Un debate suscitado en el blog de Tote Barrera sobre el concepto de apostolado me ha sugerido este post. El concepto “apostolado”, como casi todos hoy en día en esta nuestra selva del lenguaje, es suscepcitble de diversos significados dependiendo de quién lo utilice y el contexto en el que se usa. Es una de las condenas que debemos arrastrar desde que Wittgenstein refiriera el significado de las palabras al “uso” y no a la “cosa” en sus “Investigaciones filosóficas”, rompiendo de este modo con la argumentación de Frege.
Pues bien, hoy en día existe una acepción de la palabra “apostolado” como el desempeño de las tareas concretas que han sido asignadas a un creyente por parte de los superiores de su congregación, orden, parroquia, etc. Desde esta perspectiva, el “apostolado” tiene más relación con el ejercicio de la obediencia, y se concreta en la realización de tareas de la más diversa índole, desde una actividad consistente en la traducción de textos extranjeros al castellano hasta el compromiso activo con actividades que tienen que ver con la lucha contra el aborto.
Sin embargo, el significado original de la palabra “apostolado”, cuyo origen hay que referir al propio Evangelio, no es ése ni mucho menos, sino que tiene que ver con la misión específica de los apóstoles, que no es otra que la de anunciar y predicar a Jesucristo al mundo entero. ¿Donde reside, pues, la causa de esta desviación? Desde mi punto de vista, hay que buscarla en ciertas reminiscencias de clericalismo presentes, sobre todo, en entornos altamente tradicionalistas.
Hasta el Concilio Vaticano II se consideraba como una de las misiones específicas del ordenado presbítero precisamente la tarea de dar continuidad a la labor de los apóstoles en lo tocante al anuncio y predicación del Evangelio de Jesucristo al mundo entero. Hoy se sigue considerando a los obispos como los “sucesores de los apóstoles”, expresión perfectamente correcta cuando expresa la concreción del imprescindible orden jerárquico que debe estructurar la vida de la Iglesia Católica.
Y sin embargo, desde el punto de vista de la “misión”, el Vaticano II dejó meridianamente claro que el anuncio de Jesucristo muerto y resucitado para la salvación de la Humanidad es tarea y misión de todos los fieles católicos, no una exclusiva y concreta dedicación de los que han recibido el orden sacerdotal. Esta insistencia en la exigencia de “ser apostol” para todos los bautizados supuso una profundización en la vida de fe de los laicos, pues vino a poner de manifiesto que la vida de la gracia tiene como consecuencia natural e inevitable la “salida al mundo” para dar testimonio de lo que “hemos visto y oído”.
Pero como todos los cambios, no se produjo éste sin que quedaran resistencias e inercias de muchos siglos concibiendo la misión de la Iglesia de un modo estamental: el clero como pastor y depositario de la responsabilidad de la salvación de las almas y de la predicación al mundo de la Buena Nueva de Jesucristo, y el laico como miembro del rebaño que como buen borrego sólo debe ocuparse de obedecer y mantenerse fiel en lo cotidiano. Y ya de paso, comprometido a realizar las tareas que se le asignen.
De esta forma es posible encontrar todavía ancianos párrocos para los que el buen laico es el que se compromete a limpiar la parroquia todas las semanas, a realizar las lecturas en las celebraciones eucarísticas y a buzonear octavillas por todo el barrio, tareas sin duda que deben seguir realizándose y que no deben corresponder de ninguna forma al párroco del lugar. Y al desempeño de tales tareas se le ha asignado el erróneo título de “apostolado”, de forma que es posible encontrar todavía personas que se sienten “apóstoles” cuando van a correos a depositar la correspondencia parroquial para toda la feligresía.
Y sigue resultando extraño en ciertos entornos la aparición cada vez más frecuente de laicos que sienten como suya, personal y vocacional, la llamada a ser Pablo de Tarso, el Gran Apóstol. Y aún se sigue confundiendo esta llamada como una vocación al sacerdocio, cuando no es sino la prueba más palpable de que la llamada al anuncio y la predicación de Jesucristo como el Señor muerto y resucitado es universal y general para todos los bautizados.
Es más, la propia perífrasis "hacer apostolado" no es más que una muestra de la errónea concepción del mismo, pues el apostolado no es propiamente "algo que se hace" al modo de una obligación impuesta, sino que tiene que ver con un desbordamiento "hacia fuera" de una vida interior que bebe en la inagotable fuente del amor de Dios, que es expansivo por su propia naturaleza y que no requiere de un "hacer", sino de un "dejar salir". Otra cosa es que si no desborda "hacia fuera" quepa preguntarse el porqué de esa sequía.
Y es esta realidad la que Benedicto XVI ha querido potenciar con el ya clausurado “año paulino”, precisamente como muestra de que en la Iglesia de nuestro siglo XXI es difícil que el católico pueda estar en el mundo sin ser del mundo y sin ser a su vez, un nuevo Pablo de Tarso. Y esto aún sigue chocando en los entornos más tradicionalistas en los que pervive el antiguo reparto de tareas entre el “estamento” clerical, que hoy más parece pastoril que pastoral, y el “estamento” laico, que aún se mantiene borreguil y no realmente apostólico.