¿Cómo es posible que en un mundo tan necesitado de Esperanza, los cristianos seamos incapaces de ofrecerla a manos llenas? ¿Fuente de la Esperanza se ha secado en la Iglesia? ¿Cristo ya no tiene Palabras de Vida Eterna para nosotros?
Nadie puede dar a otra persona lo que ella no posee, por lo tanto es muy fácil de determinar que la Iglesia actual está exhausta de Esperanza. Ojo hablo de Esperanza, no de inconsciencia e indiferencia. A veces confundimos ambas cosas y creemos que la Esperanza es vivir como si todo nos diera igual. La Esperanza conlleva dos elementos: esperar y que la espera tenga sentido. Paseando por las redes es fácil encontrar gran cantidad de opiniones, comentarios, diálogos que se centran en la desesperanza. Parece que vivimos tiempos en que todo se hunde y nada nos llena. Quienes se centran en los problemas intraeclesiales, no son capaces de mostrarnos que la santidad es la cura para todos esos problemas. Incluso se deriva hacia una postura mileniarista llena de rencor y desesperanza. Quienes ven y comentan los problemas de la sociedad en que vivimos son incapaces de decir que la respuesta a todos los problemas es Cristo. Hermanos, amigos, tenemos remedio. Hay Esperanza para cada uno de nosotros y para quien se acerque a Cristo y abra su corazón a la Gracia de Dios.
Mientras Cristo nos espera y ofrece la santidad como remedio para lo que nos sucede, nosotros estamos preocupados por cosas humanas que nunca se solucionarán sin la Gracia de Dios. Nos comportamos como lo que somos: ricos. Ricos cuyo horizonte vital es conservar lo que atesoramos. Ricos que desconfiamos de todo el que se acerca a nosotros.
«¿Qué haré? ¿Qué comeré? ¿Con qué me vestiré?» Eso es lo que dice este rico. Sufre su corazón, la inquietud le devora, porque lo que a los demás les alegra, al avaro lo hunde. Que todos sus graneros estén llenos no le da la felicidad. Lo que atormenta a su alma es tener demasiadas riquezas al rebosar sus graneros...
Considera bien, hombre, quién te ha llenado de sus dones. Reflexiona un poco sobre ti mismo: ¿Quién eres? ¿Qué es lo que se te ha confiado? ¿De quién has recibido ese encargo? ¿Por qué te ha preferido a muchos otros? El Dios de toda bondad ha hecho de ti su intendente; te ha encargado preocuparte de tus compañeros de servicio: ¡no vayas a creer que todo se ha preparado para tu estómago solamente! Dispón de los bienes que tienes en tus manos como si fueran de otros. El placer que te procuran dura muy poco, muy pronto van a escapársete y desaparecer, y sin embargo te pedirán cuenta rigurosa de lo que has hecho con ellos. Luego lo guardas todo, puertas y cerraduras bien cerradas; pues aunque lo hayas cerrado todo, la ansiedad no te deja dormir...
¿Qué haré? Tenía una respuesta a punto: «Llenaré las almas de los hambrientos; abriré mis graneros e invitaré a todos los que pasan necesidad... Haré que oigan una palabra generosa: Venid a mí todos los que no tenéis pan, tomad la parte que os corresponde de los dones que Dios ha concedido, cada uno según su necesidad» (San Basilio. Homilía 6, sobre las riquezas)
Ya dijo Cristo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico se convierta (Mc 10, 25). Cuanta prepotencia atesoramos y que frágil es nuestro ánimo. Cuando cualquiera nos reclama coherencia, le despedimos con todo tipo de insultos. Le llamamos fariseo, duro de corazón, rigorista y cosas perores. Tememos perder lo que creemos que nos pertenece y siempre queremos más. Somos incapaces de ver en qué nos hemos convertido y por lo tanto, somos incapaces de ver a Cristo frente a nosotros. ¿Cuántos Católicos somos en el mundo? Somos muchos millones ¿Por qué no somos capaces de gritar unidos que la solución es Cristo y ayudarnos mutuamente en el camino para la santidad? La respuesta es fácil si leemos el Evangelio: muchos son los llamados y pocos los escogidos entre los que ha respondido al llamado. Las lámparas que llevamos con nosotros han perdido el aceite hace siglos. Están vacías y nos reímos de quienes buscan tenerlas llenas. Preferimos construir sobre arena, que siempre es más fácil que sobre la Roca. Nos dedicamos a condenarnos mutuamente mientras preguntamos al aire con letal hipocresía “¿Quién soy yo para juzgar?”. Nos dedicamos a buscar cómo relativizar la Palabra de Dios para que parezca que somos maravillosos, aunque realmente nuestro corazón está lleno de podredumbre, envidia y prepotencia.
¿Vale la pena denunciar todo esto desde esta pequeña tribuna de un recóndito blog? Creo que sí. Si callamos, gritarán las piedras y entonces nada podremos arreglar. La poca Esperanza que nos quede debe ser comunicada a los demás. La comunicar, al compartir la Esperanza, se multiplica. Si nos la quedamos para nosotros mismos, se acaba y desaparece. Nadie sabe el día en que Dios le llamará. Nadie sabe el día en que seremos llamados al Juicio Final. Lo que sí sabemos es que tenemos el mandato de ser santos y de comunicar el Evangelio. Hoy estos dos mandatos son tan importantes o más que en cualquier tiempo pasado. Hermano, amigo, que la Paz y la Esperanza del Señor sean contigo.