Es este uno de los momentos más dolorosos de la vida del Señor. Lo escuchamos en el Evangelio de este domingo cuando finaliza el largo discurso eucarístico de Jesús que hemos ido siguiendo en estos últimos domingos. Se provoca -por llamarlo así- una crisis purificadora en el grupo de discípulos, en aquellos que siguen al Señor. Desde aquel momento muchos le abandonaron. Y es entonces cuando el Señor pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6, 67). La promesa de Jesús, que tenía que haber ensanchado el corazón de todos aquellos que le seguían, que tenía que haber puesto luz en sus ojos y alegría interior -porque el Pan de la Eucaristía, su propio Cuerpo, su propia Sangre, iba a ser fortaleza para todos los que le seguimos- en este momento crea dificultad para los que escuchan las palabras del Señor. Se cierran los oídos y no quieren entender. El Señor, entristecido, pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? Y esa pregunta se nos sigue haciendo. Son muchos los que al profundizar en el seguimiento de Jesús, al conocer en verdad qué significa amarle y no solo practicar, encuentran dificultades en el camino y muchas veces no saben superarlas. Entonces, entristecidos, se dan la vuelta y abandonan al Señor, porque no quieren vender sus tesoros. Y Pedro, el primer Papa, con la autoridad que el grupo le otorga y con la gracia de Dios, dice estas palabras que podemos también poner en nuestros propios labios: Señor, ¿adónde vamos a acudir si te dejamos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Los discípulos no solo siguen con Él porque ya se han embarcado en la misión; nosotros no solo le seguimos porque nos bautizaron, recibimos la Comunión con frecuencia, tenemos que ir a Misa el domingo... Tú tienes palabras de vida eterna, dice Pedro. Palabras de salvación.
“Esta escena -dice el P. Aldama[1]- se repite muchas veces en las almas aunque no sea a propósito de la Sagrada Eucaristía. Hay muchas palabras del Señor dichas en el Evangelio, y dichas para nosotros, que con frecuencia nos escandalizan y muy frecuentemente nos hacen no creer y casi alejarnos del Señor. Son todas aquellas palabras en las que Él nos habla de la cruz; todas aquellas palabras en las que Él nos habla de la abnegación, de la renuncia interior, de la muerte a todo, del olvido de nosotros mismos. Esas palabras se nos hacen duras muchas veces al corazón, y tal vez en esos momentos nos escandalizamos del Señor, porque nos escandalizamos de la cruz. No entendemos cómo en el dolor y en la cruz puede haber algo bueno y no nos dejamos llevar de las palabras del Señor con la sencillez del alma que cree aun lo que le parece que no debe ser así, o que no puede ser así; que cree, sin más, a la palabra del Señor.
Nos escandalizamos y en el fondo del alma nos alejamos del Señor. Y también a nosotros nos dice el Señor: ¿Y no crees? ¿Y te vas a alejar? ¿Y no vas a creer mis palabras enteramente tal y como Yo las digo? ¿Y vas a poner tú un criterio pequeño para juzgar de la verdad de mis palabras?
Y no nos queda más que una reacción, como la de Pedro, para la cual tenemos siempre la gracia del Señor: ¡Señor, contigo siempre! Señor, si me aparto de Ti, ¿a dónde voy a ir? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6, 68). Tus palabras todas son vida. ¡Todas! Las que me parecen dulces y las que se me hacen amargas; también esas palabras duras de renuncia y de olvido y de cruz; también esas son palabras de vida; palabras que hacen vivir a quien las cree. Tú tienes palabras de vida, y de vida eterna; tus palabras hacen en nosotros, no una vida efímera que se acabará un día, sino una vida eterna en el corazón, que salta hasta la vida eterna”.
Estas son tus palabras. Y hoy, Señor, a pesar de nuestras particulares dificultades, decimos: Creemos. Queremos creer en tus palabras. Es más: tenemos necesidad de creer en tus palabras.
Cuando Pablo escribe a los Efesios no era nada machista. Lo que nos quiere hacer entender es esa relación íntima de amor de Cristo con su Iglesia, y, por tanto, del alma con Cristo y del cristiano con la Iglesia, a la que debe amar. Y, por tanto, la relación entre esposos, que es el ejemplo que Pablo nos pone. Amar con entrega, dándose, con sometimiento por amor. El hombre y la mujer. Y aquí está esta realidad de la que Pablo nos habla: Es este un gran misterio. Y yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia. Porque es la máxima comparación, el mejor modelo.
Sabemos que Tú eres el santo consagrado por Dios, termina hoy diciendo el Evangelio. Sabemos que lejos de Ti no tenemos nada sino oscuridad y tristeza, y amargura y soledad. Y que contigo, a pesar de las dificultades, todo se convierte en alegría, en paz, en serenidad. Tal vez con dolor. Pero con dolor sereno. Señor, sin Ti ¿a dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.
Y este lunes, por ejemplo, la Iglesia nos ofrece el ejemplo de aquella mujer intrépida que fue Santa Mónica. Todo lo que sabemos de ella lo conocemos por los escritos de San Agustín. ¡Ella sí que sabía a quién tenía que ir! No solo con la palabra, sino con la práctica. Cuántas madres, cuántos padres hoy en día sufren la separación de sus hijos de la Iglesia. Habrá otro tipo de separaciones y muchos problemas; muchos y muy graves. Pero estamos hablando de esta relación del hombre con Cristo, del hombre con Dios, que es lo que libera, lo que soluciona los otros problemas, lo único, el único nombre que se nos ha dado para salvarnos. Con cruz, pero para salvarnos.
Mónica fue la esposa fiel y silenciosa, a pesar de los desvaríos e infidelidades de su esposo. Tuvo tres hijos. Tuvo que sufrir por ellos y tuvo que suplicar. El mayor deseo de su vida era la conversión de su hijo, San Agustín. Y es un autor antiguo, un hagiógrafo de Santa Mónica, quien escribe que gracias a las lágrimas de Santa Mónica la Iglesia tiene al Doctor más grande, que la defendió contra toda dificultad, contra todo desvarío.
“La historia que me propongo narrar (la historia de Santa Mónica) no debiera escribirse; debiera cantarse, porque es un poema. El poema, en efecto, del amor más bello que ha existido; del amor más profundo y más tierno, del más elevado y más puro, como también del más fuerte, más paciente y más invencible; del amor que a través de veinticinco años de pruebas y de lágrimas, sin un momento siquiera de descanso, no disminuye; antes bien, crece con las contradicciones, y viene a ser tanto más ardiente y tanto más tenaz, cuanto mayores son los obstáculos que ha de vencer[2].
A Mónica no le interesaba la situación social de su hijo, que era buena, ni el sueldo que ganaba, que también era bueno; lo que le preocupaba era la salvación de su alma, la salvación eterna.
Cuenta ella:
“Esperaba, Señor, que vuestra misericordia viniese sobre él, para que creyendo en Vos, se hiciese casto”. Un año antes de morir, su esposo se bautizó y vivió el resto de su vida cristianamente. Y ella busca la conversión de Agustín. Le llenaba de inmensa tristeza ver a su hijo, adornado de tan excelentes cualidades y lleno de sabiduría, caminando por los caminos del error. Lloraba por él y le seguía a todas partes. Acudió a San Ambrosio, que le dijo: “Mujer, no se puede perder un hijo de tantas lágrimas”. Señor, ¿a quién iremos? A Ti, únicamente a Ti. Y se cumplió su deseo. A los 32 años, cuando ella tenía 56, vio bautizarse a su hijo, convertido totalmente a Cristo. En sus escritos, el hijo inmortalizó a su madre. Dice recordando su muerte: “Yo le cerré los ojos. Una inmensa tristeza inundó mi corazón... Sin embargo, la muerte de mi madre no tenía nada de lastimoso y no era una muerte total: la pureza de su vida lo atestiguaba” (Confesiones, IV, 9, 11).
Y esto es lo que nosotros tenemos que buscar: en la cruz, en la oscuridad, en la dificultad, acudir al Señor, que se entrega como Pan, como alimento, como Palabra única y verdadera. Y con Pedro, llenos de humildad, también con los ojos cargados por nuestros pecados, decirle: Señor, ¿a dónde vamos a ir si no es a Ti? Tú tienes palabras de vida eterna.
Que María Santísima, la perfecta discípula, la primera cristiana, la que sigue al Señor constantemente, la que pone en práctica el amor a la Palabra de Dios, nos haga entender que solo en el Señor vamos a encontrar lo único que nos interesa: la salvación de nuestra alma y la de los nuestros.
PINCELADA MARTIRIAL
La beata María de los Ángeles Ginard Martí nació en la localidad mallorquina de Llucmajor el 3 de abril de 1894 y a los dos días fue bautizada. En la juventud, le tocó trabajar en las labores del hogar y en bordados y confección de sombreros de señoras, que hacía en casa, para ayudar económicamente en casa. Esto le obligaba a llevar una vida muy hogareña, lo que aprovechaba para educar y catequizar a sus hermanos pequeños.
Sus muchas ocupaciones no le impedían llevar una vida dedicada a la oración y a la práctica de los sacramentos. Madrugaba diariamente para oír misa y comulgar; visitaba al Santísimo Sacramento expuesto en el Centro Eucarístico de la las Hermanas Celadoras del Culto Eucarístico de Mallorca; tenía sus devociones particulares; rezaba todos los días el santo Rosario, y, como afiliada a la cofradía El Rosario Perpetuo, en la hora de guardia mensual se retiraba para rezar las tres partes del Rosario.
Con 28 años ingresó en la congregación de las Hermanas Celadoras del Culto Eucarístico, para adorar a Jesús Sacramentado y servir en las tareas relacionadas con la Eucaristía. Tras unos años en la casa mallorquina, ocupó puestos en Madrid y Barcelona. En 1932 regresa definitivamente a Madrid, donde, cuatro años más tarde, es asesinada. Los últimos años vividos en Madrid por esta religiosa estuvieron marcados por las constantes persecuciones religiosas propias de aquella época de la República.
Las Hermanas Celadoras sabían que corrían un grave peligro si se quedaban en el convento de la calle Blanca de Navarra; por eso tomaron la decisión de dispersarse y ocultarse, vestidas de seglares, en casas de amigos. Mientras se preparaban para abandonar el convento y salvar lo que pudieran de la segura profanación por los milicianos, un buen amigo, un portero de un edificio vecino, avisó a las monjas para que abandonaran cuanto antes la que había sido su casa, porque los republicanos se dirigían hacia allí. Las religiosas salieron apresuradamente.
Escondida de los milicianos
Sor María de los Ángeles fue acogida cariñosamente en casa de don José Antonio Medina y doña Araceli Ariza, que vivían en la calle Monte Esquinza 24, muy cerca del convento. Con gran tristeza, la religiosa tuvo que ver cómo los milicianos expoliaban el convento y le decía a sor Esperanza, otra religiosa que había buscado refugio en el mismo lugar: “Todo lo que nos pueden hacer a nosotras es matarnos, pero esto...”. La situación de las dos monjas empeoraba por momentos, porque el portero de la casa, que las conocía de vista, había denunciado ya a varias personas que habían acabado asesinados o recluidos en alguna checa. Sor Esperanza cambió de residencia por consejo de la señora que la tenía acomodada en su casa, temerosa de que fuera descubierta. Sor María de los Ángeles se quedó. Y el 25 de agosto de 1936 subieron a buscarla. Los milicianos de las FAI que querían prenderla, sujetaron también a doña Amparo, la hermana de Araceli Ariza. En un acto de generosidad y valentía, sor María de los Ángeles exclamó: “-Esta señora no es monja, dejadla. La única monja soy yo”.
Aún le quedaba a esta religiosa más valentía en el corazón. Ella era la procuradora del convento, y al tener que abandonarlo, quedó a cargo de parte del dinero para que cualquiera que lo necesitara pudiera acudir a ella. Lo llevaba guardado en el bolsillo del delantal que llevaba puesto cuando los milicianos la apresaron. Con increíble serenidad, sor María de los Ángeles les preguntó que si les importaba que se quitase el delantal para irse presa. Los milicianos no pusieron impedimento, y, de ese modo, la religiosa salvó el dinero.
Detenida, la llevaron a la checa de Bellas Artes y al anochecer del día siguiente le dieron el paseíllo a la Dehesa de la Villa, donde la fusilaron y dejaron abandonada. En la mañana del día 27 de agosto, el cadáver se enterró en el cementerio de la Almudena.
Terminada la Guerra fue identificado el sepulcro, y en el año 1941 fueron trasladados los restos al panteón de las Hermanas Celadoras del Culto Eucarístico en el mismo cementerio, donde permanecieron hasta el 19 de diciembre de 1985 en que fueron trasladados al convento donde ella vivió, sito en la calle Blanca de Navarra de Madrid. El 3 de febrero de 2005 se trasladaron los restos a la iglesia de este convento. Fue beatificada el 29 de octubre de ese año.
El Instituto de las Celadoras del Culto Eucarístico (que contaba con 29 religiosas) se fusionó en 2010, con el de las Misioneras del Santísimo Sacramento y María Inmaculada (con un número de 500 religiosas). Las tres casas de las Celadoras (Madrid, Barcelona y Palma) se sumaron a las de las Misioneras.
[1] José Antonio ALDAMA, S.J., Homilías. Ciclo B, páginas 293 y 294.
[2] M. BOUGAUD, Introducción a la Historia de Santa Mónica.