Pero sigamos con el hilo de mi historia:
 

 
EN LA DIRECCIÓN DE SEGURIDAD

A ella llegamos corriendo, con miedo y rotos los nervios por el susto. Cosa extraña. Todo el fervor y entusiasmo con que habíamos ido a la muerte, se había enfriado, cuando volvíamos a la vida. Al entrar en el calabozo, los dos presuntos mártires parecíamos dos piltrafas de hombre, dos muñecos sin alma.
 
En un rincón, pudimos al fin romper la tensión, prorrumpiendo en sollozos entrecortados. Todo había sucedido en una hora escasa, como una trágica pesadilla, cuyo despertar terminaba en la cárcel.
 
Eran las siete de la tarde del día 6 de septiembre de 1936.
 
UNA OBRA DE CARIDAD. Absuélvame, Padre.
 
La Dirección General de Seguridad era en aquel entonces un lugar pequeño, incómodo y mezquino.
 
Pasado el rastrillo o verja de protección, se descendía por una escalera, de veinte a treinta peldaños, a un sótano oscuro, sórdido, con tres habitaciones pequeñas, apenas alumbradas por unas ventanas de rejilla que se asomaban a la calle.
Donde apenas cabían treinta personas, se hallaba un grupo heterogéneo de casi un centenar. Muchos yacían hacinados en el suelo, otros intentaban pasear, inquietos y preocupados, en tan extraño lugar donde, como alguien dijo: toda incomodidad tiene su asiento. Encontramos con sorpresa a don Anastasio Garzón, compañero mío de pensión y salesiano, detenido horas antes por los mismos que nos habían dado el paseo. Comentamos los tres los sucesos de la jornada, en un rincón de la misma sala y rezamos juntos a la espera de los acontecimientos.
 
La compañía levantó un tanto la moral y   el decaído ánimo.
 
ASISTO A UN MORIBUNDO
 
Llevábamos unos minutos de calabozo, intentando acostumbrarnos a la semi-oscuridad del local y al trato de nuestros desconocidos huéspedes, cuando oímos voces y gritos de dolor y angustia. Alguien en la oscuridad de las tres celdas, sufría al parecer desesperadamente.
 
La curiosidad o la compasión o, mejor, una voz interior nos empujaron a los tres. En una camilla, acompañado de algunos presos, yacía un pobre hombre, de avanzada edad, por su calva incipiente y sus cabellos encanecidos. Oímos claramente que pedía retorciéndose que le “remataran”. ¡Tales debían ser sus dolores! Me acerqué a su cabecera. Le saludé con cariño, le descubrí en voz baja mi condición de sacerdote. Una voz interior me decía que aquel pobre hombre me necesitaba, que Dios me pedía que interviniera.
 
-Gracias padre, por haber venido. Estoy -siguió diciendo- recién operado, con las heridas aún abiertas, me han traído y no sabe, padre, cuanto sufro. He llegado a desesperarme, maldiciendo a Dios, a los míos y a mis verdugos. Me estoy muriendo.
 
Apreté sus manos entre las mías, lo consolé, le recordé la Pasión de Cristo muriendo en la Cruz, por él y por todos, con dolores mucho más fuertes que los suyos. Que Jesús lo miraba, con especial amor, ensangrentado, coronado de espinas, clavado, afeado por los salivazos y la sangre, insultado y maldecido por los hombres, por los que ofrecía su Cruz, sus sufrimientos y su vida.  Y todo por nuestros pecados.
 
Puso Dios en mis palabras, en mis gestos, en aquel apretón de manos cariñoso y cordial, eficacia divina.  Nunca lo sabré ni me importa. Pero aquel hombre, desconocido se rindió a la Gracia, se serenó y me pidió que le oyera en confesión. Y vaya confesión. La sellamos con un abrazo. A la hora escasa se moría. Dios, que me había negado la corona del martirio, se sirvió de mi inutilidad para dar la gloria a aquel desventurado.

 


Sobre estas líneas, la Puerta del Sol de Madrid. Aunque la foto sea en sepia, podemos observar la bandera republicana ondeando en la conocida como Real Casa de Correos (actualmente, sede del Gobierno de la Comunidad de Madrid) que, en 1936, era la sede de la Dirección General de Seguridad (DGS). Se trataba de un organismo autónomo español dependiente del Ministerio de Gobernación y responsable de la política de Orden público en todo el territorio nacional. Estuvo en activo desde 1912 a 1986.