Desde Uruguay el padre salesiano Eugenio Alonso Blanco, fiel seguidor de Religión en Libertad, nos envía, para su publicación, este escrito de un primo suyo, que a su vez, también fue salesiano. Se trata de las memorias del salesiano Fortunato Saiz Asturias que nació en Ubierna (Burgos). Murió en la casa salesiana de Martí Codolar en la ciudad de Barcelona, el 15 de agosto de 1992; tras 65 años de profesión y 56 de sacerdocio. Gracias anticipadas, padre Eugenio.
MEMORIAS DE UN SALESIANO
Hace muchos años que pensé trazar, aunque solo fuera sucintamente, mis impresiones y recuerdos de la dolorosa experiencia de mi vida y andanzas durante los años de nuestra Guerra Civil, con mejor título llamada “Glorioso Alzamiento Nacional” o de “Liberación” por dolorosa y trágica, no menos más entrañablemente vivida.
La nostalgia de aquellos hechos, acucia mi deseo y mueve mi torpe pluma a recogerlos como agradecimiento a Dios por sus muchas e inmerecidas mercedes, así como enseñanza y escarmiento para el paciente lector que me honrare con su favor, y también como desahogo y pretexto para una tímida y apenas balbuciente afición literaria.
El tiempo, bálsamo de toda herida, ha ido decantando, en el revoltijo de los muy confusos y diversos hechos, las ideas, los principios y los resortes que sostuvieron y agitaron la enredada trama de vida durante aquellos casi tres largos años de incertidumbres, dudas y esperanzas, de luces y de sombras. Las canas, las arrugas y los alifafes de mi quebrantada salud son testimonios harto elocuente de la pasada tragedia que me tocó presenciar, vivir, y padecer, como otros numerables, que ya duermen en la paz del Señor y cuyo recuerdo nos sirve a todos de ejemplar entrega a Dios en aras de la fe que rubricaron y sellaron con su sangre.
A su memoria cálida y siempre viva dedico mi humilde trabajo.
P. Fortunato Saiz Asturias
(Escrito en el año 1977)
CAPÍTULO PRIMERO
UNA MAÑANA DE SORPRESAS
18 de julio de 1936
La mirada de Dios
Para el mediano y curioso lector, que se haya asomado a la literatura abundante de la posguerra, no es un hallazgo afirmar que el ambiente político del año 36, se hallaba presagiado de tragedia. El odio y el rencor fratricidas, envenenaban los cuerpos y las almas. El desorden, la arbitrariedad, y la injusticia señoreaban nuestra Patria, dividida en dos bandos irreconciliables. Como se dice vulgarmente, se “mascaba” la catástrofe. Estalló al fin, el conflicto, el 18 de julio.
Y esa mañana…
Recibí órdenes de mis superiores de ir a celebrar la Santa Misa a Carabanchel Bajo (Madrid), a un colegio de monjas. Su capellán atemorizado por el cariz de los acontecimientos se había negado. Recién ordenado sacerdote, el 20 de mayo anterior, sin parar y ante el peligro, con la generosidad de quien estrena ministerio, me puse en camino. En las calles advertí la agitación de la gente.
Era domingo y no me pareció extraño. Por todas partes milicianos con fusil, grupos con banderas y pancartas; muchas banderas rojas; coros desordenados de jóvenes y muchachas cantando himnos subversivos.
Y por doquier, un aire cargado, apretado y asfixiante, como el que suele preceder a la tormenta.
Ingenuo, confiado casi inconsciente viajaba yo, en un viejo y destartalado tranvía, que crujía y rechinaba como si nos avisara del peligro.
Vestido de paisano e inocentón, llevaba envuelta en un periódico, la sotana, su título, “El Debate”, era toda una provocación. Cruzamos el puente sobre el Manzanares. Las turbas, enfurecidas, habían arrojado al río un lujoso coche con sus ocupantes. Contemplaban, sádicamente, cómo se ahogaban las víctimas. Yo apretaba la sotana, contra el pecho, como escudo de protección. No llevaba documentación. ¿Casualidad? Despiste de los milicianos. Creo mejor, en la “mano” de Dios que me iba apartando los peligros. El caso es que nadie me molestó, a pesar del sospechoso bulto y del reclamo escandaloso del periódico.
Si nunca “segundas partes” fueron buenas, el refrán no corre en los planes de Dios, que escribe derecho con renglones torcidos.
A la vuelta de mi Misa, dicha con emoción y sobresalto, un miliciano me apuntó con el arma por la espalda.
-“Consigna”, me dijo y apretaba el duro y nada confortador cañón de su escopeta. Me volví, mientras rezaba en silencio, sin desamparar la prenda.
-¿Ah, eres tú?, ¡vaya susto!
-Don Fortu, ¿cómo por aquí? ¿Cómo se atreve?, no ve cómo anda esto. Y ¿qué lleva ahí? Preguntas rápidas, nerviosas, sin respuesta.
Lo reconocí al punto. Era un muchacho bueno del oratorio, al que habíamos quitado el hambre, muchos días.
-Mire la consigna es “U.H.P.” Dígala a todo el que le encuentre, la pida o le interrogue.
Y así lo hice. Subí al tranvía. A los que me salieron al paso les cerré la boca con las famosas y repugnantes tres letras y el U.H.P. me hizo llegar hasta la Casa del Pueblo, pero con vida, lleno de miedo, pero estrechando amorosamente la sotana, que bien pudo aquel día servirme de mortaja.
En la Casa del Pueblo, muy próxima al Colegio, después de larga deliberación, me pusieron en libertad, sabiendo que era salesiano.
Sobre las dos de la tarde llegué a casa, donde ya me daban por perdido.
EL ASALTO
El alzamiento y la protesta en España se venía incubando, de largos meses o por decir, años atrás.
La copa iba colmándose hasta rebosar. Diversos intentos de protesta habían fracasado. Bastó un solo pretexto, una chispa que provocara el incendio devastador, que había de ensangrentar la Patria, en una cruel, larga y desgarrada contienda civil.
Y llegó, con el asesinato de D. José Calvo Sotelo, el gran tribuno, que había desenmascarado la política turbia y oculta del Frente Popular, asociación de todos los partidos de izquierdas.
El 18 de julio del año 1936 previa larga y minuciosa preparación, se levantaron las fuerzas Militares de África en ayuda de las guarniciones de Navarra y de las dos Castillas, apoyadas por el fervor popular. Pero este asunto pertenece ya a la Historia de la Cruzada y ha sido concienzudamente estudiado, por propios y extraños.
A ella remitimos al amigo y generoso lector.
Me interesa subrayar mí situación, durante los sucesos de mi insignificante historia.
Empezaré por los luctuosos hechos del 18 de julio, de los que fui, con otros muchos, protagonista.
Residía yo, entonces, en nuestro Colegio de la Ronda de Atocha, viejo caserón y auténtica Casa del Pueblo, pues nunca, como ninguna casa de Don Bosco, cerró sus puertas a nadie, sin discriminación de clases, de situación o de credo.
De hecho, no eran solo los casi mil alumnos del Colegio, que recibían enseñanza, casi gratis, como gentecilla pobre; los domingos y días festivos, llegaban a llenar nuestro patio, las aulas, el teatro y la iglesia, dos mil chicos, que recibían instrucción religiosa, disfrutaban de alegre expansión en los patios y en el gran teatro, capaz para casi tres mil. Esta labor hacía que, en general fuera bien vista y gustara a los salesianos, de los alumnos y de sus padres. Pero la revolución no distingue y arrastra, en su torbellino destructor a inocentes y culpables. Nuestro Colegio no fue excepción en la turbonada general.
Aquella tarde del 18 de julio, la vida del Colegio acusó enseguida la anormalidad de la ciudad. Una ciudad que de repente se había vuelto loca. Ruidos callejeros, explosiones, incendios, gente borracha de euforia iconoclasta, asaltando , robando y profanando edificios, templos, claustros; una turba de forajidos , llegada de los más diversos lugares, paseando el horror, la amenaza y la muerte, por las simpáticas calles y plazas de la capital. Manifestaciones callejeras, gritando y cantando himnos revolucionarios, con voces destempladas y ebrias de alcohol y de represalias, buscando la ansiada pero oculta y atemorizada presa de la gente de orden. En fin un caos temeroso, en que nada podía hacer ni la Ley ni la Autoridad. Había que dejar pasar la fiera, arrastrando a sus víctimas y dejando, por doquier atropellos, lágrimas y sangre. Sus salpicaduras llegaron, como a tantas otras a nuestra Casa.
Sobre las 6 de la tarde comenzó el asalto de las turbas enloquecidas.
La asistencia de los niños fue escasa, de unos trescientos, frente a los más de mil. Fue un aviso de Dios.
Acabada la sesión de cine, despachamos a los niños. Salieron por las puertas de los patios. Éramos tres los que los despedíamos: Antonio Martín, sacerdote, Mateo Juanes, y el que esto escribe.
Cerrábamos las puertas, cuando empezamos a oir tiroteos, gritos, voces, y cantos, y ruidos de camiones. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas. Intentamos salir, aprovechando la confusión y el ruido.
Una riada de gente de “mala estopa” irrumpió en los patios, en plan de saqueo, mientras desde los camiones disparaban sin control, o mejor buscando el blanco descuidado de los religiosos. Afortunadamente no había nadie y nosotros nos habíamos ido los tres, fundidos en la masa informe de las gentes sin freno.
Entre tanto en la fachada y entrada principal, tenía lugar el primer intento de asalto por grupos de mozalbetes reclutados, Dios sabe dónde, y de hombres y mujeres de baja calaña y peor condición. Intentaron rociarlo con gasolina, aceite y petróleo, quemar el edificio principal, sin conseguirlo del todo.
Alguien llamó a la Dirección de Seguridad. Llegó un coche de Guardias de Asalto e impidió la intentona. Se apagó el fuego y quedaron algunos números custodiando el edificio. Los religiosos sorprendidos y ajenos en principio a lo que la “canalla” tramaba, detenidos por la fuerza Pública, fueron así preservados de la ira popular, que quería lincharlos. Horas después, pasado el primer rencor de la “chusma”, algunos salesianos, volvieron, ya de noche al colegio.
Volvió también el Director, D. Ramón Goicochea, trastornado y loco de la impresión. Pocos días después moría, víctima de un ataque de enajenación mental.
Previendo lo que podía pasar y así aconteció, varios salesianos sumimos apresuradamente las Sagradas Formas. Se evitó así sacrílega profanación.
QUÉ HICIMOS LOS TRES DESVENTURADOS
Ajenos , lo supimos después, a lo que sucedía en el edificio principal de la calle Ronda de Atocha, escapamos como pudimos, con miedo, sin documentación y en mangas de camisa, a la buena de Dios, amparándonos en la gran masa de gentes, que llenó patios, accesos al colegio y calles inmediatas.
Aún nos dio tiempo, en medio de la zozobra de la huida, para escuchar, de los balcones próximos, los gritos de denuncia de unos vecinos que voceaban:
-¡Qué se escapan los frailes!
-¡Detenedlos, que no quede uno!
Esas voces espolearon nuestro ánimo y escapamos deprisa.
MEMORIAS DE UN SALESIANO
Hace muchos años que pensé trazar, aunque solo fuera sucintamente, mis impresiones y recuerdos de la dolorosa experiencia de mi vida y andanzas durante los años de nuestra Guerra Civil, con mejor título llamada “Glorioso Alzamiento Nacional” o de “Liberación” por dolorosa y trágica, no menos más entrañablemente vivida.
La nostalgia de aquellos hechos, acucia mi deseo y mueve mi torpe pluma a recogerlos como agradecimiento a Dios por sus muchas e inmerecidas mercedes, así como enseñanza y escarmiento para el paciente lector que me honrare con su favor, y también como desahogo y pretexto para una tímida y apenas balbuciente afición literaria.
El tiempo, bálsamo de toda herida, ha ido decantando, en el revoltijo de los muy confusos y diversos hechos, las ideas, los principios y los resortes que sostuvieron y agitaron la enredada trama de vida durante aquellos casi tres largos años de incertidumbres, dudas y esperanzas, de luces y de sombras. Las canas, las arrugas y los alifafes de mi quebrantada salud son testimonios harto elocuente de la pasada tragedia que me tocó presenciar, vivir, y padecer, como otros numerables, que ya duermen en la paz del Señor y cuyo recuerdo nos sirve a todos de ejemplar entrega a Dios en aras de la fe que rubricaron y sellaron con su sangre.
A su memoria cálida y siempre viva dedico mi humilde trabajo.
P. Fortunato Saiz Asturias
(Escrito en el año 1977)
CAPÍTULO PRIMERO
UNA MAÑANA DE SORPRESAS
18 de julio de 1936
La mirada de Dios
Para el mediano y curioso lector, que se haya asomado a la literatura abundante de la posguerra, no es un hallazgo afirmar que el ambiente político del año 36, se hallaba presagiado de tragedia. El odio y el rencor fratricidas, envenenaban los cuerpos y las almas. El desorden, la arbitrariedad, y la injusticia señoreaban nuestra Patria, dividida en dos bandos irreconciliables. Como se dice vulgarmente, se “mascaba” la catástrofe. Estalló al fin, el conflicto, el 18 de julio.
Y esa mañana…
Recibí órdenes de mis superiores de ir a celebrar la Santa Misa a Carabanchel Bajo (Madrid), a un colegio de monjas. Su capellán atemorizado por el cariz de los acontecimientos se había negado. Recién ordenado sacerdote, el 20 de mayo anterior, sin parar y ante el peligro, con la generosidad de quien estrena ministerio, me puse en camino. En las calles advertí la agitación de la gente.
Era domingo y no me pareció extraño. Por todas partes milicianos con fusil, grupos con banderas y pancartas; muchas banderas rojas; coros desordenados de jóvenes y muchachas cantando himnos subversivos.
Y por doquier, un aire cargado, apretado y asfixiante, como el que suele preceder a la tormenta.
Ingenuo, confiado casi inconsciente viajaba yo, en un viejo y destartalado tranvía, que crujía y rechinaba como si nos avisara del peligro.
Vestido de paisano e inocentón, llevaba envuelta en un periódico, la sotana, su título, “El Debate”, era toda una provocación. Cruzamos el puente sobre el Manzanares. Las turbas, enfurecidas, habían arrojado al río un lujoso coche con sus ocupantes. Contemplaban, sádicamente, cómo se ahogaban las víctimas. Yo apretaba la sotana, contra el pecho, como escudo de protección. No llevaba documentación. ¿Casualidad? Despiste de los milicianos. Creo mejor, en la “mano” de Dios que me iba apartando los peligros. El caso es que nadie me molestó, a pesar del sospechoso bulto y del reclamo escandaloso del periódico.
Si nunca “segundas partes” fueron buenas, el refrán no corre en los planes de Dios, que escribe derecho con renglones torcidos.
A la vuelta de mi Misa, dicha con emoción y sobresalto, un miliciano me apuntó con el arma por la espalda.
-“Consigna”, me dijo y apretaba el duro y nada confortador cañón de su escopeta. Me volví, mientras rezaba en silencio, sin desamparar la prenda.
-¿Ah, eres tú?, ¡vaya susto!
-Don Fortu, ¿cómo por aquí? ¿Cómo se atreve?, no ve cómo anda esto. Y ¿qué lleva ahí? Preguntas rápidas, nerviosas, sin respuesta.
Lo reconocí al punto. Era un muchacho bueno del oratorio, al que habíamos quitado el hambre, muchos días.
-Mire la consigna es “U.H.P.” Dígala a todo el que le encuentre, la pida o le interrogue.
Y así lo hice. Subí al tranvía. A los que me salieron al paso les cerré la boca con las famosas y repugnantes tres letras y el U.H.P. me hizo llegar hasta la Casa del Pueblo, pero con vida, lleno de miedo, pero estrechando amorosamente la sotana, que bien pudo aquel día servirme de mortaja.
En la Casa del Pueblo, muy próxima al Colegio, después de larga deliberación, me pusieron en libertad, sabiendo que era salesiano.
Sobre las dos de la tarde llegué a casa, donde ya me daban por perdido.
EL ASALTO
El alzamiento y la protesta en España se venía incubando, de largos meses o por decir, años atrás.
La copa iba colmándose hasta rebosar. Diversos intentos de protesta habían fracasado. Bastó un solo pretexto, una chispa que provocara el incendio devastador, que había de ensangrentar la Patria, en una cruel, larga y desgarrada contienda civil.
Y llegó, con el asesinato de D. José Calvo Sotelo, el gran tribuno, que había desenmascarado la política turbia y oculta del Frente Popular, asociación de todos los partidos de izquierdas.
El 18 de julio del año 1936 previa larga y minuciosa preparación, se levantaron las fuerzas Militares de África en ayuda de las guarniciones de Navarra y de las dos Castillas, apoyadas por el fervor popular. Pero este asunto pertenece ya a la Historia de la Cruzada y ha sido concienzudamente estudiado, por propios y extraños.
A ella remitimos al amigo y generoso lector.
Me interesa subrayar mí situación, durante los sucesos de mi insignificante historia.
Empezaré por los luctuosos hechos del 18 de julio, de los que fui, con otros muchos, protagonista.
Residía yo, entonces, en nuestro Colegio de la Ronda de Atocha, viejo caserón y auténtica Casa del Pueblo, pues nunca, como ninguna casa de Don Bosco, cerró sus puertas a nadie, sin discriminación de clases, de situación o de credo.
De hecho, no eran solo los casi mil alumnos del Colegio, que recibían enseñanza, casi gratis, como gentecilla pobre; los domingos y días festivos, llegaban a llenar nuestro patio, las aulas, el teatro y la iglesia, dos mil chicos, que recibían instrucción religiosa, disfrutaban de alegre expansión en los patios y en el gran teatro, capaz para casi tres mil. Esta labor hacía que, en general fuera bien vista y gustara a los salesianos, de los alumnos y de sus padres. Pero la revolución no distingue y arrastra, en su torbellino destructor a inocentes y culpables. Nuestro Colegio no fue excepción en la turbonada general.
Aquella tarde del 18 de julio, la vida del Colegio acusó enseguida la anormalidad de la ciudad. Una ciudad que de repente se había vuelto loca. Ruidos callejeros, explosiones, incendios, gente borracha de euforia iconoclasta, asaltando , robando y profanando edificios, templos, claustros; una turba de forajidos , llegada de los más diversos lugares, paseando el horror, la amenaza y la muerte, por las simpáticas calles y plazas de la capital. Manifestaciones callejeras, gritando y cantando himnos revolucionarios, con voces destempladas y ebrias de alcohol y de represalias, buscando la ansiada pero oculta y atemorizada presa de la gente de orden. En fin un caos temeroso, en que nada podía hacer ni la Ley ni la Autoridad. Había que dejar pasar la fiera, arrastrando a sus víctimas y dejando, por doquier atropellos, lágrimas y sangre. Sus salpicaduras llegaron, como a tantas otras a nuestra Casa.
Sobre las 6 de la tarde comenzó el asalto de las turbas enloquecidas.
La asistencia de los niños fue escasa, de unos trescientos, frente a los más de mil. Fue un aviso de Dios.
Acabada la sesión de cine, despachamos a los niños. Salieron por las puertas de los patios. Éramos tres los que los despedíamos: Antonio Martín, sacerdote, Mateo Juanes, y el que esto escribe.
Cerrábamos las puertas, cuando empezamos a oir tiroteos, gritos, voces, y cantos, y ruidos de camiones. Las balas silbaban sobre nuestras cabezas. Intentamos salir, aprovechando la confusión y el ruido.
Una riada de gente de “mala estopa” irrumpió en los patios, en plan de saqueo, mientras desde los camiones disparaban sin control, o mejor buscando el blanco descuidado de los religiosos. Afortunadamente no había nadie y nosotros nos habíamos ido los tres, fundidos en la masa informe de las gentes sin freno.
Entre tanto en la fachada y entrada principal, tenía lugar el primer intento de asalto por grupos de mozalbetes reclutados, Dios sabe dónde, y de hombres y mujeres de baja calaña y peor condición. Intentaron rociarlo con gasolina, aceite y petróleo, quemar el edificio principal, sin conseguirlo del todo.
Alguien llamó a la Dirección de Seguridad. Llegó un coche de Guardias de Asalto e impidió la intentona. Se apagó el fuego y quedaron algunos números custodiando el edificio. Los religiosos sorprendidos y ajenos en principio a lo que la “canalla” tramaba, detenidos por la fuerza Pública, fueron así preservados de la ira popular, que quería lincharlos. Horas después, pasado el primer rencor de la “chusma”, algunos salesianos, volvieron, ya de noche al colegio.
Volvió también el Director, D. Ramón Goicochea, trastornado y loco de la impresión. Pocos días después moría, víctima de un ataque de enajenación mental.
Previendo lo que podía pasar y así aconteció, varios salesianos sumimos apresuradamente las Sagradas Formas. Se evitó así sacrílega profanación.
QUÉ HICIMOS LOS TRES DESVENTURADOS
Ajenos , lo supimos después, a lo que sucedía en el edificio principal de la calle Ronda de Atocha, escapamos como pudimos, con miedo, sin documentación y en mangas de camisa, a la buena de Dios, amparándonos en la gran masa de gentes, que llenó patios, accesos al colegio y calles inmediatas.
Aún nos dio tiempo, en medio de la zozobra de la huida, para escuchar, de los balcones próximos, los gritos de denuncia de unos vecinos que voceaban:
-¡Qué se escapan los frailes!
-¡Detenedlos, que no quede uno!
Esas voces espolearon nuestro ánimo y escapamos deprisa.