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A LA DERIVA - RIESGOS – EMOCIONES
Nuestra situación en Casa Burgalesa, era inestable; era un compromiso para nuestro generoso patrón. Después de unos días de pensión gratuita decidimos marchar, por varias razones: por no tener documentación, por los continuos registros de la Policía Roja y porque empezamos a hacernos sospechosos. Se nos veía de lejos y más de cerca nuestra condición de religiosos, en el habla, la facha y un cierto encogimiento. Había que marchar, en busca de lugar menos comprometido.
Nos despedimos de tan generoso anfitrión y nos separamos. Yo fui a parar a la calle Abada, nº 10, situada a las espaldas de la Gran Vía. Si es cierto que Dios “empieza por cegar al que quiere perder”. En mi caso y en el de tantos, sucedió al revés: queriéndome salvar, me llevó a ciegas a una casa de mala fama y mal vivir. Y ya me entiendes, querido lector. Dada mi condición de religioso y sacerdote, nada menos a propósito que aquella morada de un asturiano, sin escrúpulos, que únicamente atendía a su bolsillo.
Pero, aunque su casa era cita de gente de mala condición y de visitas frecuentes de la Policía, logré, gracias a Dios, defenderme, durante un largo paréntesis, julio y agosto, con mi escasa y casi inútil documentación.
“Yo era un pobre maestro que había ido a Madrid, a hacer unas oposiciones cuando estalló la Guerra”… Pero como el peligro era continuo, decidí probar fortuna, siempre de la mano de Dios, en otras casas o pensiones.
Pero este cambio exige capítulo aparte
ME TIRA LA SANGRE
Pensión Loyola
Serenado o más confiado o más familiarizado con el peligro y sobre todo, guiado por Dios, fui a dar con mis huesos, en la Pensión Loyola, donde a la sazón se hallaba mi tío Enrique, que sería pronto: el día 23 de octubre, mártir de nuestra Cruzada.
Me permito abusando del sacrificado lector, retrotraer mi relación a hechos anteriores que retratarán la personalidad de mi santo, que así lo creo, de mi mártir y agente de Dios en mi vocación. Enrique Saiz, tío carísimo.
MI PRIMERA MISA, PRESAGIOS
EL BUEN PASTOR
Tuve la suerte y la gran misericordia de Dios, de hacer mis estudios de Teología, bajo la sabia y paternal dirección de mi tío Enrique, hombre asceta y místico, gran formador de hombres, aunque yo no lo sea, querido y estimado de los salesianos y respetado como primerísima figura de nuestra Congregación.
Hay una biografía, muy acabada, de su figura. A ella remito al lector. No quiero que me ciegue el cariño y la sangre.
El libro es: Don Enrique Saiz, Un carácter, una conversión, un martirio por José Luis Bastarrica, escrita en 1964.
Dejo a un lado los orígenes de mi vocación, en la que intervino, ciertamente el tío, en nombre de Dios; doy de mano a mis estudios de niño y de joven, para detenerme, brevemente, en la etapa última de mi formación sacerdotal.
No detallo aspectos importantes. Insisto solamente, en el impacto que dejó en mí su figura, prescindiendo del parentesco.
A lo largo de más de 20 años, pude seguirle y observarle, comprobando su evolución hacia una formación exigente y total, como salesiano y sacerdote.
Temperamento duro y fuerte, llegó a vencerse, a un perfecto dominio, a una suave dulzura, muy semejante a la de S. Francisco de Sales, nuestro patrono, pero dentro de la más rígida ascética.
UNA ANÉCDOTA
Es costumbre, antes lo era de regla, que el súbdito dialogue, periódicamente con el superior, dándole cuenta de su vida, al menos exterior, dentro de la Comunidad.
Un día un teólogo fue a hablar con don Enrique, a darle no sé qué especie de quejas. Tuve necesidad de entrar en su despacho, durante la conversación de ambos. Y escuché los insultos que el tal estudiante dirigía, sin recato, a mi tío. La sangre me exigía intervenir e iba a hacerlo, afeando la conducta del ya mencionado, cuando mi tío me contuvo con un gesto enérgico: la escena pasó. Esperé fuera del despacho y vi salir llorando, a lágrima víva a nuestro pobre teólogo.
Después, sin alteración, calmoso y suave:
-¿Querías hijo mío, me dijo, que en unos momentos echara a perder el trabajo que vengo haciendo tantos años?
Y OTRA
El día de mi ordenación, 20 de mayo de 1936, me llamó a su cuarto y con gravedad, traicionada de emoción me dijo:
-“Querido mío: ya eres sacerdote. Ya puedo morir tranquilo, porque he dado a Dios un sacerdote que me sustituya. Creo que voy a morir pronto. Te ha tocado ordenarte en tiempos difíciles, de persecución y martirio de la Iglesia. Pues bien, hijo mío, he pedido a Dios la gracia de morir mártir”
-Y Dios se la concedió.
PRIMERA MISA Y COMIENZO DE LA GUERRA
Nos hemos apartado del tema, y es preciso recobrar el camino.
El día 14 de junio del 1936 celebré mi primera Misa Solemne en mi pueblo, Ubierna, palabra vasca que significa “pueblo entre ríos”. Y así es, que dos como hilos de agua lo abrazan amorosamente.
Hacía bastantes años que ningún hijo del pueblo protagonizaba tan fausto acontecimiento. Mi tío y padrino quiso hacer un esfuerzo. Mis padres “echaron la casa por la ventana”.
Se reunieron con tal motivo, todos los estudiantes salesianos, los sacerdotes que éramos varios, algunos de la familia, y los sacerdotes de los pueblos vecinos, amén de todo el vecindario y de numerosos curiosos, amigos y simpatizantes de las aldeas próximas.
Fue una auténtica romería. Los familiares se acercaban al centenar. Para preparar el ambiente, mi tío se encargó de que se predicara un triduo y de que se confesara, casi todo el mundo. La gente moza y los de mi edad, tenía yo apenas los veinticinco años, adornaron con arcos triunfales, mi casa, las calles, la pequeña plaza y la entrada de la Iglesia.
Mi padre sacrificó lo mejor de su ganado, para dar de comer al centenar de invitados y a los pobres, que suelen acudir en estas ocasiones. No faltó el vino, la música y la alegría sana y desbordada. Se supone que la parte religiosa superó a las otras. Para colmo, por la tarde y delante de casa se representaron una comedia y un sainete que hicieron las delicias de chicos y grandes.
Pronto pasaron aquellos días felices, de los que guardo aún el encanto y el ensueño de tan gozosa felicidad. Hubo que volver. Se precipitaban, sin saberlo, ni medir su alcance, los acontecimientos. Recuerdo que alguien de autoridad aconsejó que esperásemos unos días porque el “movimiento” estaba a punto de estallar.
Mi tío no aceptó el consejo.
-Me debo, decía, a mis hijos que he dejado en Madrid, y lo que sea de ellos, será también de mí. El buen pastor no abandona a sus ovejas.
Volvimos. A los pocos días empezó la Guerra Civil, en la que encontró tío Enrique, como había pedido, un glorioso martirio. Como el Buen Pastor.
Ya me perdonarás querido lector, este largo paréntesis. Lo he hecho a propósito, para que puedas entender, más fácilmente, la intervención maravillosa de mi querido mártir, en los difíciles días de mi cautiverio entre los rojos.
N.R.: Podéis leer su biografía en esta página web:
http://boletin-salesiano.com/?p=11218
A LA DERIVA - RIESGOS – EMOCIONES
Nuestra situación en Casa Burgalesa, era inestable; era un compromiso para nuestro generoso patrón. Después de unos días de pensión gratuita decidimos marchar, por varias razones: por no tener documentación, por los continuos registros de la Policía Roja y porque empezamos a hacernos sospechosos. Se nos veía de lejos y más de cerca nuestra condición de religiosos, en el habla, la facha y un cierto encogimiento. Había que marchar, en busca de lugar menos comprometido.
Nos despedimos de tan generoso anfitrión y nos separamos. Yo fui a parar a la calle Abada, nº 10, situada a las espaldas de la Gran Vía. Si es cierto que Dios “empieza por cegar al que quiere perder”. En mi caso y en el de tantos, sucedió al revés: queriéndome salvar, me llevó a ciegas a una casa de mala fama y mal vivir. Y ya me entiendes, querido lector. Dada mi condición de religioso y sacerdote, nada menos a propósito que aquella morada de un asturiano, sin escrúpulos, que únicamente atendía a su bolsillo.
Pero, aunque su casa era cita de gente de mala condición y de visitas frecuentes de la Policía, logré, gracias a Dios, defenderme, durante un largo paréntesis, julio y agosto, con mi escasa y casi inútil documentación.
“Yo era un pobre maestro que había ido a Madrid, a hacer unas oposiciones cuando estalló la Guerra”… Pero como el peligro era continuo, decidí probar fortuna, siempre de la mano de Dios, en otras casas o pensiones.
Pero este cambio exige capítulo aparte
ME TIRA LA SANGRE
Pensión Loyola
Serenado o más confiado o más familiarizado con el peligro y sobre todo, guiado por Dios, fui a dar con mis huesos, en la Pensión Loyola, donde a la sazón se hallaba mi tío Enrique, que sería pronto: el día 23 de octubre, mártir de nuestra Cruzada.
Me permito abusando del sacrificado lector, retrotraer mi relación a hechos anteriores que retratarán la personalidad de mi santo, que así lo creo, de mi mártir y agente de Dios en mi vocación. Enrique Saiz, tío carísimo.
MI PRIMERA MISA, PRESAGIOS
EL BUEN PASTOR
Tuve la suerte y la gran misericordia de Dios, de hacer mis estudios de Teología, bajo la sabia y paternal dirección de mi tío Enrique, hombre asceta y místico, gran formador de hombres, aunque yo no lo sea, querido y estimado de los salesianos y respetado como primerísima figura de nuestra Congregación.
Hay una biografía, muy acabada, de su figura. A ella remito al lector. No quiero que me ciegue el cariño y la sangre.
El libro es: Don Enrique Saiz, Un carácter, una conversión, un martirio por José Luis Bastarrica, escrita en 1964.
Dejo a un lado los orígenes de mi vocación, en la que intervino, ciertamente el tío, en nombre de Dios; doy de mano a mis estudios de niño y de joven, para detenerme, brevemente, en la etapa última de mi formación sacerdotal.
No detallo aspectos importantes. Insisto solamente, en el impacto que dejó en mí su figura, prescindiendo del parentesco.
A lo largo de más de 20 años, pude seguirle y observarle, comprobando su evolución hacia una formación exigente y total, como salesiano y sacerdote.
Temperamento duro y fuerte, llegó a vencerse, a un perfecto dominio, a una suave dulzura, muy semejante a la de S. Francisco de Sales, nuestro patrono, pero dentro de la más rígida ascética.
UNA ANÉCDOTA
Es costumbre, antes lo era de regla, que el súbdito dialogue, periódicamente con el superior, dándole cuenta de su vida, al menos exterior, dentro de la Comunidad.
Un día un teólogo fue a hablar con don Enrique, a darle no sé qué especie de quejas. Tuve necesidad de entrar en su despacho, durante la conversación de ambos. Y escuché los insultos que el tal estudiante dirigía, sin recato, a mi tío. La sangre me exigía intervenir e iba a hacerlo, afeando la conducta del ya mencionado, cuando mi tío me contuvo con un gesto enérgico: la escena pasó. Esperé fuera del despacho y vi salir llorando, a lágrima víva a nuestro pobre teólogo.
Después, sin alteración, calmoso y suave:
-¿Querías hijo mío, me dijo, que en unos momentos echara a perder el trabajo que vengo haciendo tantos años?
Y OTRA
El día de mi ordenación, 20 de mayo de 1936, me llamó a su cuarto y con gravedad, traicionada de emoción me dijo:
-“Querido mío: ya eres sacerdote. Ya puedo morir tranquilo, porque he dado a Dios un sacerdote que me sustituya. Creo que voy a morir pronto. Te ha tocado ordenarte en tiempos difíciles, de persecución y martirio de la Iglesia. Pues bien, hijo mío, he pedido a Dios la gracia de morir mártir”
-Y Dios se la concedió.
PRIMERA MISA Y COMIENZO DE LA GUERRA
Nos hemos apartado del tema, y es preciso recobrar el camino.
El día 14 de junio del 1936 celebré mi primera Misa Solemne en mi pueblo, Ubierna, palabra vasca que significa “pueblo entre ríos”. Y así es, que dos como hilos de agua lo abrazan amorosamente.
Hacía bastantes años que ningún hijo del pueblo protagonizaba tan fausto acontecimiento. Mi tío y padrino quiso hacer un esfuerzo. Mis padres “echaron la casa por la ventana”.
Se reunieron con tal motivo, todos los estudiantes salesianos, los sacerdotes que éramos varios, algunos de la familia, y los sacerdotes de los pueblos vecinos, amén de todo el vecindario y de numerosos curiosos, amigos y simpatizantes de las aldeas próximas.
Fue una auténtica romería. Los familiares se acercaban al centenar. Para preparar el ambiente, mi tío se encargó de que se predicara un triduo y de que se confesara, casi todo el mundo. La gente moza y los de mi edad, tenía yo apenas los veinticinco años, adornaron con arcos triunfales, mi casa, las calles, la pequeña plaza y la entrada de la Iglesia.
Mi padre sacrificó lo mejor de su ganado, para dar de comer al centenar de invitados y a los pobres, que suelen acudir en estas ocasiones. No faltó el vino, la música y la alegría sana y desbordada. Se supone que la parte religiosa superó a las otras. Para colmo, por la tarde y delante de casa se representaron una comedia y un sainete que hicieron las delicias de chicos y grandes.
Pronto pasaron aquellos días felices, de los que guardo aún el encanto y el ensueño de tan gozosa felicidad. Hubo que volver. Se precipitaban, sin saberlo, ni medir su alcance, los acontecimientos. Recuerdo que alguien de autoridad aconsejó que esperásemos unos días porque el “movimiento” estaba a punto de estallar.
Mi tío no aceptó el consejo.
-Me debo, decía, a mis hijos que he dejado en Madrid, y lo que sea de ellos, será también de mí. El buen pastor no abandona a sus ovejas.
Volvimos. A los pocos días empezó la Guerra Civil, en la que encontró tío Enrique, como había pedido, un glorioso martirio. Como el Buen Pastor.
Ya me perdonarás querido lector, este largo paréntesis. Lo he hecho a propósito, para que puedas entender, más fácilmente, la intervención maravillosa de mi querido mártir, en los difíciles días de mi cautiverio entre los rojos.
N.R.: Podéis leer su biografía en esta página web:
http://boletin-salesiano.com/?p=11218