(ZENIT – Madrid).- En esta festividad de santa Ana, madre de la Virgen María, celebramos la de este fundador que nació en la capital de la isla de Malta, La Valletta, el 12 de febrero de 1880, aunque creció en Birkirkara y en Hamrun, localidad cercana a aquélla, en la que prácticamente pasó toda la vida. Era hijo de un comerciante y de una profesora. Fue el séptimo de nueve hermanos, travieso e inocente a la par, como tantos niños. A un tiro de piedra de su domicilio se hallaba el santuario en el que se venera la Virgen del Carmen, de la que era muy devoto, y en su infancia le impusieron el Santo Escapulario. Un venerable sacerdote, el padre Ercole Mompalao, vaticinó: «Jorge, cuando crezcas, muchos que temen a Dios se reunirán en torno a ti. Serás una bendición para ellos, y ellos lo serán para ti».
Su director espiritual después de haber fallecido le manifestó en un sueño: «Dios te ha elegido para enseñar a su pueblo». Fueron palabras que marcaron su vida y acción pastoral. Estuvo ligado a la parroquia de San Cayetano, de la que fue monaguillo y acólito, y en la que ejerció como sacerdote después de ser ordenado en 1906 y haberse curado milagrosamente gracias, así lo atribuía, a la mediación de San José. Y es que nació con poca salud, y siendo diácono había caído gravemente enfermo.
Apenas se incorporó a su misión sacerdotal, inició su andadura la fundación que erigió para educación de los niños y de los jóvenes. Su inquietud pastoral, manifiesta en el seminario, le había inducido a redactar una regla en latín dirigida a una asociación de diáconos permanentes y eventual asistencia a los obispos para la transmisión de la Palabra. Era un texto que pensó enviar a Pío X. Esta idea no llegó a fraguarse. Su misión sería otra, aunque indirectamente estaría impregnada del mismo afán evangelizador. Preocupado por esas importantes etapas de la vida que son la niñez y la juventud, formó un grupo con muchachos entrados en la veintena que veía en la calle. Bajo su amparo leían y comentaban las Sagradas Escrituras colegialmente. Les inculcaba las verdades de la fe y los principios morales esenciales, les animaba a fijarse en el insondable amor de Dios y les instaba a ir en su busca. Sus ayudantes eran laicos debidamente formados, pero también estaban implicados en esta tarea los mismos niños y jóvenes. Uno de ellos, Eugenio Borg, empleado en los astilleros, sería el primer superior general de la Sociedad impulsada por Jorge. Se ocupó de prepararle concienzudamente llevándole a profundizar en la Pasión, para lo cual tomó como base el evangelio de san Juan.
Inicialmente la fundación tuvo dos nombres sucesivos, entre otros el de MUSEUM, siglas latinas de Magister, utinam sequatur Evangelium universus mundus («Maestro, ojalá que todo el mundo siga el Evangelio»). Pero finalmente le dio el de Sociedad de la Doctrina Cristiana. Al principio estaba compuesta por varones, y en 1910 recibiría a las mujeres. Luego se fueron incorporando adultos libres de compromisos familiares que se volcaron en esta misión. Seguían ciertas pautas de vida dedicando un tiempo a la oración y a la preparación continua. Con inspirado criterio había concebido Jorge la eficacia de esta especie de puente conformado por cada una de las personas que se preparaban; ellas compartirían lo aprendido convirtiéndose en un esencial eslabón de esta cadena sin fin. Uno de los hábitos que les infundió era rezar cada cuarto de hora oraciones aprendidas de memoria. El influjo de esta acción apostólica emprendida por el santo se extendió por otras parroquia de la isla que acogieron sus pautas. Fue tan importante que se le consideraba un «san Felipe Neri de Malta».
La fundación pasó muchas pruebas. En 1909 el vicario del obispo le dijo: «Tú tienes esos institutos; ¡acaba con todos!». El padre Preca respondió humildemente: «Ustedes son los superiores y yo su súbdito, tengo que obedecerles, terminaré con todo». Otros párrocos mediaron para que pudieran permanecer abiertos. Y aunque años más tarde el obispo monseñor Caruana revocó la orden, la obra ya había sido difamada por distintas vías, la prensa local entre otras. En tal situación dolorosa, los componentes de la Sociedad, a instancias de su fundador –que extraía de la oración y de la contemplación la fortaleza y visión apostólica–, asumieron las circunstancias con espíritu evangélico. Uno de esos días de sufrimiento, mientras Jorge oraba ante un cuadro de la Virgen del Buen Consejo, una voz que surgía del mismo le dijo: «Guarda silencio». Y eso hizo. En su vida de piedad se había distinguido por su amor a María bajo las advocaciones de la Milagrosa y del Carmen, devociones que siempre impulsó.
En 1918 se hizo terciario carmelita. Profesó al año siguiente tomando el nombre de «Franco» en honor del beato carmelita del s. XIII, Franco de Sena, cuya vida se caracterizó por el arrepentimiento y la penitencia, porque él también se sentía un pecador. Muchas veces anteponía a su nombre el de terciario. Y en los trabajos de su autoría dejó constancia de su estima por la espiritualidad carmelitana. En ellos es significativa la temática teológica. Su preocupación por hacer llegar a la gente la Palabra de Dios propició su traducción al maltés en escritos breves, muy útiles para la meditación. Infatigable propagador del Misterio de la Encarnación, determinó que los miembros de la Sociedad, que fue erigida canónicamente en 1932, tomaran el lema: «Verbum Dei caro factum est» (Jn 1, 14). Por su labor en pro de la devoción a la Virgen del Carmen, en 1952 fue vinculado a la Orden del Carmen. Murió el 26 de julio de 1962 en Santa Venera. Juan Pablo II lo beatificó el 9 de mayo de 2001 en la plaza de los Graneros de Floriana, Malta. Benedicto XVI lo canonizó el 3 de junio de 2007.