Necesitamos, quizá como nunca antes, permear todos los espacios de la Iglesia de una sólida cultura vocacional; es decir, la conciencia de que, en vez de dar vueltas en círculo, hay que definirse y asumir un estilo de vida concreto: casado, sacerdote, religioso, laico, etcétera. Una cultura que sea amplia, capaz de considerar todos los caminos que existen, aunque especificando claramente las particularidades o acentos de cada uno. Sin duda, hay tres campos prioritarios al momento de plantear el tema de la propia vocación: el colegio, la universidad y los grupos de pastoral juvenil que tienen la facilidad de adaptarse a diferentes estructuras. Pues bien, los encargados de acompañar a los jóvenes en la búsqueda de lo que harán con sus vidas, deben considerar un elemento de discernimiento que casi nunca se toca: constatar si la persona tiene una opción distinta a la que piensa asumir. Dicho de otra manera, que no decida por resignación o para garantizar un futuro económico a costa de la falta de transparencia. Un fraile decía a un grupo de aspirantes que para poder entrar a la orden antes debían plantearse si se consideraban aptos para el matrimonio, explicándoles que la “no aptitud para entablar una relación seria –en este caso, con una mujer-, podía ser un obstáculo para vivir su vocación como religiosos y sacerdotes”. A simple vista, podríamos decir: ¿qué sentido tiene que les pregunte sobre el matrimonio si serán frailes y, por lo mismo, no se casarán? Pues hay una lógica en todo esto. Pensar, por ejemplo, en la vocación sacerdotal, de ninguna manera debe ser motivado por “no servir de casado”, sino que, aún teniendo las aptitudes para hacerlo, se elige otro camino que también vale la pena. Cuando se pretende tomar una decisión sin otras posibles opciones, en realidad no se decide nada. Hay que evitar en el acompañamiento vocacional, lanzar una propuesta mientras la persona no se cuestione y amplíe sus horizontes, porque entonces la elección se toma a la ligera y, probablemente, con una dirección equivocada.
A veces, ante el déficit de vocaciones a la vida religiosa, se puede caer en la tentación de hacerle la invitación a una persona que “no tenga nada que perder”; es decir, afectada por una cierta indiferencia. Las renuncias, permiten dar sustento a la decisión y esto también puede trasladarse al ámbito del noviazgo y del matrimonio. Hay que tener opciones para poder elegir una en particular de forma seria y fortalecida por la oración. De otra manera, se vuelve una salida o evasión de la realidad. Toda propuesta vocacional, supone que la persona tenga la intención de tener una mirada más amplia de su vida. Si no la tiene, habrá que ayudarle y, hasta que consiga identificar las opciones que tiene, tomar la decisión clave, la definitiva.
Vamos a un caso concreto: Juan Pablo II, el joven Karol Wojtyla. Entró al seminario, pero no porque le faltaran sueños o ideales. Tenía la opción de casarse y del teatro. Eligió ser sacerdote, pero con la claridad de que tal decisión, conociéndose y de cara a Dios, era la mejor para él. Si, por el contrario, hubiera sido alguien sin ganas u oficio, la opción hubiera sido dudosa. Es verdad que promover vocaciones entre personas que van teniendo claro su deseo de vivir con coherencia y un sentido convincente cuesta trabajo, pero no hay que renunciar a los “difíciles”, porque para la vida religiosa se necesitan cubrir ciertas exigencias que, al ignorarlas, dificultan el ejercicio de la misión. Es fácil acercarse a alguien que no se cuestiona, pero al final esa decisión será superficial y equivocada. En cambio, los que buscan, preguntan y se abren a las cosas sanas, pueden tener un panorama más completo y maduro.
La vocación supone considerar las opciones existentes, a fin de pesar y pensar las cosas delante de Dios. No es irse directo sin cuestionarse o tomar nota de su forma de ser. Antes bien, discernir, como lo recomendaba San Ignacio de Loyola. De esa forma podremos acompañar mejor y elevar la coherencia en el marco de la Iglesia, siendo corresponsables en el desarrollo de la propia vocación. Acompañar; especialmente, a los que tienen algo que perder, porque esa pérdida, bien entendida, se traduce en compromiso y entusiasmo maduro por la vía elegida.
A veces, ante el déficit de vocaciones a la vida religiosa, se puede caer en la tentación de hacerle la invitación a una persona que “no tenga nada que perder”; es decir, afectada por una cierta indiferencia. Las renuncias, permiten dar sustento a la decisión y esto también puede trasladarse al ámbito del noviazgo y del matrimonio. Hay que tener opciones para poder elegir una en particular de forma seria y fortalecida por la oración. De otra manera, se vuelve una salida o evasión de la realidad. Toda propuesta vocacional, supone que la persona tenga la intención de tener una mirada más amplia de su vida. Si no la tiene, habrá que ayudarle y, hasta que consiga identificar las opciones que tiene, tomar la decisión clave, la definitiva.
Vamos a un caso concreto: Juan Pablo II, el joven Karol Wojtyla. Entró al seminario, pero no porque le faltaran sueños o ideales. Tenía la opción de casarse y del teatro. Eligió ser sacerdote, pero con la claridad de que tal decisión, conociéndose y de cara a Dios, era la mejor para él. Si, por el contrario, hubiera sido alguien sin ganas u oficio, la opción hubiera sido dudosa. Es verdad que promover vocaciones entre personas que van teniendo claro su deseo de vivir con coherencia y un sentido convincente cuesta trabajo, pero no hay que renunciar a los “difíciles”, porque para la vida religiosa se necesitan cubrir ciertas exigencias que, al ignorarlas, dificultan el ejercicio de la misión. Es fácil acercarse a alguien que no se cuestiona, pero al final esa decisión será superficial y equivocada. En cambio, los que buscan, preguntan y se abren a las cosas sanas, pueden tener un panorama más completo y maduro.
La vocación supone considerar las opciones existentes, a fin de pesar y pensar las cosas delante de Dios. No es irse directo sin cuestionarse o tomar nota de su forma de ser. Antes bien, discernir, como lo recomendaba San Ignacio de Loyola. De esa forma podremos acompañar mejor y elevar la coherencia en el marco de la Iglesia, siendo corresponsables en el desarrollo de la propia vocación. Acompañar; especialmente, a los que tienen algo que perder, porque esa pérdida, bien entendida, se traduce en compromiso y entusiasmo maduro por la vía elegida.