Es cierto que la fe provoca emociones y buenos sentimientos. ¿Cómo negar que Dios entra en la vida de una persona y se traduce en alegría e ilusión? Hasta aquí, todo está bien, pues resulta parte normal del proceso; sobre todo, cuando es la primera vez que se tiene la certeza de que Jesús no es un mito, sino una realidad abierta a la razón. Entonces, ¿dónde está el problema? En la manipulación de la vida espiritual. Es decir, cuando alguien quiere forzar la oración hasta reducirla a un brote de sentimientos al punto de que sea un momento emocionante, olvidando que Dios es mucho más que sentir algo. Podríamos decir que la oración tiene “vida propia”. Aunque evidentemente no es una expresión precisa, lo que queremos dar a entender es que no hay que forzar las cosas. Cuando una persona se sienta, abre la Biblia y empieza a recordar cómo le ha ido en su día, habrá ocasiones en las que sienta la necesidad de hablar, de expresarse de forma oral, otras se limitará a leer y, en algunos casos, no habrá más que silencio. ¿Quién elige qué? La respuesta es clara: el Espíritu Santo. No puede ser de otra manera, pues sería una incoherencia creer en Dios y, al mismo tiempo, rechazar su intervención en la oración. “Pero yo, hoy, que me ha ido bastante mal, quiero sentirme bien, que la oración pueda darse a mí manera”, pues resulta que no funciona así, pues se trata de un diálogo y, como tal, hay dos partes. Dios es el que decide lo que más conviene en ese preciso momento. ¿Acaso, siendo totalmente ajenos a la medicina, nos vemos diciéndole a un cirujano cómo tomar el bisturí? Lo mismo aplica en las cosas de la fe.
Los grupos carismáticos, perfectamente avalados por la Iglesia, cuyo aporte ha sido muy significativo, también deben ser conscientes de lo antes descrito, pues aunque indudablemente está Dios en lo que hacen, hay que encauzarlo todo y dar paso al silencio. Cuando falta, la situación puede terminar demasiado centrada en uno mismo. Por ejemplo, Santo Domingo de Guzmán, hacía oración con el cuerpo; es decir, llevaba a cabo ciertos gestos y movimientos según lo que iba meditando; sin embargo, todo aquello se veía fortalecido por largas pausas en las que se quedaba sin palabras frente al sagrario. Eso fue justo lo que le dio validez y, sobre todo, el toque final a su profunda experiencia de Dios que lo llevó a una predicación elocuente, porque tenía contenido.
En el trabajo de los jóvenes, como en cualquier otro campo, hay que evitar la hipersensibilidad. Por ejemplo, el día después de misiones. Casi siempre, llegan afectados –en el buen sentido de la palabra- por las realidades de pobreza y exclusión que vieron a lo largo de la semana, lo cual, a su vez, provoca un deseo de vivir la fe, de asumirla; sin embargo, ¿cómo ayudarles a que no se quede en un arranque emocional? Ante todo, acompañar, dirigir espiritualmente. ¿La prueba? Ayudarlos para que se evalúen al año siguiente, porque no podemos construir procesos de fe que no tengan raíces y esas bases tienen que ver con el silencio, la capacidad de estar en oración sin buscar, en primer lugar, satisfactores. Algunas pseudo espirituales se vuelven negocios porque hacen las veces de una “droga” de experiencias, cuando en realidad la verdadera espiritualidad, identificada con el propio itinerario de Jesús, implica momentos de sequedad. Lo que San Juan de la Cruz explicó en su “noche oscura del alma”. No es que Dios se vaya, tampoco que renunciemos a los apoyos que nos regala, pero se trata de estar por decisión propia y no nada más movidos por un sentimiento de veinte segundos.
Sugestionarse en la oración, produce un giro egocéntrico. Dios sale y entra el “yo” que si no tiene un canto a la mano, ya no sabe cómo relacionarse, pero ¿qué no dijo San Agustín que “el que canta ora dos veces”? Claro que lo sostuvo; sin embargo, nunca hay que olvidar otro de sus dichos: “para ver a Dios es necesario el silencio”. Los católicos no podemos optar por el sentimentalismo exacerbado. Algunos argumentan que hay que hacerlo para “tener más gente”; sin embargo, copiar posturas que no cuadran con el Evangelio, confunde y lleva a la crisis. Por lo tanto, la oración, no es sugestionarse con frases abstractas o diapositivas con paisajes bonitos, sino dejarse encontrar por Dios y confiar en que él sabrá por dónde llevarnos.
Los grupos carismáticos, perfectamente avalados por la Iglesia, cuyo aporte ha sido muy significativo, también deben ser conscientes de lo antes descrito, pues aunque indudablemente está Dios en lo que hacen, hay que encauzarlo todo y dar paso al silencio. Cuando falta, la situación puede terminar demasiado centrada en uno mismo. Por ejemplo, Santo Domingo de Guzmán, hacía oración con el cuerpo; es decir, llevaba a cabo ciertos gestos y movimientos según lo que iba meditando; sin embargo, todo aquello se veía fortalecido por largas pausas en las que se quedaba sin palabras frente al sagrario. Eso fue justo lo que le dio validez y, sobre todo, el toque final a su profunda experiencia de Dios que lo llevó a una predicación elocuente, porque tenía contenido.
En el trabajo de los jóvenes, como en cualquier otro campo, hay que evitar la hipersensibilidad. Por ejemplo, el día después de misiones. Casi siempre, llegan afectados –en el buen sentido de la palabra- por las realidades de pobreza y exclusión que vieron a lo largo de la semana, lo cual, a su vez, provoca un deseo de vivir la fe, de asumirla; sin embargo, ¿cómo ayudarles a que no se quede en un arranque emocional? Ante todo, acompañar, dirigir espiritualmente. ¿La prueba? Ayudarlos para que se evalúen al año siguiente, porque no podemos construir procesos de fe que no tengan raíces y esas bases tienen que ver con el silencio, la capacidad de estar en oración sin buscar, en primer lugar, satisfactores. Algunas pseudo espirituales se vuelven negocios porque hacen las veces de una “droga” de experiencias, cuando en realidad la verdadera espiritualidad, identificada con el propio itinerario de Jesús, implica momentos de sequedad. Lo que San Juan de la Cruz explicó en su “noche oscura del alma”. No es que Dios se vaya, tampoco que renunciemos a los apoyos que nos regala, pero se trata de estar por decisión propia y no nada más movidos por un sentimiento de veinte segundos.
Sugestionarse en la oración, produce un giro egocéntrico. Dios sale y entra el “yo” que si no tiene un canto a la mano, ya no sabe cómo relacionarse, pero ¿qué no dijo San Agustín que “el que canta ora dos veces”? Claro que lo sostuvo; sin embargo, nunca hay que olvidar otro de sus dichos: “para ver a Dios es necesario el silencio”. Los católicos no podemos optar por el sentimentalismo exacerbado. Algunos argumentan que hay que hacerlo para “tener más gente”; sin embargo, copiar posturas que no cuadran con el Evangelio, confunde y lleva a la crisis. Por lo tanto, la oración, no es sugestionarse con frases abstractas o diapositivas con paisajes bonitos, sino dejarse encontrar por Dios y confiar en que él sabrá por dónde llevarnos.