Dejo estos pensamientos un poco sombríos, ¿quién puede ordenarlos? ¿Quién lo hace? Decidme… No, no me digáis nada árboles, pájaros, ríos y montañas, porque no lo sabéis: el viento sopla donde quiere. Y yo me he ido ahora, despacio, a la pequeña avenida de los cipreses, hacia el sol naciente, hacia los siete cipreses ancianos y resecos, no muertos aún, aunque llevan muriendo hace muchos años, tantos que es posible que nacieran medio muertos. En sesenta años, los cipreses nunca se han caído, ni se han doblegado a los vientos o a las tempestades -¡estaba tan fuerte el hermano del señor cedro!-. Son cipreses esqueléticos y débiles, centinelas férreos, quijotes oscuros plantados como caballeros de guardia bajo todas las estrellas y todos los soles. No, no se irán los cipreses, tan enjutos y tan sobrios que parecen un pedazo vertical del alma de Castilla. Las almas pueden ser verticales u horizontales y ya sabe todo el mundo a qué me refiero.
O sea, que respiro en la avenida de los cipreses y bajo las escaleritas hacia la terraza del otro lado del jardín: desde allí se ve mejor la montaña y la casa entera y el buen señor cedro y los magnolios y los olivos y la higuera y los setos y el pozo y el álamo y el gran sauce y el riachuelo y el laguito. Oigo a lo lejos el canto de un gallo y el ladrido de un perro y el silencio que es más silencio después de los sonidos. Y respiro hondo, apoyado en la verja de hierro, mientras una rana ha saltado al riachuelo. Es quizás que ha visto a la vieja perra labrador, que tampoco muere nunca, y viene hacia mí tambaleándose. Dieciséis años son muchos para una perra, pero ella no lo sabe, o no lo quiere saber y mueve la cola como si me viese, pero no me ve porque está medio ciega y no me oye porque está medio sorda. Es la edad y, a lo peor, también los vientos de la montaña.
Siento hambre. Es bueno sentir hambre y tener qué comer. Doy gracias por sentir hambre y por tener algo que llevarme a la boca. Es un milagro del buen Dios que nadie merece. También doy gracias porque puedo caminar y oler el romero y el tomillo y ver al gato del vecino salir corriendo: ¿qué estaría haciendo? Y llego a la casa y entro en silencio, como en una iglesia –todo hogar es como un templo-, y voy a la cocina. Y cojo la barra de pan seco y la parto a rebanadas y la unto con tomate, que para eso, digo yo, se inventó el pan con tomate o las sopas de pan y ajo, y echo un buen chorro de aceite dorado. Y caliento el té. El té es bonito: es de un color cobrizo y transparente y huele al Oriente, que es por donde sale el sol. Es bonito disfrutar de los colores de la comida y de la bebida, y de los aromas, y, en fin, de los sabores. El pan ya no está duro y sabe a pan, porque es de la panadería del pueblo, cien años de tradición panadera. Es del horno, que dicen en mi tierra, y tampoco sé si está bien dicho, pero me gusta. El pan se hace en el horno. Y el horno es como todo, ni bueno ni malo en sí. Porque es bueno si se hace pan y es malo si se quema a la gente. El horno produce el cielo y el infierno. Y la elección solo depende de nosotros.
Estoy sentado a la mesa del comedor. Una mesa recia, de estilo castellano, fíjate, de parador nacional de turismo, mesa “estilo Fraga” –los más viejos lo recuerdan-, un estilo que más o menos pervive todavía en la Moncloa, en según qué dependencias, claro es, y según me explicó, y yo lo ví, mi amigo Peyró. Las sillas son también de tal estilo, la austeridad de Castilla hecha silla, España y yo somos así, señora, qué le vamos a hacer. En la pared, una escopeta del abuelo y un rifle, Remington, de 1911. Y la cabeza disecada de una cabra hispánica y un Santo Rosario muy grande, muy grande, y un cuadro de Goya, una copia, de una plaza de toros llena de chulos y busconas y malandrines: España y yo somos así, qué cojones. Todo es antiguo y manso, aunque los libros son de la guerra civil y los hay de los dos bandos y leo “No fue posible la paz”, que es uno de ellos, y yo me pregunto si alguna vez será posible. Y creo que no, y me parece un título ingenuo y pedante, como de excusa sin valor ni convicción, pero concluyo que Gil Robles no era ingenuo y no sé si pedante, porque no lo conocí, y no soy de prejuzgar. Claro que no fue posible la paz. Pero no quiero hablar de política porque en España hablar de política es desenterrar muertos y eso está muy feo y es muy peligroso, porque los muertos no acaban de morirse nunca, como los cipreses escuálidos de la avenida. Y son muertos que pueden acabar matándonos, lo cual, digo, también todo el mundo entiende. No insisto.
Enciendo el primer cigarrillo, que tiene algo de incienso, el humo que ahuyenta a los demonios –creo que por eso lo han prohibido; me refiero al tabaco, no al incienso-. La casa sigue en silencio porque todos duermen. Aprovecho para rezar con los salmos, que son una fuente de paz y de sabiduría. Y me siento unido a los monjes de la montaña serrada y mágica. Los salmos son alabanza y agradecimiento, y queja y lamento, y petición y canto y súplica. Y la mente se me va al monasterio de Poblet y me acuerdo del monje Altisent, que ya murió, y que era un salmo él mismo, cuando vivía, porque daba paz y alegría, aunque a él le costaba tenerlas. Como las daba no las tenía, es evidente. Vuelvo al salmo. Y vuelvo a perderme por el jardín que se ve tras el ventanal: el tilo, el seto, el olivo viejo, de nuevo. Y mi padre dando vueltas a la casa, con su cigarrillo eterno, pensando sueños imposibles y soñando pensamientos de justicia y de revolución verdadera bajo las estrellas, por los campos de España. “Y cuando mires al cielo, las estrellas te devolverán mi imagen”, me había dicho. Y “ya no sé si hay Dios, pero vive como si lo hubiera, aunque solo sea por hacer caso al señor Jesucristo, que nadie paga con la vida una mentira tan enorme. Y te digo, chaval, que el señor Jesucristo no era un mentiroso, aunque solo sea porque echó del templo a los capitalistas y convirtió el agua en vino y se dejó acariciar por las putas y no se fue con ellas, sino para salvarlas de los capitalistas y de sí mismas y de todos los demonios, que tampoco sé si existen, chaval, pero sí sé que todos llevamos uno o varios dentro y es mejor tenerlos encadenados y conocerlos bien aunque sean horribles y nos de mucha vergüenza”.
Y vuelvo al salmo. Y este Dios que mi padre no sabía si existía o si no existía me perdonara los despistes, porque sabe de qué pasta estoy hecho y le pongo buena voluntad al salmo, pero cada uno puede lo que puede y, en general, menos de lo que puede. De hecho, uno no puede nada, que esto también lo dijo el señor Jesucristo y se ofreció para ayudarnos en esta debilidad. Y si no quiero hablar de política, tampoco lo haré de teología, que viene a ser lo mismo. Una cuestión de fe. En fin, se acabó el salmo. Y me santiguo. Y ya se oyen ruidos en la casa. Y yo me alegro.
Los ruidos me recuerdan a los que dicen que se oyeron ayer a medianoche. Ruido de pisadas lentas y pesadas.
-Se escuchan casi todas las noches, a las doce, señor. Y mi marido y yo, cuando mi marido vivía aquí, teníamos miedo, pero al poco nos acostumbramos y dejamos de temer las pisadas. Pero son pisadas de alguien, yo se lo juro.
Es Maribel, que vive en la casa hace años y nos ayuda en verano. Y no se puede decir que sea miedosa porque en invierno vive allí sola, entre los fríos y las nieves y las nieblas de la montaña, y los pocos vecinos que se aventuran a salir a la calle y que se ven porque los ilumina la vieja farola y cuando salen de aquel haz de luz desaparecen, no se sabe si para siempre o solo mientras dura el invierno.
Esto de las pisadas lo han oído mis hijos y les ha entrado el temor. Les digo que no pasa nada, que lo más probable es que sean imaginaciones de Maribel y de su marido y que una casa grande medio deshabitada esconde, a veces, secretos oscuros. Pero son oscuridades que huyen de las personas y de la luz, y que por eso no debemos temerlas. Y, además, chicos, ahí está el viejo Remington y el bastón del abuelo: los fusiles y los bastones no gustan ni a los vivos ni a los muertos, es algo bien sabido.