El pasado sábado nos tocó vivir en primera persona las inundaciones de Lourdes. Al despertar, contemplamos fascinados cómo, tras varios días de lluvias en el sur de Francia, finalmente el cauce del gave de Pau no pudo contener más el torrente de aguas que venían de la montaña.

Al finalizar una misa bien tempranera, al filo del alba, un grupo de peregrinos fue desalojado justo a tiempo de esquivar la espectacular crecida de las aguas que sumergió bancos y todo lo que pilló a su paso. La gruta de Lourdes fue anegada y la Capilla de la Luz fue sobrepasada por el agua.

No sé si las velas y su fuego se extinguieron, o si acaso llegaron a tiempo los empleados del santuario para salvar el precioso fuego de fe e intercesión de tantos cientos de peregrinos. Lo que contemplamos desde la barandilla perimetral del santuario fue una imagen hermosa y a la vez devastadora: la gruta cerrada, las velas apagadas, el río desbordado, y una corriente impetuosa de agua que daba mucho respeto.

La situación no fue a mayores y por la tarde, ya bajadas las aguas, se pudo reabrir la gruta, y todo volvió a la normalidad, quedando en una anécdota y un par de titulares de periódico.

Esta pequeña aventura, eso sí, me hizo reflexionar sobre el misterio de gracia que es Lourdes, el cual sigue atrayendo a miles de peregrinos ciento sesenta y seis años después de los extraordinarios sucesos que se vivieron en un pequeño pueblo francés de Occitania, al pie de los Pirineos.

Cuando uno va a Lourdes, lo primero que experimenta es una profunda paz, enmarcada en un entorno natural verde y frondoso. 

Son muchas cosas las que llaman la atención del peregrino en el santuario: la gruta de las apariciones con la imagen de la Vírgen, donde la gente pasa horas en recogimiento; la imponente Capilla de la Luz, llena de velas a cual más grande que plantan allí los peregrinos como símbolo de su petición. Las piscinas donde se bañan los enfermos buscando recibir la gracia de la sanación; la neoclásica majestuosidad de la basílica, decorada con todo tipo de mosaicos y lápidas conmemorativas de los favores de quienes la sufragaron. 

Son tantas cosas que bien dan para unos días de retiro, alternando momentos de adoración en la Capilla del Santísimo, procesiones eucarísticas, rosarios y la estéticamente sublime procesión de las antorchas que diariamente concita a todos los peregrinos a las nueve de la noche. 

Si con algo me quedo cuando voy a Lourdes, es con una profunda sensación de equilibrio entre la gracia de Dios, la fe de los peregrinos y la propuesta del santuario. Como de un fuego tranquilo, que quema lento, las pequeñas cosas van impregnando una vivencia y un lugar que hace que sean miles de personas las que repiten todos los años, ya sea como meros receptores o como voluntarios de trenes de enfermos y peregrinaciones de todo tipo.

Siempre que voy a Lourdes me maravilla la pequeñez y la normalidad de todo lo que se ofrece al que viene, así como tantísimos pequeños detalles que lo dicen todo. Por ejemplo, las velas están a disposición de quien quiera, y cada uno deja la ofrenda que estima conveniente sin tener que pagar por ellas para hacer su petición. También, hay lugares de escucha y de acogida constante, dando lugar a la confesión y la confidencia de quienes vienen apesadumbrados o simplemente quieren hablar. Todo está exquisitamente bien cuidado por los voluntarios internacionales, los sacerdotes residentes, las hermanas solícitas y acogedoras. Todo es una sinfonía de cristianos que un día se vieron atraídos allí: las órdenes, las comunidades, incluso quienes regentan establecimientos y hoteles impulsados por el agradecimiento a una gracia recibida y la identificación con el lugar. 

En Lourdes, todo es normal y a la vez extraordinario. Lo que se palpa es algo sereno, sin estridencias. La gente, ya sea con su fe infantil o su fe madura, no anda buscando el último baile del sol, ni detrás de la última locución del vidente de turno, ni esperando que la Virgen añada un capítulo más a la última revelación sobre cuándo va a ser el final del mundo. El mensaje es claro, escueto y limitado en el tiempo, y es recordado en una charla cada día a las cuatro y cuarto de la tarde. Penitencia, conversión, volver el corazón a Dios. Y sobre todo, peregrinar, beber y lavarse. Eso es lo que la gente hace en Lourdes, y con esa fascinante simplicidad, suceden los milagros.  

Uno de los detalles que más me gustan es la existencia del Bureau Médical —la Oficina de Constataciones Médicas— con un doctor encargado de recabar testimonios y un procedimiento en equipo que aúna científicos y eclesiásticos para declarar la sobrenaturalidad de los milagros, el cual fue instituido por el obispo desde muy pronto. Aunque los milagros oficiales sean muy pocos—unos setenta— la lista de sanaciones registradas ante la oficina supera las siete mil. 

 

Otro gallo nos cantaría en las bizantinas discusiones sobre la autenticidad de tal o cual aparición, si simplemente se estableciera un procedimiento así, con luz y taquígrafos, que nos ayudara a distinguir la paja del trigo.

 Todos los que acuden a Lourdes, saben que nadie se va sin una gracia, reconfortados y pacificados por el Señor y el amor de quienes, como los amigos del paralítico, quieren llevar a sus allegados o incluso a perfectos desconocidos a Jesús. 

 ¿Por qué Lourdes es mi santuario mariano favorito?

 Porque me recuerda profundamente al estilo de ese Dios de la brisa suave, cuya acción es poderosa pero solo perceptible para los humildes y sencillos de corazón. Porque me evoca a una Madre que no busca protagonismos, ni genera dependencias infantilizadoras en la fe, sino que señala a Jesús y sabe estar ahí sutilmente, como en el Evangelio, siempre presente en la trastienda y feliz de ver que sus hijos se encuentran con su Padre. Porque demuestra lo bello y sublime de una procesión como la de las antorchas, en la que lo que brilla son las luces de los congregados y la oración es un murmullo en una sinfonía de idiomas donde ninguno sobresale más que el otro.

Son muchas las virtudes de Lourdes que hacen que podamos decir que, pese a que de vez en cuando se inunde físicamente y todo parezca un torrente arrollador, su fuego lento no se ha apagado dos siglos después, porque lo suyo son las corrientes constantes y tranquilas que con el tiempo acumulan caudales de gracia en el corazón sencillo de las personas.

 Desde luego, para mi es una enseñanza acerca de las bondades de una fe sencilla y una propuesta simple, que me hacen descansar de las lides presentes para adquirir una perspectiva mucho más atemporal acerca de lo que necesitamos vivir en la Iglesia.

 Me recuerda que, para ser comunidad, todos necesitamos un lugar de peregrinación a donde volver, para saber salir de vez en cuando del fragor de la batalla y dejar que sea el Señor mismo quien nos lave los pies. 

 Me recuerda que, en el corazón de la Iglesia, está la fe de las personas sencillas y humildes, que puede ser todo lo carente que queramos, pero que, a la hora de la verdad, sabe a quién acudir en el momento de la necesidad.

 Me recuerda que hay virtud en la catolicidad, en el hablar todos un mismo lenguaje y a la vez tener mil idiomas diferentes, en acoger las sensibilidades y la espiritualidad de todos.

 Me recuerda, en definitiva, que Dios es providente y está a cargo de las cosas, y hay un tesoro de sabiduría y prudencia en hacer las cosas cobijados bajo las alas de la Iglesia, sin pretender imponer mensajes, particularidades o gustos propios al conjunto de nuestra familia de fe. 

 Todas estas cosas suceden en Lourdes porque, como la buena madre, María sabe hacer que sucedan sin que apenas nos enteremos que ha sido ella. ¡No hay maternidad más elegante y fina!

 Alguien dijo una vez que para tener a Dios por padre, hace falta tener a la Iglesia por madre. Y Lourdes es, ante todo, un misterio de maternidad que, como un tesoro, tenemos en la Iglesia.