieron a Borja más como amigo que como súbdito. Tenía diecisiete, dotado con múltiples encantos, acompañado por un magnífico tren de seguidores y, luego del emperador, su presencia era la más galante y caballerosa en la corte. En 1529, por deseo de la emperatriz, Carlos V le dio la mano de Leonor de Castro en matrimonio, haciéndolo al mismo tiempo, Marqués de Lombay y Escudero de la emperatriz y nombrando Camarera Mayor a Leonor. El recién creado Marqués de Lombay disfrutó de una posición privilegiada. Cuando el emperador viajaba o conducía una campaña, le confiaba al joven escudero el cuidado de la emperatriz y a su regreso a España lo trataba como confidente y amigo. En 1535 Carlos V guió la expedición a Túnez sin la compañía de Borja, pero al año siguiente el favorito siguió a su monarca a la desafortunada campaña en Provenza. Además de sus virtudes que lo hacían el modelo de la corte y los atractivos personales que le adornaban, el marqués de Lombay poseía un refinado gusto musical. Se deleitaba sobre todo, en composiciones eclesiásticas y testificando la habilidad del compositor, se puede asegurar que en el siglo XVI y antes de Palestrina, Borja fue uno de los principales restauradores de la música sacra.
En 1538 un octavo niño nació de los marqueses de Lombay y el 1 de mayo del año siguiente, la emperatriz Isabel murió. El escudero fue comisionado para llevar sus restos a Granada, donde fueron enterrados el 17 de mayo. La muerte de la emperatriz causó el primer revés en la brillante carrera de los Marqueses de Lombay. Los alejó de la corte y le enseñó al noble la vanidad de la vida y de sus grandezas. San Juan de Ávila predicó el sermón funerario y Francisco, haciéndole saber su deseo de reformar su vida, regresó a Toledo resuelto en ser un perfecto cristiano. El 26 de junio de 1539, Carlos V nombró a Borja virrey de Cataluña y la importancia del cargo probó las genuinas cualidades del cortesano. Instrucciones precisas determinaron su curso de acción. Fue a reformar la administración de justicia, poner en orden las finanzas, fortificar la ciudad de Barcelona y reprimir a los que estaban fuera de la ley. A su llegada a la virreinal ciudad, el 23 de agosto, procedió de inmediato, con una energía que no podía derrumbar la oposición, a edificar los rampantes, limpiar el país de las bandas que lo asolaban, reformar los monasterios y desarrollar el aprendizaje. Durante su virreinato se mostró juez inflexible y sobre todo cristiano ejemplar. Pero una serie de graves pruebas estaban destinadas a desarrollar en él el trabajo de santificación iniciado en Granada.
En 1543, a la muerte de su padre, se convirtió en Duque de Gandía y fue nombrado por el emperador Director de la Casa del príncipe Felipe de España, quien se había casado con la princesa de Portugal. Este nombramiento parecía indicar que Francisco sería el primer ministro del futuro reinado, pero los reyes de Portugal se opusieron al nombramiento. Francisco, entonces, se retiró a su ducado de Gandía y durante tres años esperó la terminación del disgusto que lo alejaba de la corte. Se dedicó por placer, a reorganizar su ducado, a encontrar una universidad para obtener el grado de Doctor en Teología y a buscar un grado aún más alto de virtud. En 1546 su esposa murió. El duque había invitado a los jesuitas a Gandía y se convirtió en su protector y discípulo e incluso en ciertos casos, en su modelo. Pero deseaba aún más y el 1 de febrero de 1548 se hizo uno de ellos al pronunciar el solemne voto de religión, aunque fue autorizado por el Papa a permanecer en el mundo, hasta que hubiera cumplido sus obligaciones hacia sus hijos y sus estados –sus obligaciones como padre y gobernante.
El 31 de agosto de 1550, el duque de Gandía abandonó sus estados para no verlos nunca más. El 23 de octubre arribó a Roma, se puso a los pies de San Ignacio y edificó mediante su rara humildad especialmente a aquellos que recordaban el antiguo poder de los Borja. Rápido para concebir grandes proyectos, incluso entonces urgió a San Ignacio a fundar el Colegio Romano. El 4 de febrero de 1551, dejó Roma, sin dar a conocer la intención de su partida. El 4 de abril llegó a Azpeitia en Guipúzcoa y eligió como residencia la ermita de Santa Magdalena cerca de Oñate. Habiéndole permitido Carlos V renunciar a sus posesiones, abdicó a favor de su hijo mayor, fue ordenado sacerdote el 25 de mayo y de inmediato comenzó a predicar una serie de sermones en Guipúzcoa, la cual revivió la fe del país. Nada se habló más en España que este cambio de vida y Oñate se convirtió en lugar de intenso peregrinaje. El neófito fue obligado a apartarse de la oración con el fin de predicar en las ciudades que lo llamaban y a las cuales sus ardientes palabras, su ejemplo e incluso su mera presencia, marcaban profundamente. En 1553 fue invitado a visitar Portugal. La corte le recibió como mensajero de Dios y le rindió, por lo tanto, una veneración que se ha preservado. A su regreso de esta jornada, Francisco supo que, a petición del emperador, el Papa Julio III lo nombraba al cardenalato. San Ignacio logró que el Papa reconsiderara esta decisión, pero dos años más tarde el proyecto fue renovado y Borja ansiosamente si, en conciencia, se podría oponer al Papa. San Ignacio de nuevo lo relevó de esta carga al pedirle que pronunciara los solemnes votos de profesión, por los cuales se comprometió a no aceptar ninguna dignidad salvo bajo orden formal del Papa. De este modo, el santo se reaseguró. Pío IV y Pío V lo amaron demasiado como para imponerle una dignidad que le hubiera causado sufrimiento. Gregorio XIII, sin embargo, parecía resuelto, en 1572 para ignorar este rechazo, pero en esta ocasión la muerte le salvó de la elevación que tanto había temido.
El 10 de junio de 1554, San Ignacio nombró a Francisco de Borja comisario general de la Compañía en España. Dos años más tarde le confió el cuidado de las misiones de las Indias Orientales y Occidentales, es decir de todas las misiones de la Compañía. Hacer esto fue confiarle a un recluta el futuro de su orden en la península, pero al hacer esto el fundador demostró su raro conocimiento de los hombres, dado que en siete años Francisco transformaría las provincias confiadas a él. Las encontró con pocos súbditos, con unas cuantas casas y poco conocidos. Las dejó fortalecidas por su influencia y ricas en discípulos obtenidos de los más altos grados de la sociedad. Estos últimos, cuyo ejemplo les había atraído mucho, se reunían principalmente en su noviciado en Simancas y fueron suficientes para numerosas fundaciones. Todo le ayudó a Borja –su nombre, santidad, su notorio poder de iniciativa y su influencia con la princesa Juana, quien gobernó Castilla en ausencia de su hermano Felipe. El 22 de abril de 1555, la reina Juana la Loca murió en Tordesillas, asistida por Borja. A la presencia del santo se le atribuye la serenidad de la reina en sus últimos momentos. La veneración que inspiraba se incrementó, entonces y aún más su extrema austeridad, el cuidado que prodigaba a los pobres en los hospitales, las maravillosas gracias con las que Dios rodeaba su apostolado, contribuyeron a aumentar un renombre que él aprovechaba para ayudar el trabajo de Dios. En 1565 y 66 fundó las misiones de Florida, Nueva España y Perú, extendiendo así al Nuevo Mundo los efectos de su celo insaciable.
En diciembre de 1556 y en otras tres ocasiones, Carlos V se encerró en Yuste. De inmediato convocó a su antiguo favorito, cuyo ejemplo había hecho mucho para inspirarlo en el deseo de abdicar. En agosto siguiente lo envió a Lisboa con varios asuntos relacionados con la sucesión de Juan III. Cuando el emperador murió el 21 de septiembre de 1558, Borja no pudo estar presente a su lado, pero fue uno de los ejecutores testamentarios nombrados por el monarca y fue quien, en los solemnes servicios en Valladolid, pronunció la elegía del soberano muerto. Este periodo de éxitos sería cerrado por una prueba. En 1559 Felipe II regresó a reinar a España. Prejuiciado por varias rezones (prejuicio fomentado por muchos envidiosos de Borja, algunos de cuyos interpelados trabajos habían sido recientemente condenados por la Inquisición), Felipe pareció haber olvidado su antigua amistad con el Marqués de Lombay y manifestó hacia él un disgusto que se incrementó cuando supo que el santo había ido a Lisboa. Indiferente a esta tormenta, Francisco continuo por dos años en Portugal su predicación y sus fundaciones y entonces, a solicitud del papa Pío IV, fue a Roma en 1561. Pero las tormentas tienen su misión providencial. Podría cuestionarse si por la desgracia de 1543, el duque de Gandía se había hecho religioso y si, por la prueba que lo ausentó de España, pudo realizar el trabajo que le esperaba en Italia. En Roma no pasó mucho antes de que atrajera la atención del público. Los cardenales Otho Truchsess, arzobispo de Augsburgo, Stanislaus Hosius y Alejandro Farnesio le manifestaron una sincera amistad. Dos hombres principalmente se regocijaron con su llegada. Fueron Michael Chisleri, futuro papa Pío V y Carlos Borromeo, a quien el ejemplo de Borja ayudó a convertirse en santo.
El 16 de febrero de 1564, Francisco de Borja fue nombrado asistente general en España y Portugal y el 20 de febrero de 1565, fue nombrado vicario general de la Compañía de Jesús. Fue elegido general el 2 de julio de 1565 por 31 votos de 39, para suceder al Padre Santiago Laynez. A pesar de estar muy debilitado por sus austeridades, desgastado por ataques de gota y una afección del estómago, el nuevo general aún poseía mucha fortaleza, la cual, añadida a su abundancia de iniciativa, su atrevimiento en la concepción y ejecución de vastos designios y la influencia que ejercía sobre los príncipes cristianos y en Roma, le hicieron de inmediato un modelo ejemplar y cabeza providencial de la Compañía.
Completó en Roma la casa e iglesia de S. Andre en el Quirinal en 1567. Ilustres novicios se apacentaron ahí, entre ellos Estanislao Kotska (m. 1568) y Rodolfo Acquaviva. Desde su primer viaje a Roma, Borja había tenido la preocupación de fundar un colegio romano y mientras estuvo en España, había apoyado generosamente el proyecto. En 1567, construyó la iglesia del colegio, le aseguró un ingreso de seis mil ducados y al mismo tiempo trazó la regla de estudios, la cual, en 1583, inspiró a los compiladores del Ratio Studiorum de la Compañía. Siendo un hombre de oración como lo era de acción, el santo general, a pesar de sus inmensas ocupaciones, no permitía que su alma se distrajera de la continua contemplación. Fortalecida por tan vigilante y santa administración, la Compañía no pudo sino desarrollarse. España y Portugal sumaron muchas fundaciones; en Italia San Francisco creó la provincia romana y fundó varios colegios en el Piamonte. Francia y las provincias del norte fueron, sin embargo, al mayor campo de sus triunfos. Durante los siete años de su gobierno, Borja introdujo tantas reformas en la Compañía como para merecer ser llamado su segundo fundador. Tres santos de esta época trabajaron incesantemente para ayudar al renacimiento del catolicismo; ellos fueron San Francisco de Borja, San Pío V y San Carlos Borromeo.
El pontificado de Pío V y el generalato de Borja comenzaron con un intervalo de unos cuantos meses y terminaron casi al mismo tiempo. El papa santo tenía entera confianza en el general santo, quien correspondía con inteligente devoción a cada deseo del pontífice. Fue él quien inspiró al papa la idea de exigir de las Universidades de Perugia y Bolonia y eventualmente, de todas las universidades católicas, una profesión de fe católica. Fue también él quien, en 1568, deseó que el papa nombrara una comisión de cardenales encargados de promover la conversión de infieles y herejes, la cual fue el germen de la Congregación para la Propagación de la Fe, establecida más tarde por Gregorio XV en 1622. Una fiebre pestilente invadió Roma en 1566 y Borja organizó métodos de alivio, estableció ambulancias y distribuyó a cuarenta de sus religiosos para tal propósito, de manera que habiendo terminado la epidemia dos años después, fue a Borja a quien el papa confió la seguridad de la ciudad.
Francisco de Borja siempre había amado las misiones extranjeras. Reformó aquellas de la India y el Extremo Oriente y creó las de América. En unos cuantos años tuvo la Gloria de tener entre sus hijos a sesenta y seis mártires, los más ilustres de los cuales fueron los 53 misioneros de Brasil quienes con su superior, Ignacio Acevedo, fueron masacrados por corsarios hugonotes. Sólo le quedaba a Francisco terminar su Hermosa vida con un espléndido acto de obediencia al Papa y devoción a la Iglesia.
Entre otros felices resultados, logró del rey, Don Sebastián, pedir en matrimonio la mano de Margarita de Valois, la hermana de Carlos IX. Este era el deseo de San Pío V, pero, habiendo sido formulado demasiado tarde, fue frustrado por la reina de Navarra, quien mientras tanto había asegurado la mano de Margarita para su hijo. Una orden del Papa expresó su deseo de que la embajada también llegara a la corte francesa. El invierno prometía ser severo y sería fatal para Borja. Aún más fatal para él fue el espectáculo de la devastación que había causado la herejía en el país, lo cual hirió gravemente el corazón del santo. En Blois, Carlos IX y Catalina de Médicis le dieron a Borja la recepción debida a un Grande de España, pero al cardenal legado, así como a él le dieron solo palabras amables con poca sinceridad. El 25 dejaron Blois.
Para cuando llegaron a Lyon, los pulmones de Borja ya estaban afectados. Bajo estas condiciones el paso del monte Cenis, sobre caminos nevados fue extremadamente doloroso. Haciendo acopio de todas sus fuerzas, el inválido llegó a Turín. En el camino la gente salía de las villas clamando: “Queremos ver al Santo”. Advertido de la condición de su primo, Alfonso de Este, duque de Ferrar, mandó por él a Alejandría y lo llevó a su ciudad ducal donde permaneció del 19 de abril al 3 de septiembre. Desesperaron de su recuperación y se dijo que no sobreviviría al otoño. Deseando morir en Loreto o en Roma, partió en una litera el 3 de septiembre, pasó ocho días en Loreto y luego, a pesar de los sufrimientos causados por el más mínimo brinco, ordenó a los porteadores que se dirigieran con mayor velocidad a Roma. Se esperaba que en cualquier instante vería el final de su agonía. Alcanzó la “Porta del Popolo” el 28 de septiembre. El moribundo detuvo su litera y agradeció a Dios que había sido capaz de completar este acto de obediencia. Fue trasladado a su celda, la cual pronto fue invadida por cardenales y prelados. Durante dos días Francisco de Borja, completamente consciente, esperó la muerte, recibiendo a todos los visitantes y bendiciendo, mediante su hermano menor, Tomás de Borja, a todos sus hijos y nietos. Poco después de la media noche del 30 de septiembre, su hermosa vida llegó a un hermoso e indoloro final. En la Iglesia Católica él ha sido uno de los más notables ejemplos de la conversión de las almas luego del Renacimiento y para la Compañía de Jesús había sido el protector escogido por la Providencia a quien, luego de San Ignacio, le debe más.
En 1607, el duque de Lerma, ministro de Felipe III y nieto de San Francisco de Borja, habiendo visto a su nieta milagrosamente curada por intercesión de Francisco, causó que iniciara el proceso de canonización. El proceso ordinario comenzó de inmediato en varias ciudades y fue seguido, en 1637, por el proceso Apostólico. En 1617 Madrid recibió los restos del santo. En 1624 la Congregación de los Ritos anunció que se procedería a su beatificación y canonización. La beatificación fue celebrada en Madrid con esplendor incomparable. Puesto que Urbano VIII había decretado, en 1631, que un Santo no podría ser canonizado sin un nuevo procedimiento, se inició otro proceso. Estaba reservado para Clemente X firmar la Bula de canonización de San Francisco de Borja el 20 de junio de 1670. Librado del decreto de José Bonaparte quien, en 1809, ordenó confiscar todos los santuarios y objetos preciosos, el relicario de plata que contiene los restos del santo, luego de varias vicisitudes, fue llevado, en 1901, a la iglesia de la Compañía de Jesús en Madrid, donde es honrado actualmente.
Con razón España y la Iglesia veneran en San Francisco de Borja a un gran hombre y un gran santo. Los más altos nobles de España están orgullosos de descender de él o de tener conexión con él. Por su penitencia y vida apostólica reparó los pecados de su familia y dio gloria a un nombre que, de no ser por él, habría permanecido siendo fuente de humillación para la Iglesia. Su fiesta se celebra el 3 de octubre.