El verano es poco propicio para meditaciones serias. El calor nos atonta y sólo pensamos en encontrar una sombra donde hallar un poco de alivio. Sin embargo, se dan a conocer datos tremendos, quizá porque quieren aprovechar esta temporada de baja intensidad para que pasen desapercibidos.
El más significativo ha sido el que ha proporcionado la Conferencia Episcopal alemana. En 2018 abandonaron la Iglesia (es decir, hicieron una apostasía pública) 216.078 personas. La cifra es tremenda, sobre todo si se tiene en cuenta que representa un 30 por 100 más que el año anterior. Pero, aunque año tras año, los datos son catastróficos, los obispos alemanes -no todos, afortunadamente-, siguen insistiendo en que la solución es ir hacia una Iglesia que no se enfrente con el mundo y que acepte todo lo que éste considera bueno. Esta tesis, absurda en sí misma, resulta insostenible cuando se ve que los protestantes alemanes han perdido aún más fieles que los católicos: 220.000. Si lo que los obispos alemanes pretenden fuera la solución -aceptación de la homosexualidad, del sacerdocio femenino, de los curas casados, de la convivencia prematrimonial), aquellos que ya están aplicando sus medidas, los protestantes, no estarían perdiendo aún más fieles que los católicos, sino que ocurriría todo lo contrario. En cambio, el fracaso de la Iglesia luterana, absolutamente identificada con lo políticamente correcto, es aún más grande que el de la católica.
¿Por qué, entonces, ese empecinamiento en protestantizar la Iglesia? Si se sabe que va al desastre, ¿por qué se insiste en ello? No hay una respuesta lógica ni racional. Se trata de un motivo diferente: se prefiere una Iglesia con menos gente o incluso desaparecida antes que una Iglesia conservadora y fiel a la Palabra de Dios y a la Tradición. Recuerdo la respuesta de un religioso español, de una venerable Orden, a un periodista que, hablando del futuro de su instituto al ver que no había vocaciones, le preguntó si no deberían plantearse ser más conservadores, a la vista de que en las congregaciones tradicionales éstas no faltan. El religioso contestó que antes preferían desaparecer que renunciar al tipo de vida religiosa en la que él creía, que era la correspondiente a una Iglesia liberal. Probablemente no era su intención expresarlo así, pero a mí me sonó a esto: “Antes muertos que católicos”. La Iglesia liberal está condenada a muerte. ¿Pero es católica la Iglesia liberal o ha dejado ya de serlo?
Lo que está, por lo tanto, en juego es qué tipo de Iglesia va a sobrevivir. Ellos saben que están heridos de muerte y no les importa, porque prefieren que la Iglesia desaparezca a que vuelva a sus raíces. Prefieren una interpretación de ruptura del Concilio Vaticano II antes que una interpretación de continuidad con el pasado. Y si tienen que morir, están dispuestos a hacerlo. Podría parecer que hay un cierto heroísmo en esa actitud -yo también estoy dispuesto a morir o a que me maten con las calumnias, antes que renunciar a la fe de mis mayores-, pero ese heroísmo desaparece cuando se observa que lo que en realidad están dispuestos a hacer es morir matando. Su aceptación del desastre al que ellos mismos se abocan, va unido al ataque a todo lo que pueda representar tradición, incluso a los sectores más moderados de la misma. Están dispuestos a todo, incluido el recurso a la calumnia, con tal de acabar con los pocos brotes verdes que el Espíritu Santo va haciendo surgir en medio de este espantoso desierto. No aplican lo de “vive y deja vivir”, sino que, a la vez que mueren, matan. Por eso su empeño en “exportar” a la fuerza el fracaso alemán, pues no pueden aceptar ser ellos los únicos que desaparecen y quieren que, con ellos, perezca la Iglesia entera tal y como ha vivido dos mil años.
No me resisto a comentar, además de los datos de la “triunfante” Iglesia alemana, un artículo aparecido en la revista de los jesuitas norteamericanos: “América”. El autor hace un gran elogio del comunismo y tiene la osadía de decir, incluso, que “cuando los comunistas se vuelven peligrosos es cuando son buenos”. ¿No se habrán enterado aún los jesuitas norteamericanos de lo que está pasando en Venezuela, en Nicaragua, en Cuba? ¿Se atreverán a decirle a la cara a las víctimas de Maduro que el comunismo es estupendo? Y, por otro lado, ¿por qué no empiezan ellos a aplicar las teorías comunistas haciendo gratuita la enseñanza en sus colegios y universidades?
Ante tanta tontería y tanta demagogia, sólo puedo repetir una y otra vez el Salmo 12: “¿Hasta cuándo, Señor, seguirás olvidándome? ¿Hasta cuándo me esconderás tu rostro?”. ¿Hasta cuándo, Señor, hasta cuándo?