Los religiosos, religiosas y laicos que se encuentran vinculados a una institución que, entre sus aportes a la Iglesia y a la sociedad, está el hecho de gestionar colegios y/o universidades, son una respuesta concreta a los retos que actualmente tenemos a la vista. ¿Por qué? Detrás de toda persona que ha conseguido dejar una huella positiva en la historia, hay un maestro o maestra de por medio. Alguien que fue capaz de inspirar y acompañar. Es verdad que hay otras modalidades que debemos apoyar para educar y generar procesos; sin embargo, el tiempo que se pasa en la escuela es exponencialmente mayor. De ahí la importancia de formar una nueva generación de religiosos y laicos que hagan opción por la escuela. Se trata de un campo demandante, a veces agotador, pero lleno de satisfacciones que, aunque son a largo plazo, van enriqueciendo la tarea de la Iglesia.

De cara al futuro; es decir, al necesario relevo generacional que se presenta en toda congregación o movimiento, se impone la urgencia de formar liderazgos propositivos. Cuando el giro o campo principal es la educación, resulta fundamental que los nuevos responsables del gobierno, hayan tenido contacto con lo que implica ponerse delante de un salón de clases y afrontar la impresionante diversidad que puede encontrarse en tan solo cuatro paredes. Por lo tanto, una vez que se concluyen los estudios de licenciatura y se adquiere la cédula profesional, según el perfil o área, es necesario, tener experiencia directa con la comunidad educativa: estudiantes, padres de familia, docentes, personal de apoyo, etcétera. No todos nacieron para ser maestros, eso está claro y sería equivocado poner de profesor a alguien sin vocación, pero cuando se ingresa o vincula a una obra de la Iglesia que tiene como prioridad el hecho de trabajar a nivel escuela, ya se sabe que tarde o temprano habrá que tener enfrente una lista, un pizarrón, proyector, plumón, libro y muchos estudiantes con varias preguntas por hacer. Rechazarlo, sería como si un médico se negara a ver una muestra de sangre. Tan fácil y claro como eso. De ahí que la preparación tanto de los religiosos como de los laicos, suponga impartir alguna asignatura. No nada más de religión, sino también de otras áreas, de modo que los estudiantes comprendan, desde la práctica, que la fe y la ciencia, lejos de oponerse, se complementan, pues aunque son metodológicamente distintas, ambas buscan siempre la verdad.

El riesgo que se puede tener es formar en otros campos que, aunque valiosos, no correspondan a los que actualmente se vienen coordinando. Cuando la tarea principal es la educación cristiana, pero quizá andamos ayudando en hospitales, no está mal, pero habría que preguntarse si antes de eso, no sería más a propósito, en base a los campos o destinatarios principales, ponerse a planear una clase o reunirse con un grupo de ex alumnos. Si todos en la Iglesia nos ocupáramos de lo mismo, habría muchas necesidades sin ser cubiertas y/o atendidas. Por ejemplo, un hermano de San Juan de Dios no va a tener como prioridad dirigir una primaria, como tampoco un hermano Lasallista dedicarse a un centro de salud. Por eso hay tantas espiritualidades dentro de la fe cristiana. Cada una, tiene sus acentos y la preparación debe ir en la línea de los campos propios. Terminar todos, haciendo lo de todos, provoca huecos y lleva al desorden.

Ahora bien, ¿por qué dar clases, capacita? Primero, lleva a poner en práctica conocimientos, habilidades y talentos. Dicho ejercicio es, en sí mismo, una vía de madurez, de experiencia y contacto con lo que pasa en la calle. Segundo, en caso de ser requerido para coordinar alguna instancia general o regional, el hecho de haber estado en la base, permite que las decisiones no sean de escritorio, sino a partir de la realidad, de lo que se vive. Tercero, el ritmo de la escuela, genera mayor responsabilidad, dominio propio y orden. Todo, claro está, como una forma concreta de responder a Dios.

La huella que deja un verdadero maestro católico no tiene precio y dura positivamente para toda la vida; sin embargo, hay que entrar y tomar parte en la escuela. El día a día, tiende puentes y genera un ambiente de confianza, de libertad y seguridad que favorece el surgimiento de nuevos procesos. La sociedad necesita una buena dosis de religiosos, religiosas y laicos que puedan pasarse una hora, revisando detalles como la ortografía, enseñando; sobre todo, con el ejemplo. Llevar la misión a la escuela, no es algo anticuado, sino comprometerse, ¡implicarse!