La nueva evangelización no es más que la evangelización que hemos dejado de realizar durante décadas y que cada día es más urgente. Evangelizar es comunicar la Buena Noticia dentro y fuera de la Iglesia: “Dios ha nacido entre nosotros, nos ha hablado y nos dice que todo y todos tenemos sentido en Él. La esperanza anida en el corazón de quien sabe que su vida, sus buenos y malos momentos, el dolor y la alegría, tienen un sentido. Aún el azar puede ser utilizado por Dios para el bien. Incluso la cruel y despiadada muerte de Su Hijo se transformó en redención para la humanidad.
¿Cómo comunicar esto a quienes huyen ante la posibilidad de comprometer su vida en algo que les supera? ¿A quienes prefieren resguardarse en guetos que les dan protección? La postmodernidad es un virus que afecta a la sociedad y por lo tanto, a cada uno de nosotros. La Iglesia está enferma de postmodernidad porque quienes la componemos sufrimos de ese virus. Quienes intentan oponerse a los postulados postmodernos, terminan rechazados por la parte de la Iglesia que busca respuestas postmodernas en la tolerancia desafectada, la solidaridad aparente, la complicidad disfrazada de misericordia y la paz de la indiferencia. Quien se atreve a tocar cualquiera de estas heridas entra en conflicto con los demás.
Qué otra cosa se desencadena que una persecución cruel contra los que viven piadosamente en Cristo y contra los ejércitos de las virtudes en formación, cuando luchan la soberbia contra la humildad, la vanagloria contra el temor del Señor, la simulación de la verdadera religión contra la verdadera religión, el desprecio contra la sumisión, la envidia contra la felicitación por el bien ajeno, el odio contra el amor, la detracción contra la libertad de una corrección justa, la ira contra la paciencia, la mala intención contra la mansedumbre, el ensoberbecimiento contra la satisfacción, la vida mundana contra la alegría espiritual, el embotamiento del alma o la indolencia contra el ejercicio de las virtudes, la vida errante contra la firme estabilidad, la desesperación contra la confianza que da la esperanza, la lujuria contra el desprecio del mundo, la dureza de corazón contra la misericordia, el fraude y el robo contra la inocencia, el engaño y la mentira contra la verdad, la gula contra la sobriedad en el comer, la alegría insensata contra la moderada aflicción, el mucho hablar contra el discreto silencio, la impureza y la lujuria contra la pureza de la carne, la fornicación espiritual contra la pureza de corazón, y cuando lucha la apetencia de este mundo, que anegándose a sí mismo se opone al amor de la patria celestial contra ella ( Atribuido a San Agustín. Combate entre los vicios y virtudes. I)
Todas estas luchas se dan dentro y fuera de nosotros. Unas veces nosotros mismos somos el campo de batalla, mientras que otras veces somos actores de cualquiera de los “bandos” en conflicto. En cualquier conflicto aparece la duda de quién es el que lleva la razón y quien intenta engañar al otro. Cada cual expone sus razones e intenta convencer a quien defiende lo contrario. Esta situación se agrava cuando no existen únicamente dos contendientes, sino una buena cantidad de posturas y sensibilidades diferentes. Entonces quien toma el mando es la emotividad, que nos lleva a sentirnos enfrentados a los demás antes que entendernos como desorientados. Si aceptáramos nuestra incapacidad para ir más allá de las apariencias, nos daríamos cuenta que el maligno anda enredando en todo momento para hacernos sufrir y perder el rumbo. El maligno nos inocula de fariseísmo, es decir, de la hipocresía que defiende y se enorgullece de lo aparente y desprecia lo sustancial. Luchamos por ganar una partida en la sólo podemos perder. Perdemos si nos enemistamos de forma más o menos violenta. Perdemos si los alejamos cordialmente, dejándonos vivir como cada cual desea. En ambos casos quien vence es el maligno y suma un tanto a sus victorias.
El Evangelio resuelve cualquier dilema que nos podamos plantear, porque todo tiene sentido en Cristo. Él es la Verdad, el Camino y la Vida, que deberíamos hacer nuestros para ser símbolos vivos del Señor: ser santos. Esta es nuestra sólida esperanza. Una Esperanza que se sostiene en la Roca que es Cristo y se edifica mediante la Voluntad de Dios. Lo que está claro es que el Señor desea la unidad de Su Iglesia, no una aparente concordia que esconde desprecio, soberbia e indiferencia. Nadie que llame a su hermano rigorista o fanático puede ser un mensajero de paz. Nadie que quiera crear una nueva Torre de Babel puede ser mensajero de unidad.
Los conflictos no se resuelven viendo quien tiene la razón, sino dándose cuenta del engaño que el maligno ha tendido entre nosotros para que luchemos y nos hagamos sufrir unos a otros. Una vez detectado el engaño, las causas del mismo se evidencian y podemos encontrar a Cristo donde antes sólo parecía haber disputas y discordias. Evangelizar este mundo necesita de una nueva evangelización intra eclesial que nos ayude a sanar del virus de la postmodernidad que tanto nos está haciendo sufrir.