La murmuración se parece al humo
porque se disipa pronto,
pero ennegrece todo lo que toca.
-Sánchez Cubillos-
Cuentan que una dama de la corte prusiana fue un día a quejarse al rey Federico el Grande:
─ Majestad, mi esposo me trata muy mal y dice cosas horribles de mí.
El monarca, que sabía de la facilidad murmuradora de la dama, se encogió de hombros y dijo:
─ Señora, no es asunto mío.
La dama, no satisfecha con la respuesta, añadió:
─ Pero, señor, es que también habla mal de vos.
─ Señora, contestó paciente e irónicamente el rey, no es asunto vuestro.
Cuando nos dedicamos a murmurar, normalmente, nos referimos a cosas que no nos importan, ni nos afectan, ni podemos ni queremos remediar. Son ganas de entretenernos «cortando trajes» al prójimo.
Es bueno el consejo que nos deja Horacio: Desconfiad del que murmura de su amigo ausente; del que no le defiende cuando es acusado; del que hace reír con bufonadas; éste seguramente tiene un corazón negro y depravado.
Cuando en alguien vemos algo que está mal, en lugar de murmurar, lo cristiano es ver si podemos ayudar, aunque sólo sea rezando, pero nunca chismorreando.
Tampoco es muy cristiano ver sólo el lado malo de las personas. Todo el mundo tiene sus cosas buenas y, seguramente, tendrían muchas más si encontrasen una mano amiga (la tuya o la mía) que les ayudasen.
El antídoto de la murmuración es la caridad porque con ella no es nunca pequeño el bien que se hace ni el mal que se evita.
Alentemos la caridad llevando a la práctica el consejo del rey de Prusia: La murmuración, señora, no es cosa mía. Ni vuestra.